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Viernes, 29 de noviembre de 2013

El dolor y la máscara

 Por Adrián Melo

”Sólo hay una cosa en el mundo peor que estar en boca de los demás y es no estar en boca de nadie”, dijo una vez Oscar Wilde, y ésa parece haber sido la máxima que siguió Ricardo Fort durante los que serían los cinco últimos años de su vida. Fue entonces cuando decidió renegar del destino de la empresa familiar con la creación de un personaje mediático y excéntrico, subir el perfil con la intención manifiesta de ser famoso y comenzar a desfilar por programas de chismes y entretenimiento (el escándalo más virulentamente homofóbico fue el que protagonizó con Flavio Mendoza). Todo esto sustentado en un personaje fascinante para algunos y revulsivo para otros, que hacía ostentación obscena de su riqueza y en cierta forma de una sensualidad voraz, que exhibía el oro y el glamour en sus cadenas, en su Rolex, en su vestimenta estrafalaria a lo Elvis Presley, y aparecía rodeado tan pronto de pulposas y cambiantes mujeres que decían ser sus novias como de un grupo de efebos generalmente semidesnudos, de los cuales se insinuaba que eran sus amantes, pero que presentaba simplemente como sus guardaespaldas. Una estrategia de la literatura del siglo XIX: no revelar el secreto, pero que todos supieran que tenía un secreto. Porque hemos de recordar que, en los primeros años de su fama incipiente, Fort jugó al juego del armario de vidrio. Primero se confesó heterosexual, silenciando y acallando las numerosas voces de su pasado y de su presente que daban cuenta de su sexualidad; hasta que, casi llegando al fin de su vida, salió de un closet en el que nadie creía pero aclarando innecesariamente que era activo. Reveló que era gay sin pena ni gloria, sin ningún aporte a las luchas por la igualdad sexual.

Encarnó también en la remodelación de su cuerpo, en sus músculos, en sus implantes, en sus prótesis, en sus tatuajes, en sus hijos nacidos de un vientre comprado, una especie de Cyborg que reunía algunas de las características (las negativas) asignadas al mismo por Donna Harraway, aunque sin ningún potencial subversivo. Hasta aquí, sólo un millonario casi de caricatura. Todo frivolidad, autoficción, una imagen negativa para los gays con los elementos de vida escandalosa y muerte joven, de exposición de la vida privada sin más, que llegó al paroxismo en la constante publicidad de sus operaciones, de su dolor físico, de su despedida a su público desde el sanatorio donde estaba internado.

Me cuesta escribir estas palabras, lo que Fort significó en la esfera pública en un momento tan doloroso para su esfera privada, para sus seres queridos. Tenía que haber una manera de acercarme a este personaje que, como Edipo, comenzó a inventarse tras la muerte de su padre. Entonces, casi cuando estaba terminando de escribir este artículo, me encontré con una anécdota de mi entrañable amigo Fernando Martín Peña, que me permitió al menos acercarme de otra manera a la figura de Fort, intentar comprenderlo, empatizar con él y con parte de su existencia, y que incluso me conmovieran su vida y su muerte. Escribe Peña: “Fort y yo fuimos compañeros uno o dos años en la secundaria, un colegio de curas que era fácilmente detestable. Está como personaje en algunas historietas que yo dibujaba entonces e incluso en una película que filmé en Súper 8. No fuimos amigos, pero era un tipo agradable, tirando a rubio, alto y bastante pintón. De hecho yo le tenía un poco de envidia porque imaginaba que le iría bien con las chicas. Cuando lo vi aparecer en público hace unos años, decidido a reventar la fortuna familiar, ser famoso y vivir como le pareciera, recordé algo. En esa época él tenía una especie de tic, se acomodaba de manera recurrente el pelo que le caía sobre el cuello. Y durante una clase de inglés la profesora le dijo, delante de todo el mundo: ‘Deje de tocarse el pelito, Fort, ¿es marica usted?’. Nos reímos, claro. Todos. Pero, decía, cuando volví a verlo recordé ese momento particular, esa forma de la humillación que en 1982 era parte de una normalidad. En ese momento se la guardó. Pero me pregunto cuántas pequeñas heridas de ésas habrá aguantado, hasta que decidió transformarse, exponerse, hacer público todo lo suyo. Incluso su sufrimiento”.

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