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Viernes, 16 de marzo de 2012

Los últimos días de la víctima

Aquel poema que Pepe Cibrián Campoy leyó hace dos años en el Congreso era apenas una parte de Marica, la obra conmovedora que estrenó hace unos días en el teatro El Cubo. Solo, en un escenario vacío, Pepe reinventa los momentos finales de Federico García Lorca en diálogo con el verdugo que lo va a fusilar mientras construye una detallada arqueología de la loca, la marica de antes, esa hija de la madre patria.

“La decían en todos lados, en mi casa también, y dicha con mucha mayúscula. Yo recuerdo a mi abuelo parándose así (saca pecho), diciendo a los gritos: ‘¡Es un MARICA!’ o ‘Pues aquél no es más que un pobre MARICA’. A mí eso me pegaba con una violencia terrible cuando era muy chico, antes incluso de que supiera qué iba a ser yo. Cuando lo supe, ya adolescente, fui llorando a hablar con mi padre, muerto de culpa y vergüenza, pero ahí usé la palabra homosexual, ‘creo que me gusta... Creo que soy homosexual’. ‘¿Y qué?’, preguntó él. La palabra marica, maricuela, maricón, venía de España y prácticamente era el único insulto soez y brutal para las personas gays, no había la cantidad de insultos que hay aquí y ahora.”

¿Elegiste ponerle Marica a esta obra en una especie de contrahomenaje a aquellos gritos de tu abuelo?

–No la iba a llamar “Homosexual”. Esa palabra, guste o no, no es peyorativa, define una orientación sexual, no sirve para insultar, nunca vas a escuchar que alguien grite: “Qué pedazo de homosexual”. Y es un homenaje a mi padre, que me enseñó cómo encarar la vida de frente. Jamás fui humillado, en todos estos años, jamás recibí una falta de respeto. Cuando salía tanto en televisión en los meses anteriores a lo de la ley del matrimonio, lo máximo que me dijeron unas señoras fue: “Usted va a tener que rendir cuentas allí arriba luego”. No es tanto.

¿Por qué lo hablaste primero con Pepe y no con tu madre?

–El que mandaba en casa, el que marcó tanto a mi madre como a mí, fue él. Mucha gente cree que era Ana María Campoy la que tenía las riendas, por su personaje de televisión, porque él era muy callado. No era así en casa. El se retiró muy deprimido, decepcionado de la televisión, y eso que se fue antes de que llegara Tinelli. Pero siempre fue el primer actor, en teatro y en cine, el que era convocado y señalaba papeles para mi madre. Y me dijo esa frase que he repetido tantas veces, “se es hombre en la vida y no en la cama”. Y yo que entré angustiadísimo, salí muy tranquilo de aquella conversación. Para siempre.

En Marica, el padre de Federico representa la sabiduría y también la represión. Es el que le dice a la madre que el hijo que tiene en el vientre ha nacido muerto, como todos nosotros, y también es el que lo acorrala con la pregunta más temida y llena de metáforas horribles: “Están diciendo de ti... Dicen que eres un junco... Dicen que no eres muy sólido edificio...”

–Sí. Ese hombre en parte es mi padre también. En la obra es el padre el que cuando el hijo nace piensa en la muerte y cuando ha muerto tranquiliza a la madre con ternura, “No creas, mujer, tan sólo le han dado un sueño” y es el que predice lo que luego pasó: “Sé que está aún más vivo que cuando rompió sus dientes, pues es la gente quien clama las voces y esas voces nunca mienten”.

¿Tu madre lo entendió alguna vez?

–Le costó mucho. Mi padre me contaba durante años que volvían sobre el tema y que él le decía: “Basta con eso, mujer, deja de preocuparte que no es nada”... Años.

Pero no debe ser casualidad que la última vez que pisó un escenario fue con vos, en una obra tuya que se llamaba La importancia de llamarse Wilde, donde vos hacías de Wilde y ella de la mamá de Wilde. Se sabe que la madre vestía a Wilde de nena cuando era chico, que fue una figura importante para su vocación teatral, que él sufre por ella, que no le permite presenciar el juicio. Te has dado tus gustos poniéndote en la piel de Wilde y ahora de Federico. Si ella no lo entendió, lo tuvo que entender sobre el escenario.

–Sí, eso fue maravilloso aunque fue un fracaso de público, tenía música de Mahler, pero no era un musical. Sobre todo, creo que con esa obra le alargué un poco la vida. Porque ella estaba mal, se había caído, pero venía en silla de ruedas a los ensayos con un entusiasmo increíble. Y sí, éramos un poco nosotros y un poco los personajes. De hecho, a veces, pobre, se olvidaba la letra. Igual era estupenda, no sabía el texto pero sabía el contenido de lo que tenía que decir, entonces empezaba a hablar en esa dirección e iba redondeando hasta darme el pie. Yo, obviamente, la quería matar y ella entonces ahí mismo, en el medio del diálogo, me decía: “Perdóname, Oscar, por favor, perdóname”.

Circula desde hace décadas una anécdota en la que Mirtha Legrand, en su programa, le pregunta a la Campoy si son ciertos los rumores de que vos sos homosexual y tu madre le responde algo así como “¿Y por qué no le preguntás a tu hijo?”. ¿Es leyenda o pasó de verdad?

–Nunca ocurrió.

Siempre sale alguien jurando que vio ese almuerzo.

–Mirá, estaría en YouTube, alguien lo tendría que haber grabado. Además, pensemos que la Mirtha de entonces no es la de ahora, no es la que le dijo esa aberración a Roberto Piazza sobre si las parejas gays podrían violar a sus hijos adoptivos, aquella Mirtha jamás habría preguntado algo así. Y de haberlo hecho, mi madre, no tengo dudas, le habría contestado algo más inteligente que eso. De hecho las dos, en sucesivos almuerzos, hacían referencia a la anécdota falsa en forma muy sutil y se reían de eso.

De todos modos, un rumor no es menos que una verdad, en términos de su influencia. Especie de patrimonio espiritual de una nación, la leyenda urbana, aseguran los antropólogos, carga con la responsabilidad de un prejuicio compartido, se lleva puesta toda reflexión y avanza con más virulencia que un dato. Digamos que una especie de Fuenteovejuna, para seguirle a Pepe la veta española, se atrinchera tras las historias dudosas que se echan a correr. ¿Qué morbo colectivo habrá llevado a construir ese supuesto diálogo en el que dos madres famosas y ejemplares se echan en cara la homosexualidad de sus hijos? Danielito Tinayre, el veterinario sin rostro público del que jamás se hablaba, Pepito Cibrián, con sus collares, sus comedias musicales, discreto sobre su vida personal, pero ubicable en el clisé del marica, los dos aparecen expuestos en esa leyenda atacados a mansalva y finalmente recogidos en el closet por la fiereza materna.

¿Por qué pensás vos que habrán inventado esa escena?

Pepe mira al cielo, revolea los ojos y cuando baja la vista dice “no lo sé”. Esta respuesta se repite varias veces en la conversación. El respeto a sus mayores y el culto a la intuición y a la inspiración se exhiben como joyas, botín de herencia.

–No lo sé, me surgió de adentro, la escribí en veinte días, sentí que lo tenía que hacer, salí a enfrentar las cámaras sin pensar en las consecuencias, empecé la obra por el final porque de pronto me surgió esa necesidad de decir “Tiren al centro, marica/ que dio a luz obras maricas/ y traten de que al hacerlo/ me olvide un mundo marica”.

¿Bronca?

–No sé qué me inspiró, pero sin duda, cuando escuchás que digo “Acribillen genitales/ que a maricas endulzaron/ y al hacerlo que me exploten/ como frutillas... maricas”, no hay dudas de que sí, tenía mucha bronca. La vida de Lorca la investigué mucho, pero también te digo que me puse a leer ese libro del inglés Ian Gibson y me aburrí. Me dejé llevar por mi intuición. Si me preguntás por la métrica, la rima o el tono español, no sé... Bueno, no es que no sé, es que ésa es la música que yo escuchaba en casa, ellos todos hablaban así.

El señor de los anillos

Y es así. Pepe Cibrián Campoy se crió, podría decirse, en una sucursal de la gramática española. En su casa estaban sus abuelos paternos, que habían sido grandes actores en España, con compañía propia y que llegaron aquí corridos por el franquismo. Eran amigos personales de Saulo Benavente y en esta casa se reunían con amigos tales como Alejandro Casona, Rafael Alberti, Antonón, el gran escenógrafo, Margarita Xirgu, Lola Membrives.

–Mi abuelo paterno era un hombre muy comprometido con la República, se fue de España en el último tren que salió para el exilio a Perpignan. Si no lo tomaban, estaban muertos, porque los franquistas ya estaban entrando a Barcelona y él no se quería ir, de bruto. Mi padre, con 19 años, estaba peleando en la batalla del Ebro y justo le habían dado una pequeña licencia por enfermedad. Fue mi abuela la que dijo que tú vienes o te quedas, pero yo me voy con mi hijo. Y por eso vinieron. Ella tenía muchas joyas valiosas, le gustaban tanto que además tenía una colección idéntica de copias que usaba en las giras. Cuando decidió venir agarró un mantón de Manila que luego se lo regaló a Naty Mistral y la caja de joyas falsas. No trajo más que eso.

¿De allí vendrá tu debilidad por la bijouterie? Una de las primeras sorpresas en Marica es verte aparecer vestido de estricto blanco, descalzo, sin más escenografía que una silla Thonet. ¡Ni un anillo!

–Para las cosas importantes no llevo anillos ni collares.

¿Cuáles han sido esas cosas importantes?

–Cuando me casé con Santiago, para los estrenos de mis musicales, para representar a García Lorca, y últimamente para las entrevistas, porque siempre terminan preguntándome por los anillos y collares.

“Creo que voy a usar cada vez menos alhajas, te diría que pronto ninguna”, dice Pepe y cuatro horas antes de entrar a escena baja del auto que lo trae desde su casa de Pilar conducido por Santiago, esposo, arquitecto, autor del afiche que promociona la obra, asesor de su vestuario, o mejor dicho, “asesor en todo”, dice Pepe. Lo reciben con besos en la boletería y se escuchan gritos de asombro por los nada discretos anteojos que trajo hoy color naranja, un ojo con marco redondo y otro con marco cuadrado. Se sienta para empezar la conversación y llaman la atención sus manos, menos anillos, es cierto, no llegan a la media docena, pero el tamaño y el colorido de esos animales mitológicos, elefantes y brillos que le cubren casi por completo la mano hipnotizan a cualquiera, incluida una cronista que acaba de ser advertida sobre la trivialidad de insistir en esa pavada, ¿o sello de fábrica?

Un amigo de tu infancia me contó que cuando eras chico jugabas siempre al faraón y que ya entonces, a los 10 años, tenías las manos llenas de anillos.

–Es cierto, mi tía me había hecho unos anillos con brillos y piedras. En una época mamá puso una boutique en la calle Alvear y yo ahí, entre telas y costuras, jugaba a los faraones con mis amiguitos que hacían de esclavos y soldados. Es cierto, siempre me quedaba con el papel del faraón, pero eso en la infancia, después, siempre esclavo.

Maricas buenos y malos

García Lorca fue uno de los primeros en incluir la palabra “marica” en un poema. La habrá escuchado mucho, en su cara o en su espalda. De hecho, un crítico enemigo lo inmortalizó como “Federico García Loca” y algunos biógrafos aventuran que ya en la escuela los chicos lo perseguían con el apodo “Federica”. “Para buscar mi infancia, ¡Dios mío!, comí naranjas podridas, papeles viejos, palomares vacíos y encontré mi cuerpecito comido por las ratas en el fondo del aljibe con las cabelleras de los locos”, escribió en un poema (“para que conozcas mi estado de ánimo” le dijo a un amigo) y que nunca publicó. Su primer “marica” aparece en 1924, en la canción “El mariquita” (El mariquita se peina en su peinador de seda/Los vecinos se sonríen en sus ventanas postreras.) Es una versión pintoresca que no está entre sus mejores logros, ofrenda de ternura y distancia a ese pobre estereotipo del afeminado del cual él hace un esfuerzo loco por escapar. Muchos años más tarde, lejos de casa y ya famoso autor del Romancero gitano, regresa la palabra “marica”, pero, ya no tiene gracia ni perdón. Son los años ‘30 y Federico es “el poeta en Nueva York” que con la ayuda del alcohol, de otros amigos homosexuales guías en el hervidero de Harlem, de los bares abiertamente gays y los marineros disponibles se asoma a una posible libertad aunque además está sufriendo por un amor no correspondido y sintiendo la traición de amigos como Dalí. Escribe crudamente sobre el deseo y los ardores del sexo entre hombres y a su vez diferencia dos tipos. En su “Oda a Walt Whitman”, homenaje a un poeta nacional que ha hecho su propia celebración del sexo masculino, aparecerá la marica como lacra, la perversión y el asco, son “los maricas/ turbios de lágrimas,/ carne para fusta,/ bota o mordisco de los domadores”. Por un lado están ellos, “¡Maricas de todo el mundo,/ asesinos de palomas!/ Esclavos de la mujer,/ perros de sus tocadores!/ Abiertos en las plazas con fiebre de abanico” y del otro lado están “los confundidos, los puros, los clásicos, los señalados, los suplicantes”. Injusto será interpretar este rol de fiscal que se inventa como una agachada, sobre todo pensando que lo está escribiendo y publicando cuando todo se ve perdido y los autoritarismos se adueñan no sólo de España sino de Europa, y todavía el amor era más de Wilde que de Milk, no osaba decir su nombre. El poeta Luis Cernuda opina que está aquí dando voz a que lo era la razón misma de su existencia y de su obra, su ambigüedad resultó contraproducente en la totalidad del poema, “el efecto es el de ciertas esculturas inacabadas porque el bloque de mármol encerraba una grieta”. Habrá que reconocerle, entre otras cosas, gesto adelantado de señalar el closet como espacio familiar, mucho antes de que la palabra integrara el vocabulario de la militancia: “Por eso no levanto mi voz, viejo Walt Whitman, contra el niño que escribe nombre de niña en su almohada, ni contra el muchacho que se viste de novia en la oscuridad del ropero, ni contra los solitarios de los casinos que beben con asco el agua de la prostitución”. La versión de Cibrián de este poeta que fue tan ambiguo como lanzado, tan sufriente como orgulloso, retoma su letanía, que sobrevuela lo políticamente incorrecto, lo lascivo, lo ingenuo y la denuncia. Para Cibrián, Marica somos todos: Cristo por proteger a los débiles, la madre por parirlo, el padre por dar el semen, Galileo por ver el mundo redondo, los asesinos por asesinar y los muertos por maricas. La palabra llega un momento en que pierde sonido y sentido, se vuelve ajena, linda, nada. A su vez, al imaginar una serie de situaciones y encuentros, va construyendo no sólo una biografía soñada que va de la calentura a la hoguera, sino una arqueología de la loca de la primera mitad del siglo XX.

Parecería que en cada escena estuvieras marcando ciertos hitos de la vida homosexual del siglo XX. ¿Tal vez hay algo autobiográfico? La nostalgia romántica por el primer amor, el himno idealizado y culposo de los mingitorios, el deseo por el heterosexual, el miedo a la condena, el ego del artista más sensible que ninguno.

–No es romántica esa nostalgia del primer hombre, es sexual, muy sexual. Federico dice: “No contaba él con la memoria de mis dedos, ni con el olfato que grabó el perfume de él salido. No lo he vuelto a oler. Por lo tanto sé que nunca más lo he visto”. Y sí, yo me acuerdo perfectamente del primer chico con el que estuve, con todos los sentidos. Lo de los mingitorios lo sé también, por supuesto, pero no he sido un frecuentador de baños, no es lo que me interesa, pero sobre todo también porque soy famoso, soy conocido y eso también me expulsó de esos lugares. Sobre la persecución, no la he vivido, ya te dije. Nunca he sentido miedo de que me segregaran por eso.

La sala está llena, la gente aplaude tanto que te hace salir a saludar muchas veces... ¿Miedo a la sala vacía sentiste alguna vez?

–Mirá, desde muy chiquito, te diría que desde los 4 años, yo esperaba en casa despierto a mis padres y mi pregunta siempre era: “¿Cómo fue?”. Entonces ellos me extendían un papel que se usaba hacer entonces, los boleteros de todos los teatros pasaban los borderós y venía una lista con las cifras para todos los empresarios. Era una tortura para mí porque eso significaba desde la comida diaria para adelante. No sé por qué tenía esa obsesión, porque a ellos no les preocupaba nada. Eso. ¿Cuántas veces me ha ido mal? Muchas. Nunca suspendí funciones, no entiendo las cooperativas que ahora te dicen con doce no hacemos la función, con trece sí. Qué más da doce o trece si en la boletería nadie pregunta cuántas entradas se vendieron. Pero bueno, ese miedo sí, siempre me pregunto cuántos vendrán. ¿Vendrán?

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