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Viernes, 6 de abril de 2012

Cómo me hice cristiano

¿Hay lugar para un gay practicante en el reino del Señor? ¿Cómo puede nacer y crecer la fe marica en el contexto de una iglesia famosa por sus métodos de persecución a las diferencias? ¿O es que existen otros textos y contextos? Como una posible respuesta a estas preguntas va esta crónica de una conversión.

 Por Flavio Rapisardi

En mi casa tengo un altar, pero no alto y mucho menos sepulcral. Apenas abro la puerta ubiqué una mesita baja, cubierta con una alfombra rústica que me regaló mi amiga Katy. Sobre ese color gris ratón descansa una vela ubicada en un cuenco artesanal mapuche, un atril de madera con la Biblia abierta (para ser más precisos, en el Evangelio según San Lucas –mucho más conservador que el de Marcos o Mateo– que estoy leyendo luego de subrayar obsesivamente todo lo que antecede desde el Antiguo Testamento hasta el Nuevo) y una imagen de Cristo en forma de estatua de yeso, comprado en una regalería china del barrio de San Cristóbal. Pero hay más: como si fuera una metzuzah judía, pegué en el marco de la puerta una cruz de madera que toco siempre al llegar y antes de salir: como para conjurar el “hervidero del mundo” del que nos habla la cosmogonía inca. ¿Sintomatología obsesiva como dice un psicoanálisista de la revista Para Ti? Depende de la lente con que lo mires, del punto de vista que, como sostiene el teólogo Leonardo Boff, no es más que la vista de un punto que hemos elegido y que peca de soberbia cuando pretendemos expandirlo como horizonte y lo utilizamos para juzgar a lxs otrxs como si fuéramos ese Dios varón canoso que con su dedo increpa desde el cielo de los Simpson, que tiene la suerte de ser una historieta.

Tradiciones y escalones

¿Por qué soy cristiano? Un camino para explicarlo sería poner en discusión los argumentos que Bertrand Russell utiliza para afirmar que no lo es. Pero vayamos por una camino más existencial: lo que sí vivo en carne propia como activista contra la discriminación e investigador del campo de las humanidades y de las ciencias sociales: la sorna continua, la increpación y –lo que menos soporto– la negación en nombre de lecturas ligeras o marcos teóricos que creen poder entender el mundo y la acción con conceptos fetichizados como “alienación”, “TOC”, entre otros. Lo que sí entiendo es que quienes me cuestionan en función de la sangrienta historia de la Iglesia, que se escribió con la sangre, el dolor y la vida de los que el Nazareno vino a dignificar. Touché. Eso merece una aclaración que supera mis creencias y me obliga a dar una respuesta desde una perspectiva de responsabilidad.

En un ensayo que escribí sobre mi conversión y que se llama “Ardiendo en fe nazarena” (interpretar según el libre juego de los significantes) cuento cómo pasé de los culposos golpes en el pecho de rodillas en el patio de mi casa materna en Avellaneda, en el que accedí a un tortuoso textito de tapas negras que mi abuela tenía en la mesa de luz de su pieza que olía a naftalina y espárragos, a la vida Hare Krishna en el templo de Villa Urquiza, en los que festejamos los Gaura Purnima (conmemoración de la venida de Krishna a la Tierra). Luego me volví un ateo militante durante mi activismo gay, lo que hoy no puedo dejar de rememorar como una forma de dogmatismo que puede explicarse como respuesta a una jerarquía católica asesina (sí, asesina desde el momento en que justificó genocidios hasta criticar el uso de los profilácticos y la despenalización y legalización del aborto), pero no que puede justificar bajo ningún concepto ninguna campaña “universal” por la negación de una visión del mundo como pretende la noción de “militante”.

Mi decisión de acercarme al cristianismo estuvo mediada por uno de mis vicios: la adicción a la palabras, la lectura de Adán Buenosayres, de Leopoldo Marechal, y las charlas con mis amigos Mercedes Monjaime y Ariel Dorfman, con quienes debatíamos, en la hora del almuerzo al calor de una oficina pensada para uno, la diferencia entre “caridad” y “tzedaká”, lo que en el fondo era una discusión sobre una ética y una visión del mundo entre tres compañerxs que luchamos contra la discriminación. Esas charlas se cruzaron accidentalmente con el texto marechaliano que diferencia al cristianismo del judaísmo, en tanto el primero sería una metafísica y la segunda fe una ética. Amando a Marechal hice lo que debía: criticarlo como hacemos con nuestrxs novixs, amantes y familiares. ¿No hay una ética en el cristianismo? ¿Qué implicaba esa ética que forma parte de nuestro horizonte cotidiano por más que nos neguemos aun bajo la más roja de las banderas? ¿Quién la escribió y qué implicaba su aceptación? Preguntas que aún recorren el camino de dudas y certezas que conforman la fe, tan lejos de la simple certeza como las Malvinas de Gran Bretaña.

Pero ahí no terminan los escalones que me llevaron a repensar mi relación con la religión y mi conversión: las misas en la Iglesia de la Santa Cruz cuando el Equipo de Antropología Forense identificó los huesos de las monjas francesas, de Villaflor y de Careaga me llevaron a tener contacto con un espíritu colectivo que me hizo resignificar aquella frase del Nazareno según la cual “él” está entre nosotrxs cuando dos o más se reúnen en su nombre: la relación con el “reino de los cielos” no es una articulación metafísica con un más allá, sino la colectivización en una construcción en nombre del encuentro, el amor al prójimo y los deseo de cambiar el mundo.

El escalón orientalista merece un párrafo aparte. Es bien conocida la tendencia budista de muchas locas porteñas. Es más, yo tengo mi imagen dorada de Buda. Eso sí, ésa en la que está delgado, sentado en un trono con una inquietante cruz esvástica en el pecho: soy loca a la que no le gusta el dorado, al menos conscientemente. Frente a esa imagen supe quemar inciensos, repetir “nam mioho renge kyo”, leer el Tao sentado en mi safu (que utilicé durante mi etapa budista zen).

A la distancia y gracias a una compresión de la palabra en el seno de una tradición como es la de la Teología de la Liberación, pienso que todas las tradiciones religiosas y cosmogónicas están a igual distancia de Dios, como diría Herder, pero lo que sí está lejos de mí es la posibilidad de inscribirme en una tradición cultural que canta mantras que no entiendo y una capacidad de articular en mis rodillas capaz de aguantar una hora en flor de loto mirando la nada, sobre todo si los días anteriores estuve de gira.

En este repensar mi relación con el cristianismo y mi alejamiento de las tradiciones orientales también influyó Judith Butler, cuando analiza la subjetividad en el marco de las religiones orientales mostrando que lo que nosotrxs en Occidente consideramos la superación de nuestro yo, en realidad resulta, al menos en nuestro marco cultural, una reafirmación del mismo. En el mismo sentido, en el prólogo a Los condenados de la Tierra, de Franz Fanon, Jean-Paul Sartre se pregunta si la repetición (mántrica, oracional) como base de una creencia no resultaría ser una conjuración de la nada existencial, por lo que para un occidental no sería más que un referir al infinito lo que deberíamos pensar como un encuentro con el otro en el “hervidero del mundo” tal como sentenció Viracocha.

Y así llegué a “la palabra”. Luego de unas vacaciones inolvidables en las que recorrí Tucumán y Salta parando en casas de amigos, compartiendo hotel con un novio salteño y viviendo unos inolvidables días de soledad en Colalao del Valle, antes de subir al encuentro de la Comunidad Indígena Quilmes en Talapazo, anoté en un diario de viaje un deseo: indagar ese horizonte cristiano que me recorta lo quiera o no.

Conversión y palabra

Vuelto de mi ascenso a la Comunidad de Talapazo, me acerqué a la Iglesia de la Santa Cruz. Y allí me invitaron a un retiro que lleva el nombre de Getsemaní. Compré una Biblia y me fui al encuentro. Tuve dudas de ir y pregunté a amigxs más avezados en la materia y me hablaron de San Ignacio, la necesidad de la soledad para la meditación, entre otras cosas. Sin embargo, no me encontré con nada de eso, sino con una cálida reunión en un salón decorado con un mural de Pérez Esquivel, canciones compartidas, abrazos por doquier, talleres de arte, mapas existenciales y un video sobre la pasión de Cristo con un audio sobre las dudas del Nazareno la noche de su detención y a la hora de su muerte (Elí, Elí, lemá sabactaní) con imágenes que iban de Angelelli a Mugica y las Madres de Plaza de Mayo. La palabra se presentó menos certera y más humana (“Humano, tan humano solo Dios”, sostiene Leonardo Boff). Y entre mocos y silencios la iglesia se iluminó y al grito de “dale alegría a mi corazón” bailamos repletos de alegría mientras el hermano (padre para la ortodoxia) tocaba su guitarra en una Iglesia con una temperatura de 3 grados, yo revoleando mi poncho comprado en Pipinas y lxs otrxs (amas de casa, dirigentes indígenas y sindicales, distintos profesionales) haciendo rondas y dando saltos bajo la mirada de yeso que aprendimos a relativizar.

Pero como les temo a mis intuiciones amorosas (mi historial de parejas me da pruebas en ese sentido), escuché el cuestionamiento que me hizo mi compañero de militancia gay Marcelo Márquez, que tiene un recorrido de práctica y reflexión en el cristianismo. Luego de leer mi nota sobre la conversión, Marcelo me dijo: “¿Y cómo te hacés cargo de la historia de la Iglesia?”, es decir, la de complicidad con distintos horrores como genocidios, la Conquista, entre otras “bicocas”. Por esto me le animé al libro de Paul Johnson Historia del Cristianismo, que a pesar de la ortodoxia del autor muestra cómo el catolicismo ortodoxo de hoy es muy diferente de aquellas comunidades cristianas de la primera época, en las que mujeres en estado de prostitución, extranjeros, viudas y otrxs excluidxs eran invitadxs a la mesa común de la palabra y la comunidad. Johnson, que por su conservadurismo fue utilizado por Aliette Abecassis como personaje de su thriller religioso Qumran como un asesino que oculta los textos que ponen en cuestión la divinidad tal como la entiende el Vaticano, nos relata la confesión, el fetichismo de los restos de santxs y el endurecimiento de la moral como una empresa nada cristiana, sino eclesial, de esa Iglesia que como sostiene Boff se cree el mundo cuando en realidad la iglesia está en el mundo.

Y allí queda claro que lo que hoy la ortodoxia católica nos presenta como verdad (sus ritos, creencias sobre la diversidad sexual, el aborto y las mujeres) son un corpus armado al calor de la institucionalización de una burocracia más preocupada por su reproducción que por la concreción del “reino de los cielos”. Como sostiene John Boswell en su grandiosa investigación Cristianismo, tolerancia social y homosexualidad, lo que la jerarquía nos vende como verdad es solo un punto de vista, y creer que existe una articulación necesaria entre la concepción cristiana del mundo y su empleo para discriminar es desmentido por la historia, si no, no se explicaría cómo la Biblia dejó de ser pretexto para justificar la discriminación de lxs afrodescendientes, judíxs y/o la justificación de la esclavitud. La historia de ese armado de exclusión puede leerse como un proceso conciliar como el de Jerusalén, que se realizó a poco de la muerte de Cristo, hasta el Lateranense, del año 1179, que trató el tema de la “homosexualidad”. Y el entrecomillado no es gratuito, ya que hablar de gays en el siglo XII es igual que hablar de una licuadora en la misma época.

Esta ortodoxia conservadora y discriminatoria de la diversidad sexual tiende a leer en Pablo palabras que no son porque hacen traducciones literales y no culturales: Pablo no condena lo que no existe, sino prácticas que no refieren a un grupo en un marco específico de exigencia monogámica como la que acabamos de alcanzar y celebrar con el matrimonio igualitario. Del mismo modo, en vez de criticar a Lot, que quería entregar a sus hijas cuando el “pueblo de Sodoma quería conocer” a los enviados de Dios que tenía en su casa, produciendo así el pecado de inhospitalidad, la jerarquía condena la homosexualidad porque interpretar “conocer” como “culear”... ¡eso sí que es mala fe!

Dudo de toda universalidad, sea religiosa, atea o agnóstica, porque la libertad y la igualdad exigen de nosotrxs activismo político y, por lo tanto, hermenéutico, como el que hizo el cura católico estadounidense Daniel A. Helmiank, que por los ’70 creó el grupo Dignidad de gltb cristianxs y quien afirma que el autoritarismo no es más que pedir para sí la posición privilegiada en la posesión de la literalidad de los textos sociales y culturales, desoyendo lo que el Nazareno supo decir: “La medida con que midan se usará para ustedes”. Toda una invitación a vivir un proyecto colectivo que no reconoce ni verdad ni bondad absoluta, sino tanteos que debemos vigilar en sus alcances y aceptar la duda como nuestra condición.

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