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Viernes, 23 de noviembre de 2012

MI MUNDO

¡A su memoria!

Se cumplen ciento diez años de la muerte de Marcel Proust, el célebre amplificador de sonidos, sabores, olores, detalles, y de la bendita o maldita experiencia. Entre el chisme, el experimento y el tratado sobre la bisexualidad de su época, hoy todo tiempo perdido lleva su nombre.

 Por Walter Romero

Deberíamos hablar siempre de Proust como si de física cuántica, de música serial o del acelerador de partículas se tratase. Y deberíamos imitar la voz de Marcel –su yo desplegado– para entender mejor, con esa modulación única, qué es la (oscura) espiral de tiempo en la que nos movemos.

Deberíamos, a su vez, hablar de Proust como si le adjudicáramos ese nombre no ya a un poderoso planeta, o acaso a una serie de siete refulgentes estrellas (Por el camino de Swann, A la sombra de las muchachas en flor, El mundo de Guermantes, Sodoma y Gomorra, La prisionera, La fugitiva, El tiempo recobrado) y varios satélites (Jean Santeuil, Los placeres y los días, Contra Sainte-Beuve, Pastiches, entre otros), sino a un universo autotélico y egotista: aislado por la belleza que lo sostiene y enlazado a una tradición inmensa que él solito se encargó de ponerse al hombro.

Acaso con sólo decir Proust, una profusa materia verbal se ponga en marcha para que, con voluntad de desciframiento –y mucho regodeo–, ese señor, que es uno y otro –que es Proust, pero también Marcel–, nos demuestre por qué le dio vueltas, una y otra vez, a ese cubo mágico que llamamos afecto. Fue él quien vino a romperle el cuello al “doble arnés del presente y del pasado”; fue él quien vino a examinar los sentimientos –nunca lejos de eso que llamamos comportamiento– como si de un álgebra se tratase: “Así como hay una geometría del espacio, hay una psicología del tiempo en la que los cálculos de una psicología plana ya no serían exactos, porque en ellos no se tendría en cuenta el tiempo y una de las formas que adopta, el olvido”.

Allí donde sólo Nerval se había atrevido, vino él a hacer capote tejiendo mundanidad y –mucho– poder de penetración, para fundir, en una infinita y finísima telaraña, un fenómeno de reverberancias, de refracciones y de insospechadas y múltiples derivaciones.

Hablando en buen criollo: decir “Proust” es evocar un mundo de sensaciones, sísmicas y eléctricas, que muestran como nadie –y principalmente– la curvatura (¿ascensional?) que el recuerdo emprende cuando no tiene otra que emerger, que hacerse visible. Pero “el perpetuo renacer de momentos antiguos” no es sólo uno, ya que no es sólo el certero y desprevenido recuerdo –bajo eso que se conoce como la memoria involuntaria– sino más bien una miríada de formas de ese recuerdo que estaba anestesiado, encapsulado.

Todo Proust parece un tratado moderno de química afectiva que viene a completar (después de Shakespeare) de qué materia están hechos no sólo los sueños sino también los recuerdos y esa señora, tantas veces esquiva, que es la experiencia. Para Proust –¡y no es fácil entenderlo!– lo únicamente interesante es sólo aquello “que verdaderamente ha ocurrido”, o que “ha sido visto o, mejor dicho, entrevisto”.

¿Qué cosa es, entonces, esa serie que conocemos como En busca del tiempo perdido?

Proust supo, desde un principio, que nuestra inteligencia, “por lúcida que sea”, no puede percibir los muy variados elementos que, en estado volátil, la componen. Si Barthes decía que la literatura institucionaliza una subjetividad, Proust vino a solidificar, y a decirnos, que son muy otras las potencias que mueven nuestro espíritu. No todo lo que con loco afán escribimos (y reescribimos) en nuestro pensamiento quedará impreso tal como deseamos.

En Proust, más que la inteligencia, son la intuición y la percepción –y sus muchos grados, y apariciones, en sucesivas y recidivas fintas– las que reinan, y –más seguido de lo que creemos– nos traicionan: “Uno de los poderes de los celos consiste en descubrirnos cómo la realidad de los hechos exteriores y los sentimientos del alma son cosa desconocida que se presta a mil suposiciones. Creemos saber exactamente las cosas y lo que piensa la gente, por la sencilla razón de que no nos importa. Pero en cuanto sentimos el deseo de saber, como le ocurre al celoso, se produce un vertiginoso calidoscopio en el que ya no distinguimos nada”.

En busca del tiempo perdido no se sabe bien qué cosa es: unos dicen que es una novela “memorialista”, un relato autobiográfico, una novela histórica atravesada por el “caso Dreyfus” y por la “Grande Guèrre”, una soberbia comedia, un desmedido y grandísimo chisme, la más refinada de las sátiras, un estudio panorámico de la sociedad francesa o el más osado de los tratados sobre la bisexualidad de su época. O acaso todo eso.

En su impúdica magia, Proust –hay que decirlo– es un reverendo pesimista. Leerlo es constatar que “el presente es ilusorio”, que la amistad no existe, que “uno siempre consigue lo que quiere cuando ya no lo desea”, o que “todo intento de salir de nosotros mismos y depender sinceramente de otro ser sólo conduce al sufrimiento”. Es por todo esto que aún hoy, con un poco de esnobismo, nosotros también lo reverenciamos. Y que cada vez que lo (re)leemos, descubrimos que esas “novelas” se nos dan, acaso trágicamente, de la misma y cruel manera en que conocemos a los otros: de modo muy fragmentario.

Marcel Proust (1871-1922) no es sólo “un pedacito de pastel mojado en té” sino ese amplificador de los sentimientos que, al igual que su famosa técnica de escritura, le agregó más realidad a la realidad, quizá de la misma forma en que sumando pedazos de papel escrito –en sus célebres paperolles– pegoteó, una y otra vez, con cola y tenacidad, sus singulares impresiones, hasta lograr hacer de un asmático manuscrito el más cool e imbricado de los palimpsestos que la literatura del siglo XX supo darnos.

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