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Viernes, 8 de febrero de 2013

SOY POSITIVO

Baywatch

 Por Pablo Pérez

Varios amigos y amigas estamos pasando las vacaciones en Uruguay, en casa de mi amigo Nicolás en Costa Azul, a tres kilómetros de La Paloma. Hacía como diez años que yo no veía el mar y más de cinco que no salía de Buenos Aires. Cuando le decía al infectólogo que me sentía cansado y que pensaba que era por efecto del cóctel de drogas, me sugirió tomarme unas vacaciones y lo tomé como una prescripción médica, no me importó entrar en gastos, además no tenía que pagar por el alojamiento. La casa está sobre la playa y desde el quincho se ve el mar, azul como nunca lo vi antes en mi vida. Enseguida sentí los efectos benéficos del sol, el aire puro y las caminatas descalzo por la playa. Aunque llegué dos días después que los demás, fui el primero que se animó a meterse al mar y comprobó que la temperatura del agua, tras la primera sensación de frío, era ideal. Después siguió Nicolás, que resultó ser el más temerario de la banda, y nos invitó a seguirlo cada vez más lejos de la playa. Yo, confiado porque suelo nadar en una pileta dos veces por semana una hora sin parar, lo seguí; al rato hacía la plancha mecido por el oleaje, hasta que escuché que Nico, a un par de metros de donde yo flotaba mirando el sol, me dijo: “¿Me ayudás a salir?”. “¿No podés salir?”, le pregunté sorprendido. Ni él ni yo habíamos visto las señas de nuestra amiga Silvana que, alarmada, nos quería avisar que nos estábamos alejando, más allá de la rompiente. Según ella, desde lejos parecíamos dos caballeros conversando sobre las bondades del clima o la temperatura del agua; pero lo cierto es que, sin haber perdido la compostura, estábamos intentando volver. Primero le di la mano a Nico y con el brazo que me quedaba libre intenté en vano una media brazada, entonces le dije que se agarrara él de mí, pero tampoco pudimos avanzar. Angustiado, mi amigo parecía haber triplicado su peso. “El peso del miedo”, pensé. Lo solté para poder hacer señas con los brazos y pedir ayuda, fue la primera vez en mi vida que grité, a toda voz: “¡Auxiiiiiiiliooooo!”. Enseguida vimos llegar a dos guardavidas, un chico y una chica. No sin cierta envidia, vi cómo el literalmente apolíneo bañero, hermoso como el ideal de bañero por el que todo puto o chica desearía ser alguna vez en su vida rescatado, lo rodeaba con su musculoso brazo y lo aferraba bajo la axila. Yo me contenté con agarrarme del flotador anaranjado que me alcanzó su compañera, a la que una vez en la playa agradecí un montón de veces mientras Nicolás, por su parte, como si acabara de conocer a un chico en la discoteca, le preguntaba a su salvador: “¿Cómo te llamás?”. Sólo faltó que le pidiera el número de teléfono.

Como acá todo cuesta el triple que en Buenos Aires, por si acaso traje en la mochila una caja de preservativos que hasta ahora no tuve la oportunidad de usar: “Conocer a alguien con quien coger en La Paloma es un milagro”, me había dicho un conocido del chat. Y, por lo que veo, el milagro ya nos lo gastamos con el salvataje.

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