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Viernes, 16 de agosto de 2013

CUANDO YO FUI NIñO

Recuerdos de provincia

 Por Eduardo Muslip

Tenía once años cuando se decidió que pasara un verano en Tucumán, con los parientes de mi papá. Algunos días estuve en la casa en que vivían dos de sus hermanos: un hombre y una mujer que yo casi no había visto antes, solteros, de unos cuarenta años. Mi tío era policía, mujeriego, vivaz, corpulento, salía mucho de noche y la familia lo respetaba. Su hermana era enfermera, tenía relaciones con muchos hombres, era muy animada y divertida, y también salía bastante de noche, pero a ella no se la respetaba tanto. Cada uno tenía su cuarto. En la casa había un tercer ocupante, mi abuelo, un anciano libanés, feo, malhumorado y que hablaba mal, que estaba al cuidado de mi tía.

Los días eran calurosos. También lo eran las noches, pero los espíritus de todos se animaban con la caída del sol. El sábado a la tarde, mis tíos me dijeron que yo pasaría la noche con los vecinitos del barrio mientras ellos, cada uno por su lado, saldrían a divertirse; yo podía volver a la casa cuando quisiera, la puerta quedaba sin llave. Mis tíos no temían dejarme solo, y creo que nunca me pasó nada malo esos días en que recibí tan laxos cuidados. Después de una cena rápida, se prepararon para salir. Ella le daba un sedante muy fuerte a mi abuelo, para que se durmiera de inmediato y no molestara hasta el día siguiente. El dormitorio del anciano era lo único cerrado: todas las demás puertas quedaban abiertas, había que ventilar la casa. Quedaba abierta la puerta del baño mientras mi tía se duchaba, para que no se acumulara tanto vapor; también quedaba abierta la puerta de su cuarto mientras se preparaba, para no acalorarse; tanto en ese cuarto como en el de su hermano había ventiladores y grandes espejos. Mi tía dedicaba un buen tiempo a delinearse los ojos con kohol. Venía en un frasquito de madera con motivos orientales. Es bueno para los ojos, los árabes siempre lo han usado, mujeres y hombres, me explicó mi tía, mirándome mediante el espejo, con tono didáctico y cariñoso por el cariño que me tenía y por el que sentía por sí misma en el tiempo dedicado al arreglo personal. Estaba medio desnuda. La ropa de calle era lo último que se ponía: no había que transpirarla. Y partía, espléndida y sola. Toda la casa olía a vapor, a jabón, a perfumes; por las ventanas abiertas entraba una brisa que mezclaba y potenciaba esos aromas; en Tucumán, el viento de la noche traía el olor de la vegetación de los cerros, decían. Mi tío también se bañaba con la puerta abierta. De ahí pasaba a su cuarto, y se ponía entre el ventilador y el gran espejo. Tenía pelo negro en todo el cuerpo, que era un problema, me dijo, porque retenía la humedad. Se secaba con esmero: las axilas, el pecho, las piernas, los genitales, enumeraba didáctica y cariñosamente mi tío. En los genitales se demoraba aún más: “Acá la piel hace muchos pliegues, ¿ves? Debe estar bien seco antes de vestirse”, me explicó. En el momento de su manipulación, los genitales tomaron mayor volumen y los pliegues desaparecieron, lo que favoreció la tarea de secado. Después se puso la ropa, y partió.

Yo me había bañado antes de cenar; me puse un pantalón corto y una remera cualquiera. Después de que mi tío se fuera, salí a reunirme con los chicos del barrio. Estaban recién bañados y con prolijas camisas de mangas cortas y pantalones largos, como pequeños adultos; mi remera y mi short me dieron vergüenza. Vestían como adultos, y querían serlo: miraban con ansiedad la vida de los mayores, sobre todo la sexual. Mientras charlaban de ese tema, uno modeló en barro una gran pija. Los demás festejaron la creación. Está mal hecha, pensé. Es hermoso ser adulto y es triste ser chico, sentí al ver a mis amiguitos. La pija de barro se desintegró enseguida; igual algún mérito debió de haber en ella, porque sigue firme en mi recuerdo, junto a las imágenes de mis tíos al lado del espejo o del ventilador. Esa noche estuve poco tiempo en la calle, y me fui a la casa y a la cama temprano.

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