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Viernes, 16 de diciembre de 2011

SOY POSITIVO

Cola de paja

 Por Pablo Perez

Desde aquella vez en que mandé a la mierda al médico de la obra social porque, al faltar una fecha, no quiso autorizarme una receta para la medicación antirretroviral, me quedé con la idea de que si tenía que hablar con él de nuevo, se vengaría de mí. No sólo lo había mandado a la mierda sino que, además, cuando referí aquel episodio en una de estas columnas, lo traté de “loca vociferante”. Aunque no mencioné su nombre, me quedé pensando que tal vez había leído la columna y se había reconocido. Durante mucho tiempo no nos cruzamos: cada vez que llevaba una receta, la recibía una empleada, la llevaba a su despacho y me la devolvía autorizada.

Hace una semana, después de diez días sin medicación y de haber ido a reclamar dos veces a la farmacia, fui a la obra social para averiguar qué pasaba. Mientras esperaba en el pasillo, lo vi llegar. “Ah, vos sos ése al que un día le hice mal la receta...”, me dijo socarrón. Se equivocaba, pero no me convenía recordarle aquel episodio. Esta vez iba decidido a no perder la calma; no levantaría la voz, ni insultaría a nadie. Le expliqué con serenidad cuál era el problema: había entregado la receta en la farmacia hacía dos semanas, y hasta la fecha no había recibido los medicamentos, una medicación que, todos los médicos insisten, no se debe interrumpir. “Ah, ése es un problema de la farmacia —contestó—. ¡Los voy a sumariar!” Respiré hondo y dije: “El farmacéutico me dijo que había llamado dos veces al distribuidor para hacer el reclamo”. “Esperame”, dijo y desapareció.

Me sorprendió su actitud tan amistosa al volver a la ventanilla de atención al público. “Tenías razón. No era un problema de la farmacia. Ya está solucionado. Esta tarde podés pasar a buscar la medicación.” “¿Y cuál era el problema?”, pregunté. Revoleo los ojos y una mano. “Ayyy, mirá, no importa... ¿Trajiste la receta para el mes próximo?” “No, no pensaba que...” Se puso a gesticular detrás del vidrio como para decirme algo que nadie más debía escuchar. Yo intentaba descifrarlo, pero no entendía nada y, además, sus labios abriéndose y cerrándose entre la barba y el bigote empezaban a darme morbo. “Disculpame, no te entiendo”, dije. Me hizo un gesto para abriera la puerta y pasara de aquel lado de la ventanilla. Nuestras barbas casi se rozaban y mis latidos acompasaban mis ganas de estamparle un beso en la boca. Ahí me dijo susurrando que, cuando volviera, le llevara las recetas de diciembre y enero para ahorrarnos tiempo, que él se encargaría de corregir las fechas. ¿Qué había cambiado desde aquella vez cuando por una fecha que faltaba no me había autorizado una receta? ¿Habrá notado que en todo este tiempo estuve yendo tres veces por semana al gimnasio y está intentando seducirme? O tal vez sí leyó la columna y eso lo hizo recapacitar y se propuso ser más comprensivo. O simplemente, como yo, tenía cola de paja.

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