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Viernes, 18 de octubre de 2013

FOTOGRAFíA

Segundas sombras

Dos viajes a América, dos épocas, dos cámaras muy distintas y un solo Alberto Goldenstein, el extranjero que mira lo que otros no.

 Por Daniel Gigena

Dos series de fotografías, vinculadas más por sus diferencias que por las semejanzas, fijan un camino de aprendizaje de doble vía: por un lado, el modo en que los episodios autobiográficos contribuyen a la creación de una mirada y, por otro, la sobria lección de un maestro de la fotografía argentina. Americanas reúne dos conjuntos de fotos que Alberto Goldenstein tomó en dos viajes a Estados Unidos, con un intervalo de treinta años entre cada uno. El primero, de 1982 a 1984, a Boston; el segundo, de 2011, durante la estadía de dos semanas en Nueva York. Con dos propósitos distintos –a Boston para estudiar; a Nueva York para comprar una cámara– y con dos edades (y trayectorias) distintas, incluso con dos aparatos –cada época tiene el suyo– diferentes: en Boston, dieciocho imágenes analógicas en blanco y negro; en Nueva York, diecinueve fotos digitales con colores plenos, saturados, casi irreales.

Se podría decir que la fotografía y la ciudad moderna van juntas. A ese par habría que sumar la figura del inmigrante. Varios de los grandes fotógrafos estadounidenses fueron inmigrantes: Alfred Stieglitz y Robert Frank, ambos homenajeados en la muestra, nacieron en Europa pero desarrollaron su carrera en Estados Unidos; a la inversa, para Imogen Cunningham y Berenice Abbott la formación en Europa fue decisiva. Sus imágenes del arte arquitectónico urbano, de los transeúntes y de las situaciones callejeras, contagiadas de lejanía, se convirtieron en emblemas fugaces.

Hace unos años, Goldenstein había fotografiado su ciudad natal (Mar del Plata) y Buenos Aires como si fuera un intruso, un antiturista, un voyeur culto e irónico: encuadres inusuales, puntos de vista forzados –en puntas de pie o sobre un banquito–, citas a la historia de la representación, gags visuales. Americanas continúa ese proyecto. Las fotos de Boston fueron montadas en una sala museística, iluminada por Bruno Dubner a pleno. Esa atmósfera láctea contrasta con los áridos paisajes urbanos –imposibles cruces peatonales, vestigios de las guerras yanquis en territorios extranjeros, vidrieras de negocios y de bares– y con una excursión discreta a la intimidad del fotógrafo. Una enorme composición digital en el centro de la sala (con tomas de desnudos, falsas instantáneas y escenas diagonales) transforma el cliché del aura de la fotografía en un factor dinámico. Y dos autorretratos velados –un pie con zapatilla rocker que tienta el abismo y la sombra del fotógrafo proyectada en una pared– devuelven un aire de época, acaso contracultural, asociado a la construcción de una subjetividad.

En el paso de lo analógico a lo digital (es divertido saber que las fotos del segundo viaje a Estados Unidos hayan sido tomadas con la cámara que Goldenstein había ido a comprar) las imágenes se vuelven a la vez voluptuosas y –treinta años no es poca cosa– reflexivas, como si en ellas hubieran decantado lecturas, decepciones, restos de otras imágenes, ideas. La foto de los cuatro cerezos en flor, en la calle 23 Oeste de la ciudad; la del lobby del famoso hotel Chelsea, con el retrato de Truman Capote a través de un filtro rojizo, y el autorretrato en la cama del hotel, con un clima de latencia y atención dispersas, son modelos de desvíos del uso de una técnica que tiende a regular, a emparejar y a homologar.

Vemos ahora las dos grandes fotos tomadas en el Central Park. Una vertical, en la que otra vez el fotógrafo se halla en un punto de mira anómalo, como colgado de la rama de un árbol, y la otra panorámica y a la vez profunda, donde, en un ángulo, parece que hubiera más personas reflejadas en el agua quieta del parque que sobre el césped; ambas contienen pequeñas escenas narrativas simultáneas (besos, juegos, paseos, firmes traseros masculinos) que, en una segunda mirada, parecen sólo excusas para que la pantalla del agua, la rejilla de los árboles y el fulgor del pasto –es decir, el escenario, el “marco”– cobren la importancia que los ojos deben pagar por querer tocar. l

Hasta el 30 de noviembre en Foster Catena (Honduras 4882), de martes a sábados de 13 a 19.30.

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