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Viernes, 26 de abril de 2013

Metróputis

Una mirada atenta a la circulación de la población gay por las grandes ciudades descubrirá cambios sorprendentes en las últimas décadas y muchas paradojas. Si Chueca se perdió a manos del hastío y el consumo, al mismo tiempo se ganó Madrid entero como espacio de visibilidad y yire, Buenos Aires, considerada una ciudad gay friendly, ha perdido el hábito de circular a favor del puertas adentro y con entrada paga, San Pablo parece un milagro interclase y Miami un diseño a medida. ¿El mundo es nuestro o es ancho y ajeno?

 Por Diego Trerotola

Hay algo cierto en que la condición migrante es una recurrencia de la cultura lgtbiq, y que cualquier tipo de fijación es siempre amenaza de estereotipo cristalizado, de deseo petrificado, de final del juego de las identidades que exhiben su sensualidad en el andar sin rumbo. Mejor, por lo tanto, que no haya recorridos pautados que dejen poco o nulo espacio para el desvío, el despiste, el descubrimiento, la sorpresa. Las ciudades, esas metas que la cultura lgtbiq supo construir como paraísos de un deseo en circulación vertiginosa, permitieron que la modernidad inscribiese territorios sexualizados por las prácticas informales, creativas, de la deriva homo. Yirar, crear circuitos a puro taconear empedrado o asfalto, dejar las huellas de los fluidos entre baldosas, escandalizar con una torsión impúdica, bamboleos, tremendas performances de seres que surgían para visibilizar otra ciudad a su paso doble pero nunca doblegado. “En vez de seguir los rumbos prefijados, el extraviado, el derivante, los mezcla, los salta, los confunde, en una palabra, los transversaliza. En la deriva del pasear ‘sin ton ni son’ –en realidad todo un viaje deseante– no importan tanto a dónde se va como el fluir en sí del trecho que se recorre”, escribió Perlongher en su texto sobre “poética urbana” a fines de los ’80. Cuando la derecha de la tolerancia decía que no tenía nada en contra de la diversidad sexual siempre que hagan lo que hagan “entre cuatro paredes”, el movimiento lgtbiq llamaba a reclutarse en las calles, a salir del armario inmobiliario, de demoler esos cimientos que suponen que la orientación sexual y la identidad de género son expresiones recluidas a cárceles de ladrillos. Hacer desaparecer a la diversidad sexual de la esfera pública era simplemente hacerla desaparecer. “Es el momento de salir de las camas y de los bares y de lanzarse a las calles”, era la primera frase del manifiesto de las Lesbianas Vengadoras, en una Nueva York de 1993, una de las capitales gay friendly del mundo que había creado otra forma de reclusión con una cultura de bares, discos y circuitos exclusivos y excluyentes que asfixió a Reynaldo Arenas al inicio de esa década. La revuelta de Stonewall salió del pub para dar batalla en la calle y hacer del espacio público un territorio de conquista; aunque, paradoja del destino neoliberal, aquella victoria fundamental para el activismo volvió a meter a la mayoría de la comunidad lgtbiq dentro de pubs, discos, saunas y otros reductos.

De la casa al sauna del sauna a la web

La geografía lgtbiq de Buenos Aires de unas décadas atrás tuvo a la avenida Santa Fe, con epicentro en el cruce con Pueyrredón, como territorio colonizado por la visibilidad (aunque mayoritariamente gay y nocturna), donde se llegó a homoerotizar el espacio público de formas creativas y transformadoras. El último lustro esa conquista se desvaneció frente al crecimiento de una cultura lgtbiq puertas adentro: fiestas, discos, saunas, shows. Las guías orientadas a la comunidad traían recorridos, calles de yiro y lugares públicos de encuentro que ya no están marcados en sus mapas. La ciudad perdió sus circuitos de yire y con esa pérdida se diluye la historia de resistencia de una generación que ganó las calles. Y si bien Internet cambió la modalidad de las relaciones, muchas ciudades del mundo menos pobladas que Buenos Aires y más tecnológicamente expandidas, crecieron notablemente en visibilidad urbana. Es válido que la sensibilidad lgtbiq se desparrame en el laberinto citadino sin límite, libérrima y sin un sitio de pertenencia específico, tampoco sucede que la visibilidad porteña se haya expandido. Y tampoco hay tantos negocios que hagan flamear la bandera del arco iris, pocas vidrieras tienen imágenes diversas, la gran mayoría de los boliches aún son puertas neutras escondidas en las fachadas sin rasgos del orgullo a la vista.

“Vivir la ciudad es sentirla, y en ese sentimiento inventarla. No es una invención individual subjetiva, sino colectiva, ‘impersonal’ y se transmite, a la manera de un contagio entre cuerpos en contorsión tremolante, a través de un plano de percepción que es el de la intuición sensible”, cita Perlongher a Pierre Sansot y su “entología de lo sensible urbano”. A pesar del avance de derechos de la comunidad lgtbiq, aún falta un cambio cultural que haga a Buenos Aires una ciudad más sensualmente diversa. Aunque se ven más parejas de la mano que hace una década, son muy pocas comparadas con ciudades latinoamericanas que están más atrasadas legislativamente hablando. Falta que reinventemos un sentimiento colectivo que abra la puerta para ir a pasear.

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