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Viernes, 27 de junio de 2014

MEDIO ORIENTE: PREGUNTAS PARA OCCIDENTE

Hombre no se nace

Se conoce como bacha posh a niñas nacidas en Medio Oriente que son vestidas, tratadas y educadas como varones, hasta que alcanzada cierta edad deben regresar a su rol de mujeres. Los diversos conflictos de este trayecto obligado tanto de ida como de vuelta imponen una reflexión sobre la manipulación del género y sus efectos en todos los órdenes de la vida.

Cuando se piensa en los países de Medio Oriente, lamentablemente, ya no es Las mil y una noches ni el Kamasutra lo primero que aparece en nuestro imaginario. Por el contrario, aunque sistemáticamente confundimos todos los países de esa zona del mapa, siempre tenemos a mano el uso del burka, la lapidación de mujeres u homosexuales e incluso la práctica de la poligamia como temas para puntuar las conversaciones entre feministas y no feministas más o menos progre, y provocar, cuanto menos, un ligero arqueamiento de las cejas y alguna exclamación. Sin embargo, en los últimos años merecieron la atención de algunas teóricas del género las bacha posh: niñas con el pelo corto, pantalones anchos y ojos atentos. Gestualidad cultural específica de algunas mujeres de Afganistán y Pakistán, condenada, de más está decir, por el régimen musulmán actual.

Lo cierto es que los artículos y documentales que pueden encontrarse al respecto, sobre todo por la violenta parcialidad que despliegan, dejan más preguntas que respuestas, abren problemas más que cerrarlos tranquilizadoramente. A pesar de esto voy a intentar un acercamiento al tema y, para eso, comenzaré con una salvedad: hablar de Oriente, desde Occidente, implica reconocer, antes que nada, no sólo nuestro desconocimiento sino una diferencia inasimilable. Y tratar de comprender algunos usos culturales –sin emitir juicios de valor– exige enfrentarse, tal vez, a lo imposible.

Una temporada en el mundo varón

Bacha posh significa vestida como varón; en España también se traduce como niña-niño. Estas niñas (y ésta es una de las particularidades interesantes: más allá de todo nunca pierden su carácter de niñas/mujeres) nacen en familias donde no hay hijos y, como consecuencia, son elegidas por sus padres para saldar esa deuda: desde pequeñas deberán vestirse y comportarse como varones. Me detengo en una aclaración. ‘Vestirse/comportarse como varones’: no pretendo generalizar. A esta altura del partido sabemos que esto sólo puede ser comprendido en el marco de relaciones culturales específicas, de una matriz genérica de relaciones determinadas por el elemento histórico-social (y la moral que lo acompaña). La razón de esta práctica, probablemente, responda a dos situaciones: superstición (la imagen-presencia masculina en la familia atraería futuros hijos varones) y necesidad (ante la falta de un hijo se precisa alguien que resuelva ciertos requerimientos familiares, como ingreso económico, reparaciones del hogar, manejo de armas, acompañamiento de las hermanas en la vía pública, etcétera). También podría haber cierta dosis de progresismo porque, algunas veces, los padres vestirían a una hija de nene para que pueda hacer lo que de otro modo no podría: ir a la escuela o practicar algún deporte (de hecho, no sorprende que la mejor tenista afgana sea una bacha posh). De cualquier modo, el origen de esta práctica se desconoce, aunque Nancy Duprée recuerda una foto de principios del siglo XX en la que mujeres vestidas como varón protegían el harén (ese gran cuerpo del deseo) del emir ya que, oficialmente, el harén no podía ser custodiado por mujeres y, menos todavía, por hombres.

Las bacha posh, sin lugar a dudas, hacen (su) cuerpo de la indeterminación, la cita y la ambigüedad. El sexo no es, en este caso, lo que se materializa a través del género. Pero el género tampoco lo crea, porque la identificación con el dato biológico resiste. Vestidas como varón, haciendo un uso performático de las apariencias, a estas nenas se les abren las puertas de nuevas oportunidades: aunque en el interior del hogar se las sigue considerando mujeres, no cocinan, ni limpian; en cambio, pueden estudiar y trabajar, mostrar partes de sus cuerpos vedadas, participar de la vida pública, hacer deportes, debatir y pelear (si necesario), mirar a los ojos (desafiantes), salir solas o con varones (incluso de noche) sin necesidad de discutir con nadie, sin necesidad de rebelarse abiertamente frente al régimen patriarcal. Pero digo mal. Porque esto no implica que sean libres, ni que sus vidas estén libres de riesgos. Por el contrario: al situarse en esa fisura, en ese status intermedio que el mismo sistema habilita, constantemente lo interpelan y esto no sólo a muchxs no les gusta sino que hay quienes consideran que ellas actúan en contra de los dictados de Alá y, por eso, deben ser castigadas.

Dicho esto, me gustaría hacer hincapié en el poder de las apariencias. En el modo en que esta práctica pone en evidencia la ya tan citada performatividad del género, su no correspondencia natural con el sexo biológico asignado. Es decir, el artificio. Porque en esta historia, por lo menos en una primera instancia, el cuerpo pasa a un segundo plano: dime cómo luces –rezaría el dicho reformulado– y te diré lo que puedes hacer. Hace dos años, Azita Rafhat, una parlamentaria afgana, se preguntaba en El problema de las niñas, un documental de la BBC persa: “¿Por qué necesitamos dar a una chica la cara de un niño para darle libertad?”. Claro, cualquiera diría que esta afirmación sólo es posible en una sociedad lejana en la que los roles de género son muy rígidos y opresivos. Sin embargo, en un contexto en el que existe la Ley de Identidad de Género no podemos dejar de preguntarnos por algo que, en general, no nos gusta discutir: esa necesidad de adaptarnos al binomio mujer-varón y la negación sistemática de la ambigüedad, la multiplicidad y la no correspondencia (el casillero neutro del género) sería lo que, indiscutiblemente, nuestro sistema constantemente trata de negar. En segundo lugar, tampoco puedo evitar preguntarme por los privilegios que, en nuestra cultura, la identidad de género masculina todavía implica o conlleva.

La vuelta al pago

El problema para las bacha posh no termina ahí. En general, al rondar los diecisiete años, a quienes ya serían mujeres fértiles se les exige coherencia, reubicarse en “su” género, volverse casaderas. Y, para quienes acceden, es ésta una transición dolorosa y llena de contradicciones porque, si bien algunas de ellas consideran que actuar el género adecuado a su sexo les facilita la vida en sociedad (en este punto habría que recordar, además, que su construcción de género en tanto varones no habría sido, por lo menos en una primera instancia, una elección sino resultado de una imposición paterna y/o materna), ¿cómo olvidar los privilegios que conocieron?, ¿cómo dejar de desearlos?, ¿cómo dejar de hacer las cosas que hicieron durante toda su vida?, ¿y cómo empezar a desear aquello –ser ama del hogar, tener esposo e hijos– que nunca estuvo en su campo de consideraciones y que nunca aprendieron?

De intentar resumir el proceso, podría simplificarse en estos términos: las bacha posh comienzan siendo algo que los padres quieren que sean (como casi todxs nosotrxs responden a su deseo), pero luego pretenden continuar incluso siéndolo cuando la familia (y la sociedad) ahora lo repudia. Elegir quedarse en esa indeterminación, en ese borde de lo humano, ¿es, acaso, consecuencia de un régimen social en el que la formación de género es extremadamente jerárquica y opresiva? El querer permanecer en el género asignado, ¿se sostiene sencillamente, como las investigadoras insisten, en no querer perder los beneficios que ser varón implica o, acaso, se conmovió la estructura identificatoria y habría un repudio no explícito al dato biológico? Pero, además, y en este punto las investigaciones se mantienen en silencio, sabemos que el género y sus formas son lo que definen o delimitan el campo de lo sexual: los modos posibles e imposibles de la sexualidad y, por supuesto, las opresiones y transgresiones. Entonces vale la pregunta: ¿qué pasa con el deseo sexual de estas chicas?, ¿cómo se juegan sus proyecciones identificatorias en relación con los imperativos de heterosexualidad? Acaso el celibato que dicen corporizar, la falta de deseo sexual que dejan traslucir, no sea más que un gesto tranquilizador tanto para la cultura oriental como para la occidental.

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Estas imágenes fueron tomadas por el fotoperiodista sueco Casper Hedberg durante un viaje a Afganistán en 2013 y forman parte de la serie “Bacha Posh: niñas afganas criadas como varones”
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