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Viernes, 1 de abril de 2011

LUX VA (O SE QUEDA) A VER EL ELEGIDO

Mala, mala eres

Esta semana, Lux se hundió en su sillón con el cuerpo cansado después de la 15ª fiesta de casamiento en menos de un año y de dos fines de semana de cuatro días en menos de un mes. Control remoto en mano, eligió El Elegido y quiso su ánimo cálido y desbordado que el control remoto se le perdiera. Al cierre de esta edición, aún lo buscaba entre sus partes, sin develar si quien la ayudaba era proctólogx o ginecólogx. Ciertas cosas nunca terminan de aclararse.

Y bueno, en algún momento tenía que parar. Parar en el sentido de detenerme, de descansar, de que nada en mí ni a mi alrededor se yerga, que nada se hunda más que los almohadones que sostienen el zapping en continuado de los días lisos de emociones. Es que después de la temporada de casamientos llega el cumpleaños de Soy y en la redacción ya le están dando a la matraca. Así no hay cuerpo que aguante. Tenía que recuperar fuerzas. Pero no lo logré. Y la culpa fue de ella y sólo de ella. Ella que parecía una mosquita muerta de pelitos largos e insípidos en la novela anterior, de pronto se lo corta, se lo pega al cráneo y te dan más ganas de comerle la boca, de que te rasquen la espalda con uñas largas –y bueno, cada cual tiene sus vicios–; qué hembra, por lxs diosxs, siempre mirando de arriba, siempre ajustada como si le pusieran el trajecito con fórceps y en el escote se le pudiera deslizar apenas algo más que un estilete, ¿mi uñita, mami? La tengo esculpida, limada como me quedó la cabeza después de verla a ella, a Mónica Antonópulos con sus ojitos a media asta bien abiertos y comiéndole el coño a una niña de nariz que hace presagiar cosquillas mejores si te la pone donde se pueda poner. Mónica es Greta, Greta es abogada en El Elegido, el novelón de Pablo Echarri a quien había apuntado en primer término y por quien me despellejé las palmas con energía y sin culpa desde que usaba el pelo por la cintura –él, no yo, que de eso ni me acuerdo–. Pero ahora algo pasó. No sé si fue el abismo de las aletas de la nariz de Echarri donde mi calentura cayó como en pozo oceánico para enfriarse irremediablemente. O que ella es una estrella fulgurante, que si Echarri no se saca el traje apenas es posible mirarlo más que a cualquier otro busto de paspartú de los muchos que abundan en la escenografía, como si el misticismo y la estatuilla fueran uno y la galería de arte –el otro decorado– y la gigantografía también se hubieran unido en matrimonio. Cuestión que me dejé llevar por la desmedida ambición de la abogada, me mojé con su desconcierto tornando a la ira cuando la novia le pide un bebé –¡un bebé!, ¿en qué parte del trajecito le iba a caber un bebé?–, manoteé lo que tuve a mi alcance para tapar el agujero de mi soledad cuando ella llora desesperada al encontrar vacía la caja fuerte que tan bien había alimentado. Greta lloraba de avaricia y yo de lascivia, fabulando con pasarle la lengua entre los homóplatos mientras sentía adentro, bien adentro la proximidad de un final que se aguó de inmediato cuando noté que la novela había acabado al mismo tiempo que yo y lo que quedaba en la pantalla era la descerebrada de Silvina Luna hablando con su voz de pito sobre temas desconocidos. Y todavía no puedo hacer zapping, lo que había manoteado en el furor por ella era el control remoto y en mis remotas entrañas todavía están las teclas que podrían liberarme ¿Quién se animará a ir en su busca?

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