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Viernes, 22 de marzo de 2013

SALú, FRANCISCO

Qué lejos llegaste, muchacho de Flores

Te imagino de gurrumín por el barrio, obsesionado con la latita del mendigo. Ya había en vos olor a santidad, cuentan ahora los vecinos. Sabías disculparte, se acuerdan, por algún vidrio roto en los juegos de pelota, y ensayabas el amor cortés con esa chica a la que le pediste imposible matrimonio. Tenías doce años y le dibujaste la casita adonde la llevarías a vivir: “Si no me caso con vos, me hago cura”. Un romántico de poesía al paso, un tanito con aire melancólico, de esos que saben sentir, pero más todavía alardear del sentimiento. Según el tramo juvenil de tu biografía, que ahora pertenece a la historia universal, deviniste apasionado del tango –qué otra melodía podía cautivarte– y el Club Atlético San Lorenzo. Eras el futuro curita que quién iría a decir que ahora... si es de no creer. Se te notaba, eso sí, el compromiso con las causas sudorosas, la amistad paternal, los domingos en familia. Sin embargo, quien supiese ver más lejos que los otros adivinaba en tus ojos porteñazos no precisamente fuego santo sino la voluntad de poder, que se te colaba desde un mundo interior con grandes proyectos personales. Y así llegaste en los setenta quilomberos a superior jesuita con título de filosofía y peronista, aunque no de los zurdos sino de Guardia de Hierro. Pasolini le dijo a Pio XII, tan poco comprometido contra los nazis: “Pecar no es hacer el mal sino dejar de hacer el bien. Usted, Santo Padre, es el peor de los pecadores”. Cuando te visitó por primera vez Elisa Carrió, otra gran administradora de las emociones en beneficio propio, quedó fascinada y echó entonces a rodar la profecía: “Este hombre va a ser Papa”. Y no fue la primera profeta, hubo otros.

Los gestos parecidos al amor te llevaban de un escenario de tragedia a otro. La Gran Escena de la santidad, en todo caso, es un aprendizaje perfeccionado en el seminario, si sabés buscar los maestros adecuados. Ibas de enjuagar el pie descalzo de la cartonera a abrazar a los padres de Cromañón. “Esta ciudad no ha llorado lo necesario”, retaste. Es que las tragedias humanas se prestan más a la gravedad de tu amor escenificado que los derechos civiles y esas necedades. Hubo que ponerse al frente del propio ejército cuando el progresismo invadió la vieja patria nacional y popular con eso del matrimonio igualitario y la ley de identidad de género. “Plan de destrucción del padre de la mentira”, escribiste. Te sientan bien las figuras literarias, el baño de alegorías que exaltan lo que se desvanece, incluso si la ocasión lo deja picando, ciertos diseños verbales que sentís propios del martinfierrismo. Un periodista español encontró que el nuevo papa, cuando propone ante sus cardenales hacer camino, postula un discurso simple, y machadiano.

Cuando los activistas denuncian hoy la intensidad de guerrero con que te opusiste a todo reconocimiento de los amores terrenales de las minorías sexuales, hay algunos gays devenidos en piadosos de la última hora –a nadie le gusta huir de lo unánime– que por Facebook recuerdan que el hoy Francisco introdujo una suerte de pastoral para travestis. El cura Eduardo de la Serna, obcecado en la opción por los pobres, puede imaginarte hasta lavando en el Vaticano los pies de travestis del pueblo. Cree que la exhibición de grandes gestos populares compensará quizá la continuidad subterránea de los expedientes secretos. El afianzamiento de las líneas doctrinales más conservadoras, la herencia inquisitorial de Juan Pablo II y de Benedicto.

No obstante, cuando el cardenal protodiácono Jean-Louis Tauran (con apuro de colibrí, la loca) abrió las cortinas del balcón de San Pedro para anunciarte –y saliste con esa timidez bien gerenciada, simpática y radiante– pensé que quizá podrías volver en el futuro a sorprender con el poder de tu voluntad. Que buscarías imponerte en la historia del cristianismo como quien fue llamado al fin del mundo a recuperar el sentido pleno del concepto de caridad, y entonces ya, transformado de hombre en semidiós, devenido Francisco pero asumiendo en tu nuevo cuerpo espiritual las tremendas culpas de Jorge Mario, hagas algo nuevo, algo bueno. Muchacho del barrio de Flores, que llegaste tan lejos.

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