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Viernes, 24 de mayo de 2013

¡Camp! ¡Bizarro! ¡Kitsch! ¡Excesivo! ¡Mamarracho! ¡Maravilloso! ¡Sorprendente! ¡Estrambótico! ¡Fabuloso! ¡Opulento! ¡Genial!

Matt Damon y Michael Douglas protagonizan Behind the Candelabra, la película que cuenta la vida de Liberace y también el “matrimonio” oculto que mantuvo durante todos los años que negó a gritos su homosexualidad, mientras la proclamaba en cambios de vestuario, excentricidades y poses de loca. La película, que fue rechazada por “demasiado gay” por varios estudios cinematográficos, pasó por Cannes hace poco más de una semana. Aquí, el retrato del director teatral Kado Kostzer, que tuvo oportunidad de verlo en mármol y en persona.

 Por Kado Kostzer

Mis días mexicanos pasaban entre una casita en Cuernavaca y un departamento en la llamada Zona Rosa del D.F., Florencia esquina con Londres. Desde todas mis ventanas se podía ver el dorado Angel de la Independencia en el Paseo de la Reforma. Hasta llegar a él la vista se recreaba con parejas y elegantes palmeras, que la intervención de María Félix habían salvado de que fueran taladas para permitir ¡una mejor circulación vehicular! Agradable lugar para vivir en los ’70. En la planta baja del edificio, según contaban los vecinos más antiguos, desde siempre hubo un comercio dedicado a la venta de artículos decorativos. En sus vidrieras, que abarcaban las dos calles, uno podía apreciar horribles mesitas de café, abominables ceniceros, absurdos adornos, falsas frutas, juegos de fatales ajedreces, ¡el ratón Topo Gigio! y un sinfín de aberraciones en alabastro, jade, lapislázuli, granito, travertino y los variopintos y codiciados mármoles. Era increíble el destino que podían tener esos materiales nobles robados a la naturaleza que las hábiles manos de artesanos convertían en objetos bastardos. Lo más interesante del local era la clientela, casi en su totalidad turistas extranjeros.

No era extraño cruzarse en la puerta con Farrah Fawcet, Burt Reynolds, Linda Carter o George Hamilton. El negocio tenía su prestigio en Beverly Hills y si sus residentes pasaban por México, la visita (y la compra) era obligada. Sin embargo había un cliente especial, un cliente que por sus extravagancias incitaba la creatividad del establecimiento. ¡Liberace! De esos talleres había salido el piano (mudo por supuesto) de mármol rosa que maravilló a Hollywood.

Mi amistad con los encargados del negocio me permitía de vez en cuando ver algo que se preparaba para ser enviado a Liberace. Un día apareció el comprador en persona y cuando se estaba por retirar los empleados me invitaron a bajar al local para ser presentado. Todos los adjetivos que conocía en inglés fueron pocos para elogiar las maravillas que había visto destinadas a él. Sin embargo, el tema de Liberace fue, al ser yo también extranjero, la traidora agua mexicana que provocaba en invasores foráneos esa temible diarrea que se conocía como “venganza de Moctezuma”. Había llegado a México con su recién conocido protegé, el jovenzuelo Scott Thorson, y un asistente, provisto de 80 litros de agua mineral (lo que significaba entonces 80 botellas de vidrio) para 48 horas de estadía. Luego, como despedida, me contó que su diseñador personal, por más de 30 años, Frank Acuna (que quizá se llamara Acuña), le había realizado un traje de gaucho “¡idéntico al de Rodolfo Valentino!, claro que no tan auténtico sino ¡un poco más adornado!”. Lamento no haber visto nunca una foto donde lo lucía.

El patrimonio

Alucinado por el personaje, a quien había visto en sus shows de la televisión, apenas hice un viaje a Nueva York me apresuré a comprar su libro The Things I Love (Las cosas que me gustan), que a pesar de mis mudanzas aún conservo. En su portada dice: “El gran showman americano lo invita a un recorrido íntimo por sus casas para compartir los tesoros de su mundo fabuloso”. El publicista que escribió la frase no mentía. En cualquier página que uno abra de esta delicia visual y literaria se encandila con los dorados, se extasía con elaboradas orfebrerías, se satura de destellos, se regodea con las texturas, se empalaga de buenos sentimientos, se deleita con el showman acompañado de su madre (dama con estolas de piel), bebés, celebridades, mascotas, curas y el signo $ con cifras de más de tres ceros ilustrando el valor en dólares de cada una de sus posesiones.

Comprador compulsivo, el afamado pianista estaba siempre a la búsqueda de nuevas incorporaciones para sus cinco hogares (uno de ellos con piscina en forma de piano) que decoraba personalmente en el burdelesco estilo Liberace. En las opulentas propiedades (Palms Springs, Las Vegas, Beverly Hills), acumulaba sus muchas valiosas colecciones: un tesoro de Alí Babá en joyas; 20 coches entre los que se incluía un taxi londinense; 18 pianos de todas las épocas y características donde la estrella era el que había pertenecido a Chopin; servicios completos de vajilla donde alguna vez habían comido reyes y emperadores; mobiliario de valor histórico como el escritorio del zar Nicolás II sobre el que se firmó la alianza franco-rusa; bibelots; miniaturas, chirimbolos. Muchas de estas piezas eran objetos familiares regalados, o heredados, por pudientes señoras. Fans que habían caído rendidas por su hechizo de artista y hasta le habían arrojado a los escenarios de Las Vegas las llaves de sus cuartos de hotel (sin duda alguna, devueltas de inmediato por un eficaz asistente).

El artista y su fórmula

¡Maravilloso! ¡Bizarro! ¡Camp! ¡Estrambótico! ¡Genial! ¡Mamarracho! ¡Excesivo! ¡Kitsch! ¡Opulento! ¡Decadente! ¡Sorprendente! ¡Fabuloso!... Se podrían acumular los cien adjetivos más contradictorios del diccionario para definir a Liberace y todos, absolutamente todos, resultarían adecuados. Su fórmula era perfecta: algunas composiciones clásicas “sin las partes aburridas”, como él decía; un toque de música popular almibarada; cierta dosis de autoparodia y toneladas de espectacularidad. El primer signo de espectacularidad apareció en sus presentaciones inspirado por esa joya del absurdo que se llamó Canción para el recuerdo (1945), donde el atlético Cornel Wilde interpretaba al tísico Chopin. Invariablemente sobre el barroco piano había un candelabro. Liberace se apresuró a incorporar uno al suyo y se transformó en su sello personal, al punto de concluir su firma autógrafa con el dibujo de un pianito con candelabro encendido.

Quizá cuando el eximio Ignacy Paderewsky, su ídolo de la niñez en Milwaukee, le consiguió una beca para el Wisconsin College of Music, el adolescente Liberace haya sido un pianista con grandes posibilidades que a los 16 años tuvo su debut como solista con la Sinfónica de Chicago. Diez años después ya la música casi había quedado en segundo plano, y la pobreza muy atrás, y el flamboyant artista se preocupaba más por el vestuario que por su técnica interpretativa. “Yo no doy conciertos –había advertido– hago shows”, por eso sus apariciones, cual más sorprendente, se convertirían en hitos del mundillo de Las Vegas: sobre un elefante, en un Rolls Royce blanco conducido por su Scott, sostenido por un arnés volando en una combinación perfecta de Superman con Mary Poppins; exhibiendo un tapado de zorros blancos que seguramente provocaría la envidia de Marlene Dietrich; envuelto en una capa imperial con cuello de armiño y pedrería de 30 kilos de peso; con hot-pants de lentejuelas recreando la bandera de su patria.

La interrelación de Liberace con su público era un espectáculo aparte. No muchos artistas, más talentosos, aunque menos carismáticos, lograban tal adhesión. La expresión “lo tenía a sus pies” se cumplía literalmente. Después de haber sorprendido con uno de sus fabulosos atuendos decía: “Esperen un momento, voy a cambiarme por algo más espectacular” o estiraba sus regordetas manos hacia las extasiadas admiradoras que se agolpaban al borde del escenario para contemplarle las joyas: “¡Gracias, gracias, ustedes me las compraron!”, exclamaba gozoso.

A mediados de los ’40, en el naciente negocio de los casinos con shows de Las Vegas, Liberace encabezaba embolsando 50 mil dólares por semana, promediando ingresos de cinco millones al año durante sus 25 temporadas en los famosos centros de entretenimiento. Ganancias extras provenían de su habilidad para el mundo de los negocios en el que incursionó en diversas áreas lucrativas: restaurantes, tiendas de antigüedades, una línea de ropa masculina, un museo dedicado a ¡él!, libros de cocina con especialidades italianas y polacas (sus dos ascendencias) a la Liberace.

El cuarteto que no fue

En 1998, en Londres, y a punto de estrenar una obra en la que dirigí a Leslie Caron, fuimos juntos a un reportaje en la BBC. Apenas llegamos al estudio la memoriosa actriz de Gigi me dijo:

–En este mismo estudio conocí a Liberace. A mí me entrevistaban porque estaba haciendo Ondine en el Aldwych Theatre y él había venido a dar uno de sus shows. Fue en 1961, creo. Tocó el piano con mucha pasión, pero lo más gracioso fue descubrir que detrás de ese cortinado había otro pianista, seguramente mucho mejor que él, que “reforzaba” su ejecución. Luego charlamos y me contó entusiasmado que tenía una idea para hacer una película con Doris Day, Audrey Hepburn y yo. Una cantante, una modelo y una bailarina enamoradas de un pianista, él. Música, moda, canciones y danza en un mismo film. ¿Te imaginás? ¡El al piano y yo bailando de puntas! A mí me pareció inútil decirle que había colgado las zapatillas.

Su delirio como galán romántico ya no había dado frutos, en 1955, cuando le asignaron a Dorothy Malone como objeto de sus deseos en un engendro (hoy de visión irresistible) Sinceramente tuyo (Sincerely Yours) de la Warner Brothers. Era la primera vez que el Rey Midas Liberace tropezaba en la boletería. Se dijo entonces porque estaba sobreexpuesto en televisión. Imagino que para el público, a nivel consciente o inconsciente, resultaba improbable verlo en pareja con una mujer (lo mismo, y a la inversa, sucedió cuando la directora Jane Wagner, pareja de Lily Tomlin, la reunió románticamente con John Travolta en Moment by Moment, un verdadero desastre de fines de los ’70).

Momentos difíciles

Con su fama cimentada en los homofóbicos años ’40 y ’50, difíciles épocas para cualquier gay, Liberace supo explicitar su homosexualidad y a la vez ocultarla empecinadamente. Una prueba de esto último es una carta firmada por el más macho de los machos, el republicano John Wayne, dirigida a una matrona de Texas, Mrs. Robinson (sin relación con la de Simon & Garfunkel). En ella le explica a la señora que las vestimentas y el amaneramiento de Liberace sólo tienen el objetivo de obtener publicidad, lo que es habitual y aceptado por los profesionales del espectáculo. Todo atisbo de homosexualidad, ¡y aun de mariconería!, se disipaba si lo decía John Wayne.

Ni el testimonio del cowboy cinematográfico podría haber hecho cambiar de opinión al columnista del Daily Mirror de Londres, el malicioso William Connors, que se ocultaba bajo el seudónimo de Cassandra, cuando escribió sobre Liberace: “Es el compendio del sexo. El pináculo de lo masculino, lo femenino y lo neutro. Todo lo que él, ella y eso pueden desear”. El comentario tuvo respuesta histórica del showman: “Su artículo me afectó profundamente. Cuando fui al banco a depositar mis ganancias lloré durante todo el camino”, puso en su telegrama. Años más tarde volvería periodísticamente sobre el tema: “¿Se acuerdan del banco al que yo iba a depositar llorando?”. Luego de una pausa, agregaba: “Ahora es mío. ¡Lo compré!”. También demandó por libelo y le ganó al infame pasquín Confidential, que en los ’50 echó mantos de sospecha sobre la sexualidad de Rock Hudson, George Nader, Anthony Perkins, James Dean y Tab Hunter.

La promiscua vida sexual de Liberace, con infinidad de ocasionales partenaires y abusivos protegidos, nunca trascendió fuera de su círculo íntimo. En él contaba con fieles amigas-taparrabos, las actrices Betty White y Joanne Rio, siempre a mano para salvar su imagen ante la prensa caza-locas que se hacía, pero no era tan tonta. (Cualquier semejanza con nuestro aprendiz de Liberace, Ricardo Fort, no es coincidencia.) El humor y el entorno del pianista, sin embargo, no pudieron frenar el juicio por 113 millones de dólares que le inició Scotty Thorson, al que había conocido en 1976, cuando era un adolescente. Con promesas de adoptarlo legalmente, una vida rumbosa y regalos costosos, se entregó a la tarea de convertirlo en una versión joven de él mismo. Diversos cirujanos plásticos hicieron estragos en la juvenil cara para lograr el parecido. Los postoperatorios obligaron a Scott a consumir una cantidad de drogas de las que se volvió adicto. La pareja se separó a los cinco años con la demanda del estropeado muchachito. El litigio se arregló fuera de la corte con la bicoca de 95 mil en cash, un coche y dos de los adorables perritos. En 1987, en su lecho de enfermo de sida, Liberace, sabiendo su fin cercano, pidió verlo y se reconciliaron. Un año después del deceso del pianista, Scott Thonson, convertido en coescritor, y sin la prótesis del “mentón Liberace”, publicó Behind the Candelabra: My Life with Liberace, que HBO convirtió en un telefilm de prestigio.

Su pensamiento vivo

“La diferencia entre un niño y un hombre es el precio de sus juguetes.” (Es cierto)

“¿Por qué no me casé? Porque tengo tanto amor para dar que sería injusto ofrecérselo a una sola persona. Así que me veo obligado a esparcirlo a mi alrededor para que a todos les toque un poquito.” (Muy generoso de su parte.)

“El público sólo quiere una cosa, ¡que lo entretengan!” (Totalmente de acuerdo. Siempre cumplió con la premisa.)

“Una admiradora me escribió contándome que yo la había embarazado cuando la miré por un instante. Tuvo/tuvimos mellizos.” (No aclaraba si tocaban el piano o no.)

“Los perros son parte de mi vida y los considero mis hijos.” (Sin comentario.)

“Recibo más de 200 cartas de admiradoras por día, también tortas y postres que nunca como porque desconfío de lo que puedan haberle puesto dentro.” (Muy prudente. La burundanga existe desde tiempo inmemorial.)

“En la clínica Las Vegas me hice un chequeo completo y mi buen amigo el Dr. Elias Ghanem me dijo que voy a vivir hasta los cien años. Parece ser que tengo mucho que mostrarles y que decir en mi próximo libro.” (Hubo otro libro, pero el doctor la erró por 33 años. Liberace murió a los 67.)

“Me gustaría ser recordado como un espíritu gentil y amable, como alguien que hizo al mundo un poco mejor para vivir, porque yo viví en él.” (No sé si es para tanto, pero con sólo pronunciar su nombre, ¡Liberace!, ya se provoca una sonrisa. Es bastante.)

Demasiado gay

“Antes de Elvis, antes de Elton John, Madonna y Lady Gaga, estaba Liberace”, recuerda HBO Films para anunciar el estreno de la película que se estrena este domingo en Estados Unidos y que pasó por el Festival de Cannes hace poco más de una semana. Protagonizado por Michael Douglas en el papel del excéntrico pianista y con Matt Damon como su asistente y amante, y dirigido por Steven Soderbergh (Traffic, The Girlfriend Experience), el film cuenta los detalles no revelados de la vida de uno de los artistas mejor pagos del mundo en su época. La biopic se llama Behind the Candelabra y, según asegura su director, fue rechazada por Hollywood y varios estudios por ser “demasiado gay”.

El síndrome Liberace

En 1956, Liberace demandó a The Daily Mirror por publicar una entrevista que lo pintaba como un “hombre poco masculino”. Para alguien que parecía haberle dedicado toda su carrera a sugerir a fuerza de brillos y fastuosidades que, de hecho, era un hombre poco masculino, la demanda huele a incoherencia. “Macho” no es una palabra que venga a la mente cuando se piensa en él. Liberace no tuvo secretos con sus amigos, pero siempre mantuvo firme la intención de cuidar su imagen pública a la hora de hacer o deshacer aclaraciones sobre lo que consideraba su mundo privado. Un cuidado que lo llevó más de una vez a rasgarse las vestiduras, a ofenderse como nadie y desmentir a grito pelado cada vez que alguna insinuación mediática sobre su homosexualidad se deslizaba. Sin embargo, alimentaba aquella imagen pública de él como un hombre que se teñía el pelo en diferentes tonos grises “para verse más natural”. O como “hijo de mamá” profesional: había declarado en otra entrevista que no se casaba para amar mejor a su madre. Para las miles de mujeres que eran sus fans –que seguían su show, único capaz de competir con I Love Lucy en los ’50–, ¿era solamente un hombre amoroso con mamá? ¿Habrán llegado esas señoras a las mismas conclusiones que The Daily Mirror? ¿Habría que atribuir esos cientos de declaraciones de amor que recibía a ceguera homofóbica? Seguramente notaban que era “poco masculino”, pero eso no significaba que quisieran o pudieran ver a la loca que gritaba por salir a la superficie dentro de ese cuerpo adornado y barroco. Jhonny Mathis y Jhonnie Ray, luego de décadas de mutismo, comprobaron que sus fans podían mantenerse firmes en su apoyo luego de que hicieron pública su homosexualidad. Mathis le dijo a la revista US a principios de los ’80 que tenía dos amantes masculinos y no se cayó el mundo. ¿Será acaso que en algunos artistas la homosexualidad –sospechada o real– es un gran porcentaje de su atractivo? ¿Será que el fenómeno de la negación rotunda e indignada –conocido como Síndrome Liberace– no es más que una manifestación más de mariconería, un aspecto más del personaje construido a escala masiva?

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