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Viernes, 6 de enero de 2012

A SU SALUD

Si mi sangre marica...

 Por Alejandro Modarelli

Si mi sangre contribuyera en algo a su recuperación pronta, sería yo el primero en ofrecerme al picotazo de la jeringa, porque sangre sobra en la enormidad pitufa de mi cuerpo, aunque me nuble la visión verla brotar: es que así somos los fóbicos a lo cortante, por no decir que así somos los cagones. Pero tratándose de usted, quisiera llenar ya un tubo con mi sacrificio, vaya uno a saber si esa nadita de mis venas ayuda a la recuperación de un cuerpo nutricio como el suyo, una biología individual que desde que está en la Casa Rosada se ha transformado en biología comunitaria. Y usted ha enseñado que sobre el concepto de comunidad cabalga lo diverso pero sobre todo, el deseo de igualdad. Sin eso, sólo existirían la fuerza del privilegio y las imposiciones del más fuerte.

En La Cámpora (en la comunicación política, digamos) el lenguaje épico precisa de los lugares comunes, y en los últimos afiches pude leer que la consigna invocada esta vez es “la sangre por Cristina” y —a tono con los carteles de la campaña presidencial— el remate es “la fuerza de la sangre”. Dar sangre el 4 de enero es incorporarse a una gesta poética colectiva cuya metáfora originaria es el cuerpo argentino purificándose a través de una ofrenda simbólica a la Presidenta, que padece cáncer. También se escribe en esos afiches que la solidaridad “es la ternura de los pueblos”. Yo, como todos, soy solidario sólo a partir de la conciencia de mi propia vulnerabilidad. Lo demás —creo— es mera limosna que deja caer aquel que se cree invulnerable. Además, le cuento, dentro de ese todo llamado pueblo pertenezco al conjunto social arbitrariamente denominado minorías sexuales, y ya se sabe que venimos de siglos de oprobio, vidas precarizadas por la opinión mayoritaria, reflejo del supuesto saber de los que mandan. Ni mucho menos hubo ternura de los pueblos que nos arropase cuando desde el Estado nos encarcelaban por esa manía de no ser célibes, y en las escuelas unas maestras sonreían si los compañeros se burlaban de nuestras piernitas de gacela cruzadas. Ni, mucho peor, cuando al comienzo de la epidemia del VIH-sida nos recubrieron de nuevo, como en las pestes medievales, con la retórica del exterminio. Por eso mismo, señora mía, conozco mejor que otros argentinos el valor de ser solidario cuando el cuerpo del prójimo se enferma o se inscribe como abyecto en el catálogo de las ciencias morales y las médicas, que tanto se superponen. Me acuerdo de un cuento de Charles Dickens, “El amigo común”, donde en el espectáculo de su agonía el cuerpo se vuelve de pronto objeto empático incluso para quienes lo aborrecieron y condenaron a muerte. Solidaridad de último momento, para quienes ven partir una vida.

Cuando ayer fui a entregar mi sangre de rarito a la gesta colectiva (porque a pesar de tanta injuria sufrida en nombre del bien común sigo siendo un ciudadano tierno), me encontré otra vez contra el paredón de la ley: no puedo donarle sangre, Cristina, ni a usted que brilla mejor que una drag queen en la constelación de mis afectos políticos, ni a nadie. Es que, en tanto puto, soy un cuerpo riesgoso para los hematólogos de la burocracia. Dentro de la declaración jurada que no tuvo sentido completar en la sala hospitalaria, había un ítem que me condenaba: “Si usted es un hombre que tiene sexo con otros hombres”, o “parejas ocasionales en el último año” no puede donar. O sea, los usos sexuales del recto sin protección, o el afán por beberse el humor blanquecino, en varones o en mujeres, no sería para los hematólogos la causa invocada para la negativa, sino que es la homosexualidad misma (la sangre conceptual de la homosexualidad) la que transporta un veneno imposible de ser aislado. Ni siquiera se aviene a las nuevas tecnologías de testeo que han acortado a muy poco el período ventana. Así, el preservativo deja de ser una funda igualitaria y, parecen decirnos, no da lo mismo que lo utilice un heterosexual que un gay. ¿Será que nuestro semen no reconoce barreras materiales?

En fin, señora, mi intención era cumplir con aquella premisa que acredita que “dar sangre es dar vida”, pero no es mi sangre la vía autorizada. Ya encontrará usted dadores heterosexuales, de todos modos. Que los hay. Quien dice que después del matrimonio igualitario, de la ley de identidad de género, no sobrevenga además la igualdad para poder donar sangre. La sangre del pueblo es solidaria, pero también es variada. Por ahora, me quedo a la espera de tiempos mejores, sin ofrecer los brazos trémulos a las jeringas y con ganas, le cuento, de hacerme un tatuaje en la lola izquierda, pero con jena. l

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