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Viernes, 17 de septiembre de 2010

PD

Poner el cuerpo

cartas a [email protected]

Mi nombre es Virginia Cano y soy auxiliar de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Asumo que mi condición docente y lésbica hicieron que me sintiese doblemente interpelada por las preguntas que Marta Dillon pusiese a rodar en su última nota para el suplemento Soy. Hay un interrogante en el que deseo demorarme: “¿Qué efectos puede producir que quien brinde sus saberes pueda hacerlo desde un cuerpo desobediente, que desafía los supuestos de la llamada normalidad que no es otra cosa que la imposición de un deber ser hegemónico?” Asumo que lo primero que querría decir es que no se puede pensar, filosofar, enseñar o educar sin el cuerpo (a pesar de que muchos han intentado disuadirnos de lo contrario). Y esto es algo que, a mi criterio, no deberíamos olvidar nunca. “Los cuerpos importan”, dice Judith Butler, desafiando a toda una tradición filosófica e intelectual que ha negado, forcluido e incluso mutilado esos cuerpos de los que, sin embargo, nunca han podido desembarazarse. Recuerdo cuando hace apenas tres años explicité mi condición sexual en aula, durante el transcurso de una clase de ética. Recuerdo aún la adrenalina (tan útil y estimulante para la tarea docente) que inundó mi cuerpo el día que decidí exponer una de las tantas anomalías que encarna mi cuerpo singular. Recuerdo las palabras cálidas y reconfortantes de algunxs alumnxs a propósito de mi comentario. También recuerdo las molestias que a algunos ocasionó la (supuesta) impertinencia de mi afirmación. No recuerdo el tema de esa clase. Asumo que eso es lo menos importante. Aristóteles, Nietzsche, Foucault, por mencionar sólo algunos, han pensado el cuerpo. A juicio de Platón, “el cuerpo es la cárcel del alma” y según Foucault, “el alma es la cárcel del cuerpo”. Pero como yo soy, en lo que aquí nos ocupa, nietzscheana hasta la médula, estimo que el cuerpo es la “gran razón”, y el alma, “sólo su pequeño instrumento”. De modo que cuando un cuerpo (anómalo) habla, cuando la gran razón pone a su servicio ese pequeño instrumento que teoriza y discute con alumnos muchas veces apasionados y otras un tanto apáticos, lo único que muestra o, mejor dicho, explicita, es la imposibilidad de pensar sin el cuerpo. Lo que mi cuerpo desobediente desafió aquel día no fueron sólo los cánones de una supuesta normalidad (heterosexista), sino ese (pre)juicio y esa directiva constrictiva que piensa que los cuerpos, a la hora de enseñar, no importan. En aquella clase, lo único que a mi juicio reviste aún hoy interés es que tuve la oportunidad de ser un poco más honesta con mis alumnxs o con mis interlocutores (y esto es aún más relevante). Y no porque yo crea que la condición sexual sea algo que debe ser explicitado al modo de la confesión. Ese día fui más honesta porque pude, exponiendo un aspecto singular y constitutivo de mi vida, señalar hacia ese lugar en el que la tarea del pensar y el educar se muestra inextricablemente unida a la de unos cuerpos que importan. Anómalos, hegemónicos, monstruosos, normalizados o impertinentes. Como docente, quisiera posar aquí otra pregunta para que se sume a aquellas que plantease Dillon: ¿qué voces queremos liberar cada vez que, frente a un aula, sea ésta de enseñanza media, secundaria o terciaria, (ex)ponemos nuestro cuerpo al servicio de la educación?

Dra. Virginia Cano
DNI: 27.355.604

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