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Viernes, 20 de diciembre de 2013

Diosa patrona del pueblo travestí

Hace veinte años moría en París el escritor, crítico y pintor cubano Severo Sarduy (1937-1993). Barroco hasta darle a la mariconería su merecido lugar en la imaginación latinoamerciana, legó una voz estridente y un elenco de criaturas que ponen en evidencia y en apuros la clásica división de géneros, ya sean sexuales, literarios y hasta textiles.

 Por Walter Romero

Su prosa fue esa pensante y fresca correntada que vino a recordarnos, con ritmo de habanera, que el lenguaje puede arrastrarnos con él a la más pura y dicharachera de las disoluciones. Sus “criaturas” se saben ornar de palabras hasta por demás, como cuando las travestís –así le gustaba llamarlas– se montan con piedras preciosas y mucho fasto: son seres hechos de lenguaje que quieren disimular que son (id)entidades siempre en ciernes que sin embargo, antes del total desvanecimiento, pueden también regalarnos proclamas de loca, pero de loca culta: “¡Sean brechtianas!”. Así, su espesura verbal –una de las frondas más ricas que ha dado la lengua española en el siglo XX– tiene consistencia de voluta que se disipa en los plisados incontables de la lengua, esa “maraña arrebujada”.

Sarduy, nacido en Camagüey, es –o debería ser– un dios tutelar para el mundo travesti. El menjunje “en los ojos y en la boca”, el coturno insólito, los alambres que tornean falsos senos, la horma y el tacón, las medias-red (o el relato siempre in medias res), los pelucones de dimensión astral, la materia incierta del canecalón o del /shibré/ (¡pronúnciese así!) o uñas tan falsas que parecen reales, y decoradísimas como si en ellas cupiera un mundo... Todo ese esforzado arte –que mucho tiene de catedral y de miniatura– constituye el “determinismo ortopédico” con que el cubano construye su “quilombo lírico”. Si en Genet eran puro rito y escena, en Sarduy “los” travestís –siempre venidos “como de otro mundo”– son sacerdotisas cuyo credo es “corregir los errores del binarismo natural”. Hay ritual, pero también cumbiamba. En sus más que descabelladas heterotopías, la pompa es casi siempre mucha, pero también “hay viento, y cenizas en el viento”, volviendo un poco queer los versos de Borges que, junto con Luis de Góngora y José Lezama Lima, son –para este hijo del trópico– “las tres estrellas máximas”.

En su universo desconchado –o más propio de un caosmos– siempre se siente con fuerza la jerarquía que el loquerío se impone. En Cobra (1972) –que integra la trilogía “ejemplar” de Cocuyo (1984) y Colibrí (1990)– el personaje de la Señora es la cumbre de un poliedro donde moran en conflicto la Monstrua, la Siempre-Presente, la Buscona, la Alcahueta, la Contraída, la Matrona, la Spaventosa, la Cadillac, la Inclita o, sin más, La “Sontag”, haciéndole un guiño a una inteligencia brillante y, a la vez, a un mechón plateado y muy famoso entre la intelligentzia.

Sólo de Oriente debería nutrirse “un auténtico” travestí: allí es donde todo nace y renace. Sarduy amaría, de las drag-queens actuales, a aquellas que lleven ese aroma a almizcle lejano o a yermo exotismo. Pero –lo sabemos– es difícil ser sencilla: “Si en todo lo c’ago, soy desgraciada, ¿qué quieren c’aga?”. Con pericia scriptural o con jerga hermética de la revista Tel Quel, es decir, con mucho alambique, sólo alivianado por un aire irresistible de paseos por el malecón bordeando la mar, Sarduy celebra los know-how milenarios de aquellos pueblos “transformistas” que saben jibarizar a esa deidad, a esa Eva siempre Futura que llamamos mujer. “El cuerpo, antes de alcanzar su estado perdurable, es un libro en el que aparece escrito el dictamen divino”, leemos en Cobra, como si de uno de los suras del Corán se tratase. Cachemira, Nepal, Calcuta, Ceilán, Esmirna, Angkor o Pekín son sonoras “patrias de reinas” y paisajes de una féerie donde divinidades de voz ronca hacen de sus cuerpos templos de inscripciones enrevesadas.

Los “personajes” son víctimas y verdugos de la “comezón filológica” que puede volverse –sobre todo en “las” excéntricas– “un juguete desasosegado”. Y, respecto de sus lectores, mal o bien predispuestos, el narrador no duda en tratarlos de tarados o de mandarlos, si no entienden bien lo que leen, a consumir las “novelitas” del Boom latinoamericano, con esas reinas favoritas, que Puig con jocundia catalogó, como si de un star system literario se tratase: la Cortázar, fría y remota; la Fuentes, glamorosa pero actriz mala; la García Márquez, bella pero retacona; la Vargas Llosa, “tan disciplinada”, la Donoso, nunca ganadora, siempre nominada...

En los delirios severos de la sufijación, el agregado, la variación o el remiendo: lo espantoso se volverá espantable, lo espléndido, esplendente; la normal será la normalota; la mujer, mujeranga. Se sabe: los cubanos saben oír. Sarduy –haciendo un play-back de Góngora (porque la literatura también es transformismo)– diría: “No todas las voces ledas/ son de sirenas con plumas, / cuyas húmidas espumas/son las verdes alamedas”.

Las travestís son el territorio no tanto barroco –esa palabra-fetiche y ese concepto sagrado, que Sarduy reconfiguró como nadie–, sino más bien la cartografía viviente de un “rococó abracadabrante”. Ya sean simétricas o chenchas, desaforadas o quedas, basálticas o teatrales, las travestís “pueden ser” en sus libros el fruto de una confusa fórmula que mezcla letras y símbolos [(Sra.+Cobra (+/=) PUP= (3/2)], o el resultado de esperpénticas y sempiternas anamorfosis. Al igual que las transformaciones hindúes, o de las mutaciones que narran las teogonías sufíes, el cuerpo travestí y sus chacras –alabastrinos y/o cochambrosos– son el resultado de ciclos de centrifugación continua: dado que “un” travestí es un puro aparato textual y retórico, lo importante es reconocer en “ellos” el grumo del sentido: “El sentido, queridísimos renacuajos, es un producto, el resultado de un batido”.

Como el travestismo, Sarduy dejó más que demostrado que la escritura es el “arte de descomponer un orden y de componer un desorden”. Y lo dejó dicho claramente: A Dios dedico este mambo.

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