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Viernes, 3 de enero de 2014

La Sirenita fea

Episodios que hoy se calificarían como bullying fueron en la historia de Hans Christian Andersen escenas reales que luego reaparecieron en “El patito feo” y “La Sirenita”. Sus crueles relatos para niños llevan la marca dolorosa, pero también descolocada de la diferencia. Si bien muchos terminan como terminaban en sus tiempos los “amores raros”, todos dan testimonio de una pluma desbandada, rebelde y pionera del trazo queer.

 Por Liliana Viola

El clásico muñeco de nieve que la imaginación nórdica, tan navideña, colocó bien alto y a golpe de bollos en el canon de la infancia feliz, en uno de los cuentos de Hans Christian Andersen abandona su sino utilitario y se enamora. ¡Ay! ¡De una estufa! En los cuentos de Andersen se enamoran todos los que no pueden, o lo que es casi lo mismo, de quien no deberían: La Sirenita de un humano, el soldado de plomo de la bailarina de la cajita de música, la fosforerita del fuego, el muñeco de nieve de una máquina de derretir. Figura rutilante del romanticismo danés, copión en sus comienzos de las perversas muñecas de E .T. A Hoffmann y de las invocaciones de Schiller con las que quiso, sin mucha suerte, descollar en obras líricas, el amor no correspondido ya estaba en su ADN formal, había nacido en el siglo XVIII. Luego, cuando el autor cumpla 200 años, los biógrafos post clóset rascarán diarios y correspondencia de ese hombrecito narigón, con ataques de histeria que le diagnostican como epilepsia, enclenque, afeminado; y encontrarán, como la princesa auténtica encuentra el garbanzo escondido en una ristra de colchones, los amores frustrados por un duque y muchos jóvenes, su imposibilidad de casarse con las señoritas que corteja, su imposiblidad de concretar un encuentro íntimo con los hombres o mujeres que lo corresponden, las cruces con las que marcaba en un cuaderno sus numerosas masturbaciones diarias que lo aliviaban primero y lo atormentaban enseguida. De ahí, nada falta para el tironeo de sus restos entre las tribunas más progresistas y el vecindario más conservador. Si era gay, si era bisexual, si la virginidad lo coloca en otra letra de la sigla, si lo valioso que le ha dado a la humanidad no basta para que no se revisite su sexo. En el bicentenario de su nacimiento (2005) se desató en el parlamento de Dinamarca una polémica insólita sobre si correspondía o no festejar en su pueblo natal con una semana destinada al turismo gay matrimonial (hacía poco había salido la ley de matrimonio igualitario en ese país). Con justificaciones encendidas de un lado y del opuesto, finalmente casi no se hizo.

Una vida de cuento

“El muñeco de nieve” tal vez sea el punto más radical de una narrativa amorosa que visita las (des) orientaciones sexuales: no simplemente se enamora de quien le quita su ser (figura que ya impulsa la corriente romántica) sino que se enamora (perdón por el anacronismo) de un electrodoméstico. La peripecia que se funda en choque con las reglas (heterorreglas) tácitas. Hasta que la consabida moraleja de acento católico y también maniqueo llegue en cada cuento, los cruces del deseo, los amores entre seres menos mágicos que raros (de hecho la crítica se niega a llamarlos cuentos de hadas) antes van ganando la fruición de lxs lectorxs por el desvío. Si bien las historias de Andersen no terminan del todo bien y el que ama lo raro en general no sale vivo, hay un clima más que favorable y una simpatía militante por los que pierden sin causa, que automáticamente sella una épica en aquellxs que recién empiezan a leer. Los personajes más desvalidos se someten con engañosa paciencia a su destino hasta que a veces la justicia (llámese dios o azar) rompe la inercia (que hoy llamaríamos según el cuento, bullying, exclusión o discriminación). Como aquella que favorece el cruce entre Patito feo y el grupo de cisnes, quienes terminan siendo sin que jamás lo diga el correcto de Andersen, mucho más vistosos y prestigiosos que la familia de origen que lo rechazó. La revancha del patito feo está en su linaje, no es lindo simplemente por su diferencia, es lindo en el encuentro con sus pares, que lo quieren. En el otro extremo, y con ostensible influencia religiosa, “Los zapatitos rojos” brillantes, preciosos, únicos y también malignos que la obligan a bailar sin parar incluido adentro de la iglesia, ha sido leído como un modo literal de dar de lo que no osa decir su nombre pero no se puede reprimir con salmos. La niña de los zapatos se hace cortar los pies. Los ángeles y los vecinos ya calmado por la vuelta a la normalidad, la premian al final.

Aunque a simple lectura, por proximidad de clima y años su obra se puede confundir con la de los hermanos Grimm, Andersen es uno solo y su método de recopilación distó mucho del trabajo de campo de los dos investigadores. Los cuentos de Andersen parecen leyendas ancestrales pero son invenciones absolutas muchas veces con una intencionalidad política deliberada, como la de “El traje del emperador”. Tan originales que los últimos biógrafos asocian sin dudar el germen de cada relato con un episodio de su biografía. Sí, la originalidad y también la ética, desde hace un corto tiempo pasó a medirse en relación con la experiencia. Por ejemplo, “La Sirenita” habría sido escrita inmediatamente después de la crisis que sufrió Andersen cuando su amor imposible, Edvard Collin contrajo matrimonio. “Nuestra amistad es como 'Los Misterios ' (se refiere a los de la teología cristiana) no debería ser analizada" y "Pienso mucho en vos como si fueras una bella señorita calabresa” le dice a su amigo en una de las tantas cartas que se publicaron años después de su muerte y luego de que un periódico a fines del siglo XVIII lanzara la presunción de homosexualidad discutida hasta hoy. El autor, dice Signe Toksvig, toma el rol de Sirenita desplazada por una mujer de carne y hueso, más apropiada, y a la vez o tal vez por eso, el verdadero amor del joven. Con más razones “El Patito Feo” permite y hasta reclama por lo pronto por exceso de plumas, una lectura gay, que de yapa y como excepción tiene final feliz. Basándose en los propios testimonios de Andersen, quien no inocentemente habrá titulado sus memorias El cuento de hadas de mi vida, Signe Toksvig cuenta que el autor fue un niño excéntrico, blanco de burlas por su fealdad y por un amaneramiento que llevó a sus compañeros de trabajo, cuando era un adolescente, a bajarle los pantalones para averiguar. Los hechos salientes de su biografía, visto así, lo perfilan como un personaje suyo y feo: un padre zapatero remendón que sabía leer y escribir, que le construyó su primer teatro de títeres y que lo dejó huérfano a los 11 años. Una madre lavandera, analfabeta pero por suerte para su imaginación, muy supersticiosa, que se vuelve a casar. O sea, se suma un padrastro. El niño triste y solo crece un poco y se vuelve aprendiz en el taller de un tejedor, luego en el de un sastre y, posteriormente, en una fábrica de tabacos donde lo llamaban «bebota» en parte por una voz de soprano que casi lo lleva a la fama de no haber llegado la adolescencia que lo hizo más masculino pero menos una cantante y diva de la ópera. Su escritura es la justicia que lo hace encontrar con una familia de cisnes mecenas que le pagan los estudios. Y el escaso éxito en la dramaturgia lo lleva a escribir cuentos infantiles que lo convierten en rico, famoso y adorado por príncipes y reyes. Nada inconsciente de esta historia de ascenso y de reparación Andersen legó una frase en sus memorias que sus biógrafos tratan de asir como a una sortija: “Nunca pensé que un patito feo como yo iba a ser tan inmensamente feliz”. Vida y obra, al servicio de la “comunidad”.

Entre sus premoniciones o su contribución a una prehistoria queer, para terminar el cuento que se hizo para compartir que entre las múltiples versiones que hay en el mercado, muchas muy buenas, descolla la de la editorial Taschen con un libro gordo con todos los cuentos y preciosas ilustraciones.

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La nueva compilación de Taschen, de tapa dura, recoge 23 cuentos con ilustraciones que abarcan desde la década de 1840 a la de 1980, realizadas por artistas como Kay Nielsen, Arthur Rackham, el excéntrico Tom Seidmann-Freud (sobrino de Sigmund) y Lotte Reiniger, pionero de la animación cinematográfica.
 
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