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Viernes, 15 de agosto de 2008

LUX VA > A LA CASONA DEL SADO

Negro y radiante va la novia

¿Quién domina a quién en este mundo? En busca de la escurridiza respuesta sobre el poder y el deseo, nuestrx cronista se sometió a las órdenes de una reina dominante que le enseñó el arte de caminar en cuatro patas y de decir “sí, quiero” a todo.

Sí soy yo, 12 de la noche con lentes negros; y no es lo único negro, diría una amiga que me conoce bien, pero acá se equivoca porque cuando digo negro el tapado de chiffón ceñido cual guante de Gatúbela, negras las botas de caña alta, negro el acrílico de mi taco aguja, negro el collar de perro al cuello al igual que la tanguita bien calzada —la prenda en la mano ya se sentía como un carbón encendido— que luzco para nuestra primera sesión a pedido de la Reina Dominante de La Casona del Sado. “Ni tocarse, ni ser tocadx hasta el día de nuestra cita”, me conminó en nuestro último contacto vía Internet. Y aquí estoy, cumpliendo con mi ofrenda de sumisión a la Diosa que nunca vi. El misterio, la discreción es todo en nuestro juego, no necesito más para adorarla. Aunque esta casa en el barrio de Caballito parece la de Doña Rosa, yo me siento golpeando las puertas del Conde Drácula. Una bella y madura presencia rubia me susurra: “Adelante, te estábamos esperando”. Entro y los goznes chirrían tras de mí. Sostener la fantasía, aunque mi imaginación es potente, no es fácil: se dejaron la FM 100 prendida –¿o era esto el arte del masoquismo?– y los souvenirs se parecen al cotillón de las despedidas de soltero. Pero atención: potros, látigos, palmetas, broches de metal, cuerdas, guinchos para suspensiones, cepos de madera se me van apareciendo a lo largo de cinco gélidos salones al final de los cuales una voz trueno lanza una advertencia que parece ser la última: “Bombón, esto no es joda para pendejos, acá viniste a lamer los pies de tu dueña, en señal de agradecimiento por obsequiarte el placer de convertirte en su perrito encadenado”. Otra voz duda un “¿Lux?”, tímidamente asiento con la cabeza y no la miro, tira ella de mi correa de eslabones cromados y así me arrastra hasta la mazmorra del subsuelo, catacumba medieval. ¿En qué me he convertido? Insignificante ratoncito, canapé de leona. De la pared de esta sala cuelga la más vasta colección de elementos para practicar spanking que jamás haya visto en mi vida. “En tanga y de rodillas”, y yo —que tardé toda una vida en atarme este corset— en dos minutos retrocedí hasta el primer casillero. Largo rato en esa pose. Ni una palabra más. ¿Adónde se ha ido? Quiero preguntarle: ¿pagaron este mes el gas que hace tanto frío acá? Como única respuesta se me monta a la espalda y coloca un ballgag en mi boquita roja, esposa mis manos atrás y deja caer cera sobre mi espalda desnuda, alternando con el repique del látigo sobre mis ancas de bestia domada. Mi rostro de porcelana, único lampazo, juraría, que recibe este piso en décadas, gira movido por la curiosidad. Y allí está la voluminosa anatomía cárnica de mi Diosa: su strap-on ya colocado, lista para el desenfreno, tal como consensuamos en eternas charlas de chat. ¡Ay, sí, al fin Astarté ha escuchado mis plegarias y me manda a alguien que entiende mis deseos! Pero frente a lo que mi sangre palpitante concebía con gusto, ella me muestra la manzana cuando ya se me hizo agua la boca, pero no me deja comerla, así me cuida y me libera incluso de mis propios clichés. De su mano me lleva hacia la humillante frustración que me da más placer, y yo la sigo por un camino —¡oh!— tan difícil de comprender, que espero que nunca, nunca acabe.

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