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Viernes, 1 de agosto de 2008

ENTREVISTA > ERNESTO MECCIA

Crónica de una muerte anunciada

El sociólogo Ernesto Meccia analiza en el primer artículo de Todo sexo es político (compilado por Carlos Figari, Mario Pecheny y Daniel Jones; El zorzal) la muerte de un amigo, víctima de un delincuente sexual. Esta especie de réquiem no sólo para Tommy, sino para toda una época, pone en evidencia las paradojas que enfrenta la diversidad sexual hoy. ¿Dónde es más fácil vivir? ¿En el pasado de discriminación rabiosa o en el presente de rabioso consumo?

 Por Liliana Viola

¿Quién era Tommy?

—Tommy no se llamaba así. Puse ese nombre de fantasía, para preservar la intimidad de mi amigo. Era gay, tenía más de 50 años, un exitoso profesional del campo jurídico, estaba en una óptima situación económica. Era brillante, gran humorista, inteligente e irónico. Conmigo funcionó como una especie de maestro cuando me vine a Buenos Aires. Yo tenía casi 20 menos que él, fui algo así como uno de sus tantos discípulos. Pero últimamente las cosas habían cambiado. Ya no tenía seguidores y ejercía cierta soberbia a menudo hiriente para los pocos amigos que le quedaban. Tommy tenía un pene descomunal que le deparó los placeres más exquisitos, posesión a la que aludía con eufemismos salvo en los últimos tiempos en que nos vimos, cuando ya había pasado los 50 y pretendía que este don le abriría puertas más allá, por ejemplo, de la sexualidad de sus posibles partenaires. Lo encontró el portero muerto en su casa de Barrio Norte, atado de pies y manos y con la cabeza recubierta con una bolsa de nylon. No muchos se extrañaron de su muerte.

¿Vos tampoco? ¿Por qué?

—En los últimos dos años había sido cuatro veces víctima de la violencia social perpetrada por improvisados prostitutos callejeros o electrónicos. Se lanzaba a estas peligrosas incursiones de un modo compulsivo. Había algo en él que insistía en forzar el peligro, algo desfasado.

Estás sugiriendo que Tommy buscaba la muerte o al menos una resolución violenta... ¿Por qué haría algo así?

—Mirá, en este punto pienso en Entre las cuerdas, un libro donde Loïc Wacquant hace una etnografía sobre los gimnasios del ghetto negro de Chicago donde la gente aprende a boxear. Allí dice que el boxeador se da cuenta de que se quiere retirar cuando empieza a sentir que los golpes le duelen. Y yo creo que esto condensa lo que le pasó a mi amigo. Porque mientras la discriminación lo golpeaba, creo que en lugar de sentir el dolor del golpe, sentía un impulso vital para resistir. Y así forjó su personalidad, como una suma de actos “en contra de”. Durante mucho tiempo fue, entre comillas, exitoso en su intento y en su relación con los más jóvenes, que lo veían como un maestro. Lo que intento exponer es que el contexto que dio origen a su personalidad madura (el de la gran discriminación), de pronto se extinguió y que él no encontró un lugar en el mundo, como si alguien hubiera tirado desde los extremos de la alfombra sobre la que estaba parado. No pudo hacer el paso de la época de la clandestinidad a la del tibio reconocimiento social (o de la discriminación líquida) que hoy afecta a la comunidad nuestra. La vida le comenzó a doler como un golpe, paradójicamente, cuando dejó de golpear tanto.

Es una imagen un tanto romántica...

—Puede ser, pero no es sólo eso. También es una imagen sociológica: es responder, como uno sabe o ha sido preparado, a un mundo que cambió los códigos. Hay saunas, hay lugares seguros donde tener sexo hoy, la oferta es muy grande... pero Tommy seguía jugando con la clandestinidad: era el mundo donde él había aprendido a vivir.

Hay algunas imágenes que me ayudan a entender este drama. En Rocco y sus hermanos, Annie Girardot se enamora de Alain Delon, el más “recto” de esa familia que cuando descubre que ella había tenido una relación con su hermano, Renato Salvatore, la conmina a que vuelva con él. Y ella vuelve, pero la vida ya no tiene sentido. Y Visconti lo refleja en esa imagen tremenda donde ella está parada contra un poste de luz, la muestra de espaldas, se ve algo así como una cruz, ve venir a Salvatore y le abre los brazos, como entregada, sabiendo que viene a matarla. Es insoportable la vida sin sentido.

¿No pensás que a tu trabajo se le podría criticar que estás poniendo la responsabilidad en la víctima?

—Ha habido algún lector que me criticó la última frase del artículo donde digo: “Trágicamente, fueron los delincuentes sexuales los encargados de devolverle la sensación de que no era igual a los demás. El los fue a buscar. Tal la silenciosa y demoníaca vocación diferencialista que la discriminación alguna vez ancló en su psiquis”.

Pongo el acento en una de las consecuencias de la discriminación. Además hablo de “delincuentes sexuales”, ni siquiera los denomino taxiboys. Sin duda, la responsabilidad es del asesino. Pero, por otro lado, en algún punto, yo, como sociólogo, tengo que animarme a pensar que esta persona que resistió la discriminación y luego no encontró un lugar, en algún punto buscó lo que estaba acostumbrado a buscar, la diferencia. Yo me pregunto: ¿No podemos llegar hasta ahí? Es complejo para pensar. Me gusta llevar la sociología hasta esos extremos.

¿Y hasta qué extremo quisieras llegar con esta hipótesis?

—Es difícil ponerse en la piel de la gente que vivió esta clase de experiencias, entre dos mundos. Sé que han merecido muchas críticas -–por ejemplo— los biógrafos de Pasolini que dejaron entrever una pulsión de resistencia mortal en sus últimos días, pero también a veces me pregunto si no estamos últimamente con muchas versiones de fábula acerca de las cosas que suceden en el mundo de la diversidad sexual. No sé hasta qué punto queremos ser capaces de vernos a fondo.

¿Qué sería una versión de fábula?

—Pretender que las cosas están bien de un modo y no de otro. Que hay buenos y malos, progresistas y conservadores, alienados y gente que está liberada dentro del mundo gay. Prefiero pensar todo en términos complejos, de procesos sociales que nos pueden llevar a situaciones muy paradójicas. A esto voy con que no quiero fábula social: no quiero decir que porque viviste en la época de la represión más absoluta tenés más sabiduría y sos moralmente más elevado. Quiero ver qué paso con la gente que hoy tiene cerca de sesenta años, que la ha pasado muy mal y hoy ve que todo es muy “fácil”, sobre todo gracias a un circuito asqueroso de consumo del que resulta que están afuera otra vez, ahora porque tienen sesenta años.

¿Cuáles son los presupuestos que te resultan más engañosos cuando hoy se analiza la diversidad sexual?

—Hay quienes reivindican la cultura de los baños como un gesto de resistencia. Como si la homosexualidad estuviera destinada a ser un frente de resistencia política. Para mí eso es un presupuesto. Habrá que comprobarlo. O quienes suponen que aquello era un horror. Son posturas. A mí me gusta que la Sociología exprese al sujeto con todas las ambigüedades, los recelos, las contradicciones. Creo que es un gran desafío que tenemos quienes investigamos la diversidad sexual, aunque advierto en muchos estudios una cadencia de ONG. En este punto creo que hay que ponerle un oído muy especial a la gente mayor. Creo que fue Foucault quien decía que estaba muy bien el florecimiento de emprendimientos y de visibilización pero que cuando leía las revistas de la comunidad, veía que no estaban hablando de un gay como él, no se reconocía en las fotos de musculosos y apolíneos.

En tu libro La cuestión gay también hacés una distinción entre los gays que tienen menos de 40 años y los que fueron “homosexuales” y pasaron por otras experiencias.

—Es que acá tenés otra paradoja: la era de discriminación más espantosa era paralela de una cosa más fraternal, la cultura de las teteras. Era recorrer la calle y en diez cuadras a la redonda te encontrabas con tus pares, te daba una sensación de pertenencia calórica a un comunidad que hoy no la sentís. Por ejemplo, hace dos años fui con un amigo a Playa Escondida de Mar del Plata, era diciembre antes de Navidad. Con esto quiero decirte que no había casi nadie, más autos que gente. De repente se desató una tormenta. Y yo, que no tengo auto, salí de allí caminando. Bueno, los autos nos pasaban como postes. Esto es una perfecta postal del presente, completamente inimaginable en la década del ochenta. La pregunta se cae de madura: ¿cómo pueden convivir en una misma psiquis imágenes tan contrastantes?

¿Lo decís con cierta nostalgia?

—Sin dudas con algo de nostalgia porque siento que hoy vivo en un mundo de extraños. Yo viví en parte las dos épocas. Igual me pregunto: ¿No estaré endiosando el pasado por un ataque de nostalgia? Creo que más allá de eso, podemos pensar en un fenómeno donde se produce la extinción de la colectividad y al mismo tiempo el nacimiento de la homosexualidad como categoría social.

Y al mismo tiempo, se podría sumar, se desdibuja el sida como amenaza de muerte. La prevención parece ahora sólo un discurso de ONG y usar preservativos algo pasado de moda. ¿Se podrá leer aquí, como en el caso de Tommy, un juego con el peligro, con las normas, con algo que pueda ser estudiado por la sociología?

—Bueno, acá me tocás un tema... ¿cuánta gente estará cansada de seguir cuidándose veinte años después? Veinte años... ¿cansancio o juego con el peligro? Francamente, no sé qué responder, lo único que podría decirte es que todo aquello que está relacionado con el sexo es un espacio donde el control tiene una cabida muy provisoria.

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Imagen: Sebastián Freire
 
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