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Viernes, 29 de agosto de 2008

Alucinando al gordito de gafas

Sin repetir y sin soplar, el intento de enumerar lesbianas argentinas conocidas públicamente se agota en pocos nombres. ¿Dónde están? La invisibilidad, el amor camuflado en amistad, si bien ayuda a eludir la discriminación, también empuja a sufrirla. No ser, no estar. En los últimos años, y gracias al aporte de algunas famosas y muchas militantes, la silueta de las lesbianas se comienza a dibujar más nítida. Tal vez en unos años ya no se necesiten gafas con más aumento.

 Por Paula Jiménez

Ayer, en el colectivo, una mujer le pegó un pisotón a otra sin querer y se disculpó. La afectada le respondió con tono suave, veladamente furioso: “No se preocupe, señorita, soy transparente”. No sólo las lesbianas, recordé gracias a esta señora, sufrimos la invisibilidad. La transparencia es casi un atributo femenino. La anorexia, que es una patología que hace de lo incorpóreo su horizonte, podría estar denunciando metafóricamente este destino trazado para cualquier mujer capaz de reducir hasta lo increíble su espacio personal. Por otra parte, esta transparencia se ve fomentada desde el sistema hegemónico que niega entidad de “mirable” o existente a todo aquello que exceda sus parámetros. Contrariamente a sus designios, el fin de hacernos visibles es poner el cuerpo y con él tomar cartas en el asunto. En el resto de los asuntos. Según Analía (40, psicóloga): “Para lo que importa la visibilidad lésbica es para dejar de pensar en la visibilidad y ocuparnos de otras cosas”.

LO ESENCIAL, ¿ES INVISIBLE A LOS OJOS?

Este año, el lema de la Marcha del Orgullo ibérica fue “Por la visibilidad lésbica”, y en la Plaza de España de Madrid se proyectó un video titulado Orgullosas de ser, en el que varias lesbianas anónimas, de todas las edades, daban la cara y exhortaban a las “tapadas” a que lo hicieran también. Bien erguidas sobre el escenario, acompañaron el acto de la proyección algunas actrices y políticas de renombre (apenas cinco o seis, no nos entusiasmemos). Pero la movida no terminó en la vía pública. El Congreso de Diputados recibió a dos integrantes de la Glttb que leyeron en el Parlamento un manifiesto reivindicativo de los derechos de las lesbianas. Está claro: la necesidad de generar un “apartado” que aliente la visibilidad del colectivo lésbico corrobora el imperio social de la invisibilidad. La confección de un manifiesto suena a la de una declaración de existencia y no está tan lejos de haberlo sido. En él se reclaman desde protocolos ginecológicos que contemplen las prácticas lésbicas, hasta herramientas específicas para abordar la violencia intragénero. Es que así como la visibilidad es una tarea constante, sin fin, las expresiones de invisibilización que ofrece el sistema pueden no agotarse nunca. No existir para un protocolo ginecológico, en términos de nuestra cultura, implica algo más que haber quedado por fuera de un campo de estudio (sutil patadita nos da la medicina). En lo que a la vida cotidiana se refiere, los ejemplos de invisibilidad son innumerables. Convengamos en que, para el común de la gente, es más fácil matar una ballena a chancletazos que ver a una pareja de chicas como una pareja de chicas. Muy frecuentes son las interpretaciones automáticas que convierten a dos mujeres tomadas de la mano en amigas, hermanas o, depende de las edades, también en madre e hija, o tía y sobrina, cuando sus facciones divergen demasiado. Cecilia Marín, integrante del grupo de arte feminista Mujeres Públicas, cuenta: “Una vez estaba en la calle de la mano con mi novia y nos dijeron: ‘¡Ay, cómo se quieren las hermanitas!’. No sabían qué hacer con esa información. Se lo aclaramos y se quedó perplejo el tipo”. Resulta obvio: no hubiera pensado lo mismo ese señor frente a dos hombres de la mano.

Una anécdota de Analía ejemplifica también esa perplejidad típica de quienes no pueden procesar lo que la situación exige y responden desde el atolondramiento: “Hace unos años estábamos en Rosario con mi novia y pedimos una habitación en el Hotel Savoy. Nos ofrecieron, por supuesto, una con dos camas. Yo le dije que no, que buscábamos una con cama doble. Entonces el hombre me respondió: ‘¡Ay, pero qué delicadas!’. Nunca entendimos lo que nos quiso decir”.

Para Soraya (45), cofundadora de La Lesbianbanda, el problema de la invisibilidad social tiene dos puntas: no pasa sólo por lo que los otros no quieren o no pueden ver sino también por cierto acomodamiento de parte de las parejas de lesbianas a ese modo de ser vistas (o de no ser vistas). Dice: “A mí siempre se me notó que el vínculo era otra cosa, aun sin estar besándome con mi novia, el erotismo se nota, es otra cosa que el compañerismo. Yo creo que las lesbianas se escudan en la amistad y no muestran el erotismo, lo cubren con un manto amistoso”.

Quizás esta opinión tenga algún punto de comparecencia con el Manifiesto por la Visibilidad leído en el Parlamento español, donde la “comodidad” resalta con luces rojas: “Las lesbianas hemos sufrido menos rechazo (que los gays), incluso se han tolerado más fácilmente nuestras relaciones. Pero a esta invisibilidad, cómoda hasta ahora, la estamos pagando cara”.

Muchas veces, aun cuando se percibe y se muestra de un vínculo su cualidad erótica, la invisibilidad insiste, adjudicándoles a sus componentes roles e identidades que no compliquen en nada la lógica social. Lo de siempre: el binomio protagónico hombre-mujer y sus patrones derivados tienden, tenazmente, a conservar su lugar de imperativo cultural. “Yo recuerdo que en parejas donde los roles están muy marcados, el trato hacia ellas es semejante al que tendrían ante una pareja hétero –cuenta Cecilia Marín–. Lo que me pasa con mi novia, por ejemplo, es que cuando pedimos un café y un cortado, el cortado se lo dan a Vero porque la leen como más femenina; o paga ella y el vuelto me lo dan a mí.” Del mismo modo, expulsada de la constelación de mujeres de nuestra cultura, una buch no será vista como una mujer deseante o deseable sino como asexuada y a veces ni siquiera como una mujer, al igual que una obesa. ¿Por qué? Porque el establishment publicita incansablemente una verdad que deja afuera a la mayoría y, por la cual, según sus falsas premisas, feminidad hay una sola.

LINAJE

Un escueto pero efectivo linaje de lesbianas, que a lo largo del mundo han ido saliendo del closet, pone en duda aquella verdad.

Si arrancamos con los años ’80, vemos al fantasma de Navratilova sobrevolar la escena mediática. La expatriada y fenomenal tenista checa había confesado públicamente su lesbianismo; pero, pese a la claridad de la noticia, fue usada para alimentar la confusión. Así, la Navratilova pasó a ser una “rara” más y, dentro de la gran bolsa de papas de lo indistinto, a verse también equiparada con la transexual Renée Richards como si fueran el mismo “caso”. Pero lo que a ellas las relacionaba era el tenis y en un partido histórico que las enfrentó, Martina salió ganadora. Para esta campeona checoslovaca, capaz de denunciar en 1981 que en su país “los gays eran enviados a asilos para enfermos mentales y las lesbianas nunca salían del armario”, las complicaciones de la visibilidad fueron graves y muchas. Nada hizo que se desentendiera de la cuestión y, desde hace tiempo, colabora económicamente con agrupaciones Glttb.

Ocho años después, en un lejano país llamado Argentina, la rock star Celeste Carballo visitó Imagen de radio, un programa televisivo conducido por el beatlemaníaco Juan Alberto Badía. Allí, la osadísima autora de “Seré judía” confesó públicamente su romance con la cantante Sandra Mihanovich. Se armó un revuelo bárbaro: el gesto transgresor de Celeste y la Generación había quedado del tamaño de un poroto al lado de semejante declaración. No casualmente, digamos, ese hito en la historia de las lesbianas públicas argentinas se dio en un espacio televisivo que ponía el énfasis en hacer visible lo invisible (recordemos que el nombre del ciclo era Imagen de radio). La confesión de la chica de Coronel Pringles carecía de precedentes en la memoria de un país todavía inexperto en cuestiones bastante básicas. En los ’70, la sugerencia fílmica de que la Raulito era lesbiana había servido para reforzar la identificación de la homosexualidad con la desgracia. Este no era el caso: a Celeste se la veía muy bien.

Casi a finales de 1990 sucedió que, en Buenos Aires, de golpe y porrazo las calles se vieron tapizadas por los provocativos afiches de los shows de lanzamiento de Mujer contra mujer, el primer hijo de Carballo-Mihanovich. La foto del poster era elocuente, impactante e inédita para la época: las dos chicas desnudas no ocultaban, ni un ápice, el erotismo que las vinculaba. Si bien la discográfica aprovechó la visibilidad del dúo para la promoción del producto, e incluso para crearlo, no se puede negar que aquella campaña (como casi todas las campañas que reproducen esta estrategia) tuvo (tiene) un efecto transformador en nuestra cultura. Con Mujer contra mujer se confirmó que lo que Carballo confesó en el programa de Badía era cierto, que las lesbianas tenemos cara y la podemos dar, y que el lesbianismo no se terminaba tampoco con ellas dos. De hecho, uno de los hits de aquel disco (“Te quiero”, que para sorpresa de Benedetti terminó dándoles letra no a los tupamaros uruguayos sino a las lesbianas argentinas) se convirtió en, casi, una exhortación a la visibilidad. “Somos mucho más que dos” cantaban pletóricas de entusiasmo Sandra y Celeste, y a partir de ese momento las voces empezaban a multiplicarse.

En 1991, cuando nuestra sociedad creía haber descansado de tanto ajetreo, Ilse Fuskova fue a almorzar con Mirta Legrand. En esa glamorosa mesa dedicada al tema de “la homosexualidad”, la autora de Amor de mujeres y Cuadernos de existencia lesbiana contó su historia. Se imponía entonces un nuevo modelo visible de lesbiana: la señora de su casa, ya mayor, capaz de resignar los privilegios de la heterosexualidad. Resultó escandaloso, claro. Madre y abuela, además de periodista y ex azafata, Fuskova parecía más cercana a la ficción que a la realidad, y sus declaraciones revolvieron el avispero de un mundo “normal” a partir de ahí sospechado. Quedó así instalado un conocimiento que hasta estos días se prefiere olvidar: cualquier mujer, incluso una abuela, puede volverse torta.

En la década del ’90, las diferencias políticas e ideológicas caían en la disipación. No sólo en la Argentina sino también en el ámbito internacional reinaba esta especie de proceso mórbido. En 1997, a contrapelo de su época, la actriz estadounidense Ellen De Generes hizo el coming out junto a su personaje Ellen Morgan. En ese episodio, Morgan se asume lesbiana frente a la terapeuta, y ésta le contesta: “¡Era hora!”. Ellen cree, entonces, que ha llegado el fin de su análisis, pero su analista le responde que no, que, más bien, la cosa recién empieza. Por supuesto: nadie se libera del peso de la invisibilidad por asumirse ante su analista, sus padres o amigos. La visibilidad no es algo que se hace de una vez y para siempre sino permanentemente. Y, en este sentido, Ellen ha sido, y es, una gran trabajadora. Pero una gran trabajadora a la que, con una excusa irrisoria, le levantaron el programa tras su salida del closet. Afortunadamente, los capítulos de aquella serie marcaron un hito e instalaron una variación más: una torta también puede ser humorista. Y de las brillantes.

En el año 2005, Warner Channel trajo una grata sorpresa: The L Word. Por primera vez en una serie, la problemática lésbica ocupó el centro de la escena. Y si bien la belleza y el holgado estilo de vida de sus protagonistas fueron objeto de alguna crítica, estas características también propusieron, entre otras cosas, un modelo glamoroso al que las lesbianas no estamos muy acostumbradas. Por otra parte, la tira enfatiza no sólo la importancia de los vínculos amorosos sino también la amistad entre ellas: punto nodal en la serie y en la vida. Aunque a veces las chicas de The L Word también se pongan tristes, no dejan de mostrarse espontáneas, sueltas y siempre visibles (la visibilidad jamás es un problema para ellas).

PRESENTE Y FUTURO

Hoy en día, comparando con diez años atrás, abundan referentes lésbicos que van desde las parejas de lesbianas que vemos por la calle a las de las tiras televisivas como The L Word, Sugar Rush, o incluso Mujeres de nadie. También hay de las otras. Años atrás escuché decir a un poeta (gay) que una conocida escritora (hoy conocida) hacía un “mal uso del lesbianismo”, ya que, para hacerse famosa, lo había incorporado como un atractivo más a su exótica personalidad, y sin siquiera haber amado jamás a una mujer. Era una adelantada, sí señora: había pescado tempranamente una tendencia del mercado que la ayudaría a tocar la gloria. Y si bien todo suma, y en algún punto hasta el beso monstruoso que se dieron Moria Casán y Graciela Alfano para la televisión pareciera aportar su granito de arena a la visibilidad, no hay que dejarse engañar. Ellas encarnan un modelo de consumo: el dos por uno de una fantasía heterosexual, al igual que las dos hermosas chicas que posan, bien pegaditas, para un cartel que atraviesa la Panamericana promocionando no sólo una marca de cerveza sino la perla de un lesbianismo vacuo, ofrendado a la complacencia masculina. Las lesbianas reales no entramos en las variables marketineras todavía.

Dice Cecilia Marín: “Ahora, para una adolescente es más fácil asumirse, porque todo el entorno lo tiene asumido, las lesbianas ya somos parte del imaginario y existen referentes”. Analía expone algo similar. Para ella también el terreno de la visibilidad es otro que años atrás: “Cuando yo era chica, no era tan común ver a dos mujeres de la mano. De nuestra edad sí, una que otra; pero más grandes, ninguna. Ahora sí, ahora veo de todo, no serán todas las que hay, ni mucho menos, pero noto que, por suerte, es bastante más habitual que quince años atrás”.

Sin embargo, la relación con la realidad y con los modelos de visibilidad que en ella se despliegan no es igual para todo el mundo. Previamente a salir con mujeres, para Marina (33, psicopedagoga) las lesbianas eran propias de un mundo de fantasías: “Yo no sabía que existían. Recién cuando empecé a salir con chicas descubrí ese mundo que estaba oculto, invisible. Ahí conocí a personas a las que les pasaba lo mismo que a mí. Esto no fue hace tanto tiempo. De todos modos, sólo a partir del momento en que hablé con mi familia y con mis amigos comencé a mostrarme... dejé de poner excusas, de ocultarme. Entonces empecé a ser más clara y, también, a sentirme más yo misma”.

También Soraya comparte esta especie de reencuentro o refuerzo identitario a partir de su salida del closet, el primer paso de una visibilidad cada vez más abarcativa: “Yo tenía un novio, les quise decir a mi novio, a mis padres, a mis hermanas, no me importó nada. Se armó una revolución, y fue como encontrar el centro, ese episodio figura en mi vida como el clave, que me abrió las puertas a mí misma. Se ve que la sexualidad es algo muy importante, por algo se reprime tanto”.

El closet, se ve, tiene muchas puertas. Decirlo en casa no implica no tener que volver a decirlo en otro ámbito. Nadie dijo que sería fácil, ni que, durante la post-esclavitud, la afrodescendiente Rosa Parker fue acusada de revoltosa por negarle a la pálida mujer del alcalde su asiento en el colectivo. “No soy rebelde, estoy cansada”, declaró en su defensa Rosa cuando fue interrogada. El cansancio, en ese caso físico, pero no sólo físico, es también el resultado de andar por la vida cargando un peso: obediencia, silencio, vergüenza, simulación, etcétera. Y si en la práctica el hallazgo del descanso y su manifestación toman la forma de una revuelta, entonces, bienvenida sea.

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“No pasa sólo por lo que los otros no quieren o no pueden ver sino también por cierto acomodamiento. Yo creo que las lesbianas se escudan en la amistad y no muestran el erotismo, lo cubren con un manto amistoso.” Soraya (La Lesbianbanda)
 
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