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Viernes, 17 de septiembre de 2010

happy hour para Vicente

Verónica y Cecilia fueron las primeras lesbianas que pudieron inscribir legalmente al hijo que tuvieron juntas. No lo habían planeado, fue un regalo extra para un bebé que se alimenta de la leche de sus dos madres como una manera de poner el cuerpo y compartir la crianza que están experimentando desde el placer y también desde las dudas: por el modo en que operan los mandatos sobre el cuerpo y la vida de las mujeres, porque no dejan de escuchar que lo que están haciendo es una mera complicación. Con la única certeza de que lo decidieron en libertad, estas madres comparten su historia y su experiencia.

 Por Marta Dillon

El cuarto estaba en silencio. Cecilia por fin lograba dormir un rato, olvidada de los puntos de la cesárea clavados como aguijones bajo su vientre. Verónica cuidaba su sueño y al hijo de ambas, acurrucado entre sus brazos, ni dormido ni despierto, moviendo apenas las manos como si quisiera saber de qué se trataba el aire alrededor, con la boca abierta, buscando lo que a todo recién nacido le falta. Vero le ofreció la teta y Vicente se prendió, con avidez y placer. Una rara placidez se había instalado en el cuarto a pesar del puerperio, la sombra de un parto que desbarató lo planeado y una noche entre llantos e impotencia. Todo eso se había eclipsado. Hasta que entró una enfermera sin golpear y Vicente casi se queda con el pezón de Verónica entre las encías por puro efecto de la sorpresa.

“Fue una reacción espontánea, no hubiera sabido qué contestar si me preguntaba”, dice ahora que ya lleva 14 días amamantando a su hijo con el que no comparte ni una pizca de ADN. Ahora que Cecilia ya empieza a olvidarse de la cicatriz aunque no deje de sorprenderse por la facilidad con que la angustia la puede tomar del cuello sin aviso para después irse sin que medie razón alguna. Lo dice ahora, cuando ser dos madres es tan concreto como una partida de nacimiento en la que se anotan los nombres de los tres –“les tres”, puede decir Verónica, para no resignar la visibilidad de las madres–; y dar la teta las dos reinventando el significado de “compartir la crianza” es algo que empieza a parecerse al placer. Al menos el placer de hacer feliz a Vicente.

Porque del ardor en los pezones y de esa tensión que generan los primeros días del amamantamiento no se salva ninguna de las dos. Tampoco de las restricciones que impone: ni mucho alcohol, ni tabaco; ni mucho ajo ni picante. Aunque esto último es materia opinable y de eso tampoco se salvan: lo que hagan merecerá comentarios –buenos, malos o regulares–; lo que vayan a hacer, consejos; y lo que no puedan hacer, la transmisión de experiencias inútiles con ánimo de consuelo. Pero ésas son las generales de la ley.

De aquella primera sensación de que había algo que no debía ser visto sólo quedó la certeza del peso de los propios prejuicios. “La enfermera volvió a cerrar la puerta sin decir nada, pero fue a hablar con el jefe de Neonatología. Después se comunicaron con nuestra obstetra para saber si yo tenía hecha mi serología. Por supuesto que era algo que teníamos en cuenta, pero además estaban los exámenes prenupciales –que incluyeron el vih–, hechos hacía una semana, era gracioso contar con esa prueba extra porque nunca imaginamos que nos íbamos a casar, como tampoco imaginamos nada de lo que terminó pasando.”

La imaginación, sin embargo, siempre anduvo desbocada entre Verónica, 33, licenciada en Comunicación Social, y Cecilia, 35, técnica en Hemoterapia. Era fácil dedicarse a dibujar escenarios y situaciones deseadas sabiendo que iban a disolverse con un parpadeo o un simple cambio de tema. Así podía aparecer un hijo o una hija, alguien a quien se criaba sin condicionamientos de género, en libertad, entre dos que se desafiaban a sí mismas para no quedar encorsetadas en tantos mandatos que modelan a las mujeres, incluso cuando no se reconocen tales sino lesbianas. Ninguna se veía embarazada. Si le preguntaban a Cecilia, ese deseo tenía el formato de “una novia con un hijo, algo que venía en combo. A los cinco años ya tenía clarísimo que nunca me iba a casar ni a tener hijos”. Verónica tampoco podía hablar ni soñar con poner el cuerpo, para ella, militante feminista, la maternidad era un mandato que no pensaba cumplir. Pero los bordes de lo concreto son filosos y saben herir de muerte a la teoría. Ya lo habían aprendido, por supuesto, aunque niños y niñas suelen dar clases magistrales. Vero se remite a un ejemplo concreto, el día que le dijo a su sobrina de seis que esa Barbie que tanto adoraba era la materialización de la imposición machista sobre el cuerpo de las mujeres y bla bla. La niña le contestó sin dejar de jugar: “Mirá tía, a mí me gustan las Barbies, es mi decisión. A vos te gustarán las Chicas Superpoderosas, pero a mí no, las dos nos tenemos que respetar”. Glup, fue el comentario que siguió. Parecía que alguien en la familia había escuchado la prédica cotidiana de Verónica.

Este año en que Cecilia se casó y tuvo un hijo, Verónica le puso el cuerpo a la maternidad, a su modo pero literalmente. Y todo lo hicieron juntas, claro. Como juntas dudan, se cuestionan y se ríen al darse cuenta de que el tiempo vuela cuando un recién nacido está en casa y que ya llegó la hora de otra ronda de tetas para un Vicente con hambre suficiente para un happy hour.

“¿Para qué se van a complicar la vida con algo que ya está resuelto?”, les dijo la misma partera que les abrió la puerta a la posibilidad de compartir la tarea de amamantar al presentarles a una puericultora, Lucrecia Rojas, que lo sugirió. A Verónica el comentario le resultó homofóbico de movida. Sin embargo no ha dejado de insistir en sus cavilaciones. ¿Para qué complicarse? “La respuesta es minuto a minuto. A veces resulta frustrante porque inducir la lactancia lleva tiempo y esfuerzo. Yo quería poner el cuerpo, es una decisión personal que de ninguna manera es necesaria para construir el vínculo. También está el placer, hasta ahora más imaginado que real, de amamantar, de ese vínculo tan carnal. Pero no hay imposiciones. No sabemos cómo va a seguir.” Cecilia se imagina volviendo a trabajar cuando termine su licencia y no tener necesidad de sacarse leche para dejarla a Vicente. Su cónyuge le daría la teta, ella trabaja en casa. Y también se pregunta cómo será el destete: ¿las dos a la vez? ¿Por separado? ¿Quién tomará la decisión? “Siempre creí que dar la teta era algo que responde al deseo de cada madre en particular y también, calculo, en relación con el hijo. No creo que haya plazos ni términos en esto. Más importante que tomar decisiones es tener la flexibilidad suficiente como para modificarlas. Supongo que cada una sabrá cuándo retirar su teta. Pero eso es futuro.” Y para eso hay tiempo. O el tiempo se desmoronará como arena seca, es lo que sucede cuando los chicos crecen, a pesar del lugar común.

Butch/femme

Desafiar la mirada de los otros fue un juego privado entre estas dos mujeres desde que empezaron a pensar seriamente en tener un hijo entre las dos. Era una manera de desafiarse también a sí mismas, de desbaratar eso que cada quien lleva estampado en el cuerpo y que habla de las proyecciones y deseos de otros y otras, de las expectativas ajenas, de lo que se supone debe ser. Querían inventar otra cosa, al menos proponérselo. Y esa intención pesó a la hora de definir quién sería la embarazada de la pareja. La responsabilidad cayó sobre Cecilia. Era la más grande de las dos –un factor que suele influir, al menos para dejar abierta la chance de que la otra también quiera embarazarse a futuro–, pero sobre todo era la butch de la pareja. Así las leía el resto del mundo, así funcionaban ellas mismas. “Nadie podía creer que fuera yo la que gestaba, no era esperable. Yo soy la que está arreglando las cosas de la casa, la que hace fuerza, la que jamás podría ponerse un camisón. Y sin embargo me encontré comprando uno para ir al sanatorio. Es que el pijama suele ser incómodo –o eso te dicen–, lo malo es que los camisones son imposibles. Llenos de volados, transparentes, de raso, imponibles. Yo les decía a los vendedores que ponerme eso era como prostituirme a mí misma, por supuesto no lo entendían.”

“Cuando estábamos de siete meses y todavía no teníamos terminado el cuarto de Vicente, Ceci pretendía subirse a la escalera para terminar de pintar la habitación, no podía creer que no la dejara. Porque para colmo eso es algo que yo no puedo hacer, no me hago la linda, me da vértigo.” En las alturas no, pero por el piso sí. Ceci arrastró su panza todo lo que pudo para terminar la instalación eléctrica de la habitación del pequeño.

Estar las dos comprometidas a dar la teta es lo que faltaba para obligar al resto a refregarse los ojos cada vez que se encuentran con estas madres y su hijo. “Nadie entiende nada”, resume Verónica, simplificando las preguntas que quedan haciendo eco. “Lo primero que genera intriga es cómo es que sale la leche. Lo segundo es si ‘no le hará mal al bebé tomar dos leches distintas’”, dice Verónica. Y la tercera la cuenta la puericultora que las acompaña en este camino: “La preocupación es por la rivalidad entre ellas, por la competencia. Es una mirada muy heterosexual, como si la rivalidad no pudiera surgir por cualquier otra cosa, como quién hace dormir al niño mejor o cualquier otra cosa. También es un poco machista, porque de las mujeres se espera que compitan entre ellas, que se peleen.” Cecilia cierra esa discusión dejando que la respuesta se caiga de madura: “Por un lado el sueño de mi vida nunca fue amamantar, pero además, si siento que está bueno, ¿cómo no voy a querer que ella pase por lo mismo que yo?”.

La paradoja para Verónica es cómo la gente se maravilla frente a la naturaleza de los cuerpos justo en este caso donde la gestación se logró por vía tecnológica. Pero ella misma no dejó de asombrarse el día en que, después de dos semanas de estimulación mecánica –tenía que usar el sacaleches manual tres veces por día–, aparecieron las primeras gotas de leche. Fue justo una semana antes de que naciera Vicente, más o menos por la misma fecha en que se casaron. Hasta los festejos en esta casa parecen venir dobles.

Sobre la acumulación de noticias sabe algo la abuela de Cecilia, una señora de 85 años que, después de la noticia de la inscripción de Vicente en una partida de nacimiento en la que figuran sus dos madres, llamó a su nieta para felicitarla por esta fama repentina:

–¿Y Vero, cómo está? –preguntó la abuela.

–Bien, dando la teta.

(Pausa dramática.) –¿Ustedes me quieren volver loca? ¿Cómo dando la teta?

La explicación fue sencilla, la abuela se rió. Y por supuesto se maravilló.

La familia de Verónica aún está encontrando su lugar en esta historia y eso también pesó a la hora de decidir quién quedaría embarazada. No había ley de matrimonio igualitario cuando empezaron con el tratamiento de inseminación que dibujó dos rayas en un test de embarazo que leyeron juntad como regalo de Navidad –justo el 25 de diciembre– después del tercer intento. “A mi mamá le falta el vínculo biológico, es como que no sabe cómo pararse frente a este nieto. Pero ya irá llegando, aunque le cueste. Ella es una persona muy católica, militante de la Acción Católica, aunque a veces no se le nota. Es interesante en su caso ver lo que produjo la ley de matrimonio: lo que ella repite ahora es por qué toda la vida le enseñaron que algo era incorrecto y de pronto ahora le dicen por ley que no es así. De alguna manera escuchó, nada de todo lo que le dije en mi vida como activista lesbiana le hizo mella, la ley sí.”

Deseo, apego, placer

En el principio de la historia del doble amamantamiento de Vicente está Internet. Páginas sobre las que se navega a la deriva y mientras se va afianzando una idea: el niño empezaba a gestarse en el deseo y había que buscar información. Verónica y Cecilia habían leído sobre la posibilidad de dar la teta aun sin haber parido, pero la habían descartado porque siempre se hablaba de la necesidad de tomar hormonas. Fue durante un encuentro con la puericultora Lucrecia Rojas, como parte de las reuniones preparto, que supieron que las hormonas no eran necesarias. “Las hormonas sólo se necesitan cuando se pretende una lactancia exclusiva por parte de una mujer que nunca ha parido. Pero en este caso iba a ser un complemento y lo cierto es que la leche que pueden producir tanto una como otra es muy similar. Lo que se necesita es estimular de manera mecánica la maduración de la glándula.”

Verónica, además, toma Reliverán, un medicamento que se prescribe habitualmente para evitar las náuseas, que favorece la producción de prolactina. Su cuerpo se modifica como el de cualquier mujer que da la teta: puede no tener la menstruación durante la etapa de lactancia. O sí. Eso depende de cada mujer. Las tetas se tensan, por supuesto. Podría bajar un poco de peso por la grasa que insume la leche. O tal vez no. En definitiva, así como cada mujer elige cómo, durante cuánto tiempo y si amamantar o no a sus hijos o hijas, también sus cuerpos responden de diferente forma. Incluso lo que para una puede ser un beneficio para otras, tornarse en pesadilla.

“Yo no puedo hablar de ventajas y desventajas –opina Rojas–. Es particular de cada mujer. Si hay deseo de ese contacto tan próximo, se puede hacer y también puede ser placentero. Y en tanto se sumen deseo, posibilidad y placer, el niño o niña también lo van a disfrutar. Es bueno para todos.”

Tal vez en el caso de embarazos múltiples es cuando se puede leer más nítidamente una ventaja: “No porque una mujer no pueda amamantar a varios hijos sino porque es difícil emocional y físicamente, es cansador; para algunas puede resultar como un sueño poder compartir esa tarea”, agrega Rojas. “Si podemos advertir alguna desventaja, ésta es cultural. En los hospitales se ve mucho a una abuela dando la teta a su nieto o nieta porque la hija adolescente no puede o no quiere. Lo mismo sucede entre pares. En general eso se evita porque no tenemos certeza sobre la serología –podría transmitirse tanto el virus del vih como el de la hepatitis–, pero sí para el bebé siempre es una ventaja inmunológica la lactancia, sea de su madre o de otra mujer.” Nunca por imposición, insiste la puericultora, “tampoco vamos a creernos el discurso de la supersalud, cada madre, cada familia hacen lo que puede y quiere y eso es lo mejor”.

Vicente toma la teta de su madre Cecilia, de la derecha y de la izquierda. Después se acurrucará contra el pecho de Verónica y seguirá con la tarea de alimentarse. Esa es una rutina que se propusieron por ahora que la tarea principal es que el bebé aumente de peso. Nunca se cumple del todo. El bebé puede quedarse dormido, alguna de las madres estar más cansada que la otra. Tal vez recurran al sacaleche para que las tetas de Cecilia, la madre que parió, den un poco más de sí para los cachetes del niñito. La rutina, de todos modos, no es algo que obsesione a esta familia que se está inventando a cada paso. Cuentan con la seguridad de que están diseñando su camino en libertad y hasta protegido legalmente. Otras certezas se irán buscando o emergerán por si mismas, cada tanto, en medio del mar de dudas que es la vida cotidiana.

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Las manos de las dos mamás y la de Vicente, en una foto tomada por Cecilia.
 
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