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Viernes, 6 de mayo de 2011

La mujer de la casa

 Por Juan Manuel Burgos

Lo veo acomodarse boca abajo sobre la alfombra, serpentea y para el culo, da vuelta la cabeza hacia atrás para cerciorarse de que lo estoy mirando:

—Escupime machito, escupime pendejo.

Me implora y deja la boca abierta con los labios inflamados y tensos hacia afuera, los ojos también hacia afuera recorren mi cuerpo buscando la extremidad más pertinente.

Su pene flácido babea un poco y deja una aureola en la alfombra. Se lo hago notar para humillarlo, lo escupo varias veces, lo pisoteo.

Me pregunto qué sostiene tanta humillación, ¿mi temprana edad? ¿La diferencia de clase? ¿cada uno de sus pacientes infelices? Un trueno me vuelve al sitio, instantáneamente respondo (al trueno) extendiendo el pie todavía enfundado por la zapatilla y le separo los cachetes del culo (al tipo).

Mi cabeza vuela nuevamente y pienso que si se larga a llover muy fuerte no podré volver a casa, ¿su sommier es Queen o King?

Otro fenómeno, esta vez de orden fisiológico, me devuelve: lo estoy meando. Llueve.

A las cuatro y treinticinco damos todo por concluido, no ha parado de llover y él me invita a pasar lo que queda de la noche abrazados —no todo puede ser tan duro bebé— malhumorado comienzo a juntar los preservativos.

—¿Qué estás haciendo?

—Juntando todo esto para tirarlo, es un asco.

—No te preocupes bebé, dejá eso y vení acá conmigo, mañana me encargo.

—No tengo drama en juntarlo, de verdad.

—Dejá eso, en serio te digo.

—Pero… ¿por qué?

—Porque sí… Porque me da vergüenza que juntes vos los forros, está todo sucio. Vení acá.

—Okay.

Me acuesto a su lado, intenta besarme, pero se detiene, supongo que se dio cuenta por algún gesto que hice que no deseaba tener ese tipo de contacto.

Me acaricia el slip.

—¿Te molesta?

—No…

Me baja un poco el slip.

—¿Está bien así?

—Sí…

Cierro los ojos. Siento la humedad de su boca. Me gusta.

Su presencia es tan fuerte que hasta en el sueño aparece, escucho voces conversando: abro los ojos, me incorporo medio dormido y desnudo, me cubro urgente con la almohada. Una señora con un plumero está frente de mí, no me mira, me ignora por completo, sólo lo mira a Ernesto a la cara y asiente con la cabeza a todo lo que éste le indica.

—¿Y bebé?… ¿cómo dormiste? —me tira una toalla que tenía en las manos— date una ducha y vamos a desayunar que Elvira trajo un budín exquisito, así de paso la dejamos sola que tiene que acomodar la pieza —ahora dirigiéndose a ella agrega— Elvira: él es Juan.

De todos modos ella continúa sin mirarme, me ignora, ignora que estoy desnudo, que soy un pendejo de 17, que podría ser su hijo, que podría vivir en su barrio, que soy uno más de los que amanece en esa cama y prueba su budín. Ignora de quién es el semen y de quién la bosta de uno y otro lado de los profilácticos.

Tengo náuseas, ahora sé cómo se sostiene toda esa humillación, qué cuerpo y qué rostro la soporta, conozco su respiración silenciosa y correcta. Su nombre es Elvira, la mujer de la casa.

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