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Viernes, 11 de abril de 2014

ENTREVISTA

SANGRE, TINTA Y ESPERMA

Escritor chileno y presidente de la Fundación Iguales, que lucha por los derechos lgbt, Pablo Simonetti narra su vida bajo la forma de la autoficción. Entre recuerdos de yire por Santiago, repasa su último libro, La soberbia juventud (Alfaguara), y analiza la homofobia a la luz del reciente crimen de odio del joven Wladimir Sepúlveda.

 Por Adrián Merlo

¿Cómo fue ser joven y gay en los años ’70 en Chile, bajo la dictadura de Pinochet?

–No tuve una vida gay activa en mi temprana juventud. Tal vez mi represión interior coincidía con la represión exterior. Salí del closet en el año ’87 en Estados Unidos, mientras estudiaba un master en Ingeniería industrial. Volví en el ’89, cuando ya había pasado el plebiscito, ya era presidente Aylwin, en plena transición democrática. Más bien puedo hablar de lo que fue ser gay en los ’90. En los ’90 había aún bastante persecución y represión, pero también había una luz. La primera generación que salió del closet en Chile fue en los años ’80, y lo hacían muy tarde, a los 30 o 32 años, se iban a vivir afuera como una de las formas de evadir la condena social. Después, a los 27 años, fue más o menos el promedio de generación de mi edad. Ahora los jóvenes salen del closet entre los 16 y los 21 años. Eso ha ido cambiando mucho, hay lugares de más apoyo y posibilidades. La Fundación Iguales que presido es una de ellas.

¿Cuáles eran los lugares de encuentro gay en ese momento y dónde ocurrían los levantes? ¿Qué importancia tenían los levantes callejeros y la zona del Cerro Santa Lucía, al punto de que fue el nombre de uno de tus primeros relatos gays?

–Había bares, el más conocido era el Fausto, era para oficinistas, más bien clase media alta. El otro, El Quásar, que era el más divertido, era para gente más de sectores populares. Para levante había bastante actividad en los parques en general, y en los parques que rondan el Cerro Santa Lucía, particularmente, la gente iba a follar. Era gratis, con algo de privacidad, no sólo sexo homosexual, pero había claramente sexo anónimo gay. Otros lugares eran sectores lindantes al Cerro San Cristóbal. Otro era un sector muy chico cerca del Parque de la India, esos lugares de la ciudad que pocos conocen. A orillas del río Mapocho había un circuito que iba desde Providencia hasta cerca del Hotel Sheraton. Una ruta de autos dando vueltas. Cuando el mismo auto pasaba por el mismo lugar tres veces seguido se notaba que estaba buscando sexo, y los chicos que estaban en la calle se aproximaban seductoramente al auto.

En un momento de tu última novela, La soberbia juventud, el personaje Felipe Selden le pregunta al escritor Tomás Vargas cuándo tuvo su primer amor adulto con un hombre. ¿Cuándo fue el tuyo?

–En el año ’89, cuando llegué a Chile: fue mi marido por dieciséis años, y fue por él y a causa de él que me enfrenté a mi familia. Nos conocimos y al mes estábamos viviendo tiempo completo. Ya no me fue posible ocultar y a la vez sentí una fuerte estabilidad y felicidad frente a la familia que había formado. Reconocerme gay me abrió el camino a la literatura. Por ello fue un gran primer amor, y fue feliz recorrer ese camino de apertura acompañado de alguien. Nos queremos hasta el día de hoy. Somos grandes amigos.

Es fácil asociar en la novela al escritor Tomás Vergara con vos. ¿Qué lugar ocupan tus vivencias personales en tu literatura?

–Todos mis libros tienen algo de autoficción. Parto de experiencias cercanas, parto de una historia real y quizá cambio el punto de vista, como en Madre que estás en los cielos, donde cuento parte de mi historia familiar, pero lo hago desde el punto de vista de la madre y la historia se ve de otra manera. Si mis novelas fueran una célula, te diría que el núcleo y el tema es mi vida. Yo no me fui de mi casa porque mi padre me echó, como en la novela, pero sí me fui a Estados Unidos a intentar liberarme sexualmente.

¿Sufriste mucho con el verdadero Felipe Selden?

–Sí, ese tipo de personalidades hace sufrir mucho. Con ese magnetismo tan bello y sin saber qué hacer con sus vidas. Son seres llenos de encanto, de luz, de belleza pero, analizándolos bien, tampoco son la panacea.

¿El personaje de Alicia tiene un referente real?

–No. Me encantó contar esa historia, crear el personaje. Creo que retrata un momento histórico de la homosexualidad, otra forma de vivir la homosexualidad. Hay mujeres que conozco que tuvieron o tienen marido gay, y ellas saben y no tienen problema, o por lo menos lo aceptan y aman al marido y el marido gay se siente contenido mientras busca placeres masculinos fuera de casa.

¿Cuál te parece que fue el aporte de las Yeguas del Apocalipsis, en las luchas por los derechos de la llamada disidencia sexual?

–En ese momento los espacios de discusión de las Yeguas eran muy limitados. Sus acciones llegaban a un público reducido, no tenían eco mediático, no existían ni para la televisión, ni para la radio, ni para las revistas, sólo circulaban en espacios muy particulares. Yo estudiaba Ingeniería, después me fui a Estados Unidos y cuando volví ya habían hecho las cosas que habían hecho. Han adquirido importancia retrospectivamente. Pasado el tiempo se ha tomado conciencia de su valentía y bravura por llevar adelante acciones en el proceso represivo de la dictadura y de la represión sexual. En el año 1993, en Dinamarca, en el marco de la sanción de unión civil entre personas del mismo sexo, le preguntaron al presidente Aylwin sobre qué estaba haciendo en pos de los derechos de la diversidad sexual; y Aylwin, que consideró que fue un muy buen presidente, contestó que en Chile nosotros no teníamos ese problema. Así de marginal era la lucha, al punto de que el presidente de Chile no tenía idea de esa problemática vinculada con los derechos humanos. Hay que tener en cuenta que recién en el año ’90 la OMS despatologizó a la homosexualidad. Ahora miro hacia atrás y veo una primera llamada de identidad propia. Igual, tiene mucho más impacto ahora que en su momento, adquirió valor histórico.

¿Qué importancia tiene para vos la salida a la luz del lesbianismo de Gabriela Mistral a través de la publicación de las cartas a su amante Doris Dana?

–Lo sentí como una gran liberación, una gran salida del closet de la literatura chilena, a través de su madre. Esa mujer siempre pensada como mármol... y sale a la luz que es mujer lesbiana. Estudiosos insistieron con majadería que era imposible, con los sentimientos maternales que expresaba, los corolarios amorosos que tenía para con los hombres. Resulta que tuvo una larga, muy feliz y tormentosa relación con Doris Dana, que conservó el recuerdo y el patrimonio durante tanto tiempo. Hay un documental que incluye grabaciones de la vida cotidiana con Doris Dana que se llama Locas mujeres, y ahí aparece Gabriela Mistral cantando, saltando. Se percibe la felicidad conyugal. Y hay un minuto en que se nota que se van a ir a la cama a follar, y cómo se ríen y cómo gozan. Entonces eso es muy lindo porque le quita esa cosa de la mujer adusta, de la monja. Y uno puede leer su poesía desde otro punto de vista. Yo no creo que para Chile fuera un gran regalo de diversidad. Y se podría decir que vivió escondida, que nunca lo dijo todo, al revés: vivió con libertad, nunca se casó. Estas relaciones las mantenía a lo largo del tiempo con bastante desparpajo para lo que era la época.

No puedo dejar de tocar el lamentable hecho de discriminación homofóbica que sufriste en el ascensor de la Clínica Alemana de Santiago, donde un anciano dijo que no quería compartir el ascensor contigo porque iba a contagiarse sida.

–Me hizo volver a pensar en las corrientes homofóbicas explícitas y subterráneas en Chile, en Daniel Zamudio, en Wladimir Sepúlveda, otro joven gay chileno que sufrió una bestial golpiza, en octubre del año pasado. A mí me habían insultado antes, me habían gritado de algún auto “puto” o “culeado”, borrachos que salían de algún partido de fútbol que iban de jolgorio. Pero un ataque tan deliberado no me había tocado. Y yo me pregunto: si eso me pasa a mí, que tengo la defensa de los argumentos, que tengo peso mediático, soy alto, hablo con voz firme, ¿qué pasa con las personas que son más desvalidas?

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Imagen: Sebastián Freire
 
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