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Viernes, 19 de noviembre de 2010

PD

Tratame bien

Esta carta es la voz de una madre que pide la palabra por su hija, para que esto nunca le vuelva a pasar ni a su hija, ni a la hija de ninguna madre, ni a ninguna mujer. Este hecho es solamente una muestra más de violencia de género. Que como sociedad todos deberíamos tener el deber de no ser indiferentes. Porque el agravante de esta situación fue que esta vez fue dirigida desde dos mujeres a una mujer. Lo que lo hace más triste aún. El hecho ocurrió un martes por la noche, en el Hospital Fernández. Transfigurada por el dolor, Lourdes, acompañada por sus amigas, fue a la guardia de dicho hospital. Una ginecóloga la atendió con premura, solicitud, ternura y eficacia, haciendo honor a su vocación: la medicina y con un respeto único hacia el ser humano, en ese momento paciente, que era mi amiga. La médica en todo momento estuvo atenta al dolor, teniendo en cuenta que éste se alojaba en una de las zonas más sensibles de una mujer. Allí desde donde se alimenta la vida. Desde la axila hasta el pezón. Como la cuestión se ponía brava derivó a la paciente al servicio de rayos para una ecografía de urgencia. Ahí el maltrato fue evidente y de entrada nomás. Las dos técnicas, indiferentes al dolor, con apuro la urgieron a recostarse en la camilla. Obviando el traspié de que a Lourdes se le habían caído los lentes. Ella tiene visión reducida. En ningún momento hicieron ademán de procurárselos nuevamente. Protestando en voz alta, delante de ella, y mencionando internas hospitalarias, como por ejemplo “seguro que esta médica es residente”, “que no sabe que la eco no se hacía de urgencia” (qué mal que estaremos para no considerar el dolor una urgencia), a pesar de tener en la mano la orden médica que determinaba como inaplazable la ecografía. De mala gana empezaron el estudio, manifestándose en voz más alta y ofuscadamente: “Pero acá no hay nada”. Hasta que un edema y dos nódulos se hicieron evidentes. Tal y como lo habíamos visto todos, profesionales y no profesionales. Una tercera técnica abrió la puerta en plena realización del estudio instando a las otras dos al son de “apúrense che, dale, que está en el Face”... Las que realizaban el estudio no tuvieron empacho en replicar, con voz lo suficientemente audible hasta para los que estábamos detrás de la puerta, esperando a nuestra amiga: “Esperá che, que me mandaron a ésta, que encima es portadora”. En el colmo de la desesperación por el dolor, la humillación, el pudor, la exasperación y la discriminación, mi amiga alcanzó a contestar: “Yo avisé, porque mi deber como portadora es avisar, como el de ustedes es atenderme y tratarme bien”. El tratarnos bien nos cambia la vida. Pero en un lugar donde se atiende a seres humanos dolientes, en los que la vida y la muerte se juegan una pulseada constante, sería un requisito fundamental y excluyente que se exigiera el buen trato. El libro de quejas a veces está inmutable o mudo, porque muchas veces la gente piensa que no vale la pena. Sin embargo, somos muchos los que exigimos lo que damos: un buen trato. Ojalá se nos oiga.

Mónica Beatriz Gervasoni

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