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Viernes, 5 de octubre de 2012

LOS SUBIDOS DE TONO

Lentejuelas caídas en los carnavales de Salta

Aquellos carnavales supieron ser el punto de escape más fulgurante de la hipocresía salteña. Lohana Berkins, la primera en lucir tetas; Pocha Escobar, la madama de todos los disfraces, desfilan entre risas y disgustos en estos recuerdos que a la distancia se sacan la máscara.

 Por Lohana Berkins

Cada diciembre sucedía lo mismo: dejaba Buenos Aires para instalarme hasta marzo en la casa de La Pocha Escobar, personaje mitológico de los carnavales salteños. Los carnavales lo eran todo: como llegar a la calle Corrientes o jugar en primera. El lugar donde podíamos mostrarnos, donde estaba todo bien. Algo muy parecido a lo que sucedía en la Procesión del Milagro, que estás con el que te vende droga, con el que te roba y está bien, aunque todo el mundo sabe quién sos. Llegué a la casa de la Pocha por primera vez como muchas. Un día me echaron de casa, me voy a la calle, la policía me agarra, pero en vez de mandarme a un instituto de menores (aunque ya teníamos como estrategia decir que éramos mayores, pero no me funcionó) me mandaron a la casa de la Pocha. ¡Ellos mismos te llevaban! Y vos agarrabas y te ibas, hacías sonar las manos: una escena que después vi reproducir durante años con muchas travestis. Yo llegué y me acuerdo todavía patentísimo de que ese día la gorda se iba a un cumpleaños con todas las maricas, que era la autodenominación que nos dábamos en ese momento.

–Ay, Pocha, ¡no tengo dónde estar!

–Bueno, hijita, apurate –me dijo ella–, que nos vamos a un cumpleaños.

–Y así, como si fuese parte de su staff hace años, me llevó a la fiesta. Ya en el modo de llamarnos construía familiaridad. Nosotras éramos siempre: “Mi hijita llegada del campo” o cosas parecidas; decía “tu hermanita la Irene” o “tu hermana, la Fefé”. O la Bambilú, la Leona o la Vera, que eran las tías. Y en esa escena, obviamente, la madre era ella, aunque nunca le decíamos así. Durante el año, en la casa paraban unas diez maricas, pero cuando llegaba diciembre éramos cincuenta. Para cuando yo llegué la Gorda ya era la reina, la que avanzaba con unos espaldares enormes, era la “Pocha querida”, como decía uno de los poemas que le escribieron, “la dueña del carnaval”. En algunos lugares todavía están las fotos en las que aparece vestida con un sol enorme sobre la espalda. Armó ese traje durante todo un año cose que te cose con guirnaldas de un arbolito de Navidad, cosidas una por una. Eso sí, al que le preguntaba en la calle de dónde había sacado esas telas, ella le respondía que eran unas telas exotiquísimas, de piel de mono dorado, que alguna vez le trajeron de París.

Reina madre

Su propia historia tenía mucho de la nuestra: había nacido en un pueblito del interior, en Irigoyen. La echaron de su casa, alquiló un lugar, y después no había mucho por indagar, ibas y ya está. Sobrevivimos gracias a ella, yo no sé qué hubiese sido de mi destino. Nunca supimos cuántos años tenía, aunque obviamente se los hacía festejar los días del carnaval. Dos o tres días después de las fiestas, cuando todo terminaba –porque no había pueblito o pueblecito al que no quisiera ir–, cuando ya disminuían las coristas y todo el mundo volvía, la Gorda empezaba a planificar el traje del año siguiente, donde siempre había una fuente de vidrio rodeada de enormes espejos y lentejuelas magnánimas.

Historia íntima del carnaval

En los sesenta, las mariquitas salían con sus trajes en caravanas de nombres muy trasparentes: estaban la Petit Carrousell, Las lentejuelas de XX. Cuando llegó la dictadura nos prohibieron y tuvimos que buscar un nombre camuflado para intentar participar sin que se dieran cuenta. Ese fue el comienzo de Los Caballeros de la Noche. En ese momento, el interventor militar de la provincia era Justo Ulloa, y se nos permitió salir en los carnavales.

Cada año, las fiestas empezaban en enero a once kilómetros de la capital, en Cerrillos. El intendente del pueblo nos invitaba y generalmente usabas el traje del año pasado, ¡no ibas a mostrar el traje de los desfiles oficiales de la Capital! Después recorrías los pueblitos del interior que van haciendo sus corsos como Chihuahua y otros, a donde al menos una noche había que ir. Al final, después de todos, en marzo, cuando había pasado el oficial, se hacía el entierro en Rosario de Lerma, mezcla entre las cosas paganas y el sincretismo de los rituales a la Pachamama y donde se desataba una lucha entre Dios y el diablo, y en algunos otros lugares entre el toro y el diablo. En esa lucha se despide el carnaval, se lo entierra hasta el año siguiente, y se agradece a la Pachamama.

Con la democracia algunas de esas cosas cambiaron. A la moda la construían los maricones, los modistos, los que hacían las coreografías. Estaba la Víctor, que dirigía una murga. También la Joseph, que le decían la Pimiento porque tenía un puesto en el mercado y vendía el pimentón colorado. Siempre salía con vestidos principescos y corona de reina, joyas. No es que salía tipo trava, nosotras fuimos las que después de la dictadura empezamos, las que pelamos los cuerpos. Ahora la gente ni se inmuta porque las chicas salgan desnudas, pero en ese momento se produjo un escarceo: por un lado estaban las mariconas que se echaban cuanta pluma y purpurina había con trajes que rozaban la fantasía, la exageración, primero tenían que tapar el propio cuerpo porque las maricas no tenían cuerpos ni tetas ni nada. Cuando aparecimos las travas divinas, se produjo el escandalete. Y en una de esas discusiones casi me cortan la cara: yo aparecí con unas telas alucinantes envuelta en un vestido minimalista travestidísima, y ya era la reina de la noche. ¡Y las otras, cargando tremendos espaldares, me odiaron! Fui la primera que tuvo tetas... No salí con las tetas al aire pero estaba divina, pelo natural hasta la cintura, nunca una gota de pintura, una tela color plateada y una mini desprendidísima y espléndida, que abría y cerraba: nunca fui recatada. Pero todo eso en una sociedad tan conservadora como la salteña también era contradictorio: los carnavales eran el único espacio que se nos concedía. El único lugar al que íbamos vestidas de mujer. La sociedad quedaba impactada, pero fuera de eso no le impactaban ni nuestras muertes, ni nuestras desgracias, ni el éxodo masivo por haber nacido travesti. Esas escenas del carnaval, sin embargo, para nosotras eran importantes porque legitimaban nuestra existencia, ellos aprobaban nuestra belleza, se maravillaban con nuestro arte. Se sabía que en Buenos Aires había ciertos corsos donde no dejaban entrar a las chicas. Pero en Salta, siempre abierto.

Muchos años después, cuando volví a los carnavales cual espectadora y observaba la ansiedad de la gente, me sorprendía cómo conocían los nombres y los comentarios que hacían como si miraran una vidriera tinelesca: no sólo sabía que tal se había hecho las tetas o la otra se había arreglado el cuerpo, había como un nivel de conocimiento profundo, pero legitimando a su vez esa existencia en la pantalla.

Yo todavía no sé si lo que aprobaban era el deseo de la trava o la performance. El corso pasaba al comienzo por la avenida Belgrano, que era la más ancha y la más linda de Salta, pero hete aquí que después empezó a pasar por detrás de la Catedral. Ni siquiera por adelante. Todas las noches pasaban caminando por la calle las carrozas de los teucos, los incas y las travas. Y la gente estaba a los costados, los chicos aplaudían, la gente aplaudía. El circuito incluía después a los clubes de baile donde llegaban Los Caballeros de la Noche, y la gente nos pedía sobre los escenarios. Batucadas no había todavía porque llegan más tarde, cuando las maricas que organizaban los carnavales van a Brasil y empiezan a traer algunas cosas. ¡Los músicos de las murgas eran los milicos que tenían un antifaz para no ser reconocidos! Eran de la banda de música del Regimiento que se hacían unos pesos extras, se armaban su bandeja, iban y venían y cobraban por día. Con trompetas y todo. Y generalmente tocaban temas bien de moda, sin letra, como ése que dice: “Oh, morena, la piel que me quema”.

Puntos de fuga

Da la sensación de que cuanto mayores son los mecanismos represivos de una sociedad, los puntos de fuga son también más fuertes, como no puede asimilarte, esa sociedad tan conservadora produce un nivel de conciencia en los carnavales, de delicadeza, de sensibilidad sobre toda esa violencia. No admite el medio. Es el símbolo de la hipocresía salteña: todo está pero no está. Porque esas travas, ¿de dónde se suponen que son? ¡De ahí! ¡Es tu vecina, tu prima, tu amiga! Cuando justamente queremos ocupar el lugar de la familiaridad, de la calle, de los comunes, se nos prohíbe. Cuando yo quiero ser la mina, la diputada, la que trabaja, cuando queremos ser parte y ser reconocidas en todos los términos, no. Y de alguna manera eso aparecía: había una tensión entre el show business y la aceptación. Y eso que en los carnavales se mantiene en tensión luego se corta. ¡Pero cómo! ¡No me dijiste: “Lohana, sos la más linda de todo el corso”!

Esa cuestión graciosa se convierte en amenazante cuando bajamos y en la calle nos convertimos en amenaza real. Porque nuestra vida está muy imbuida de un relato ficcional, porque tiene que haber una ficcionalización para soportar tanta crueldad, vos tenés que hacer tu ficción. La Pocha es producto de eso: necesitás una cosa del hiperhumor, de la fantasía de esa noche del carnaval, de todo ese escenario. De creer o jugar a creer que todo eso es real. Porque yo puedo hacer la descripción más triste de lo que en realidad era el carnaval y de lo que significó, pero ahora, porque en su momento no me atrevería ni decírselo a otra trava. Porque entrar ahí, las luces, la gente, las tribunas. Y por supuesto esa ficcionalidad, era lo que me nutría: durante ese tiempo me hacía creer que ese mundo era posible, donde desaparecían las desigualdades, las diferencias, donde era la ovacionada por todo el pueblo. Me hubiese gustado ser ovacionada por otras cosas, digamos por esa misma gente que me violó, que me maltrató, que me mató a mis amigas.

Hay cosas de la lógica del carnaval que se repiten aun a conciencia: entendí que el lugar que nos dejaban era bufonesco; aun siendo la bufonesca de la Corte, yo estaba en la Corte: ¡estábamos en la corte! Y esa corte entendida como lugar de realidad, porque lo paradójico y triste para mí era que ese lugar donde justamente no hay ninguna legitimación real, para nosotros sí era un bastión de legitimación real. Para mí era toda la realidad ser la Lohana Berkins de la Pocha Escobar. Porque si no, ¿por qué una persona se pasaba todo un año bordando un traje sólo para esa instancia tan efímera de la vida? Porque después el armado, la trama, se hacían en secreto, en soledad, con una velita, con dolor, angustia, pero ése era el momento de la realidad. Y ahí, a medida que avanzamos y accedimos a los lugares de realidad, empezamos a abandonar los carnavales.

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