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Viernes, 5 de diciembre de 2014

con la frente alta

Tras encumbrarla como una de sus máximas referentes, la militancia lésbica de los ’90 le dio la espalda, cuando se puso en pareja con un activista gay. Creó entonces el primer grupo de bisexuales de la Argentina y se fue del país poco después. La ley de matrimonio igualitario la trajo de regreso: volvió para casarse con su novia india. Alejandra Sardá, la revulsiva que contra su propia conveniencia rompió la crisálida del activismo L, cuenta lo que hizo y lo que sigue haciendo, veinte años después.

 Por Paula Jiménez España

Alejandra Sardá, ex integrante de Lesbianas a la vista y activista estrella de los ’90, tiene el pelo completamente blanco. Cuando vivió en Holanda –en parte por trabajo, en parte para convivir con Rádica, que quiere decir Luna, su novia india– descubrió esa belleza poco frecuente en la Argentina: rostros de mujeres todavía jóvenes iluminados por el plata de sus canas. Y decidió dejar de teñirse. Hace pocos años volvió a Buenos Aires y esta tarde, con su cabellera blanca, espera sentada en el café La Paz a que hagamos la entrevista. Tiene el gesto juvenil de entonces, la sonrisa inalterable y, como entonces, su hablar es claro, se entiende el porqué de su inolvidable paso por la militancia. Las cosas han cambiado –cuenta– pero no tanto: se puede decir que pese a haberse apartado del activismo Sardá no abandonó nunca el paño. Desde hace largo tiempo es coordinadora del Programa de fondos de mujeres de la financiadora Mama Cash –una entidad que subvenciona a grupos feministas o de derechos de las mujeres de todo el mundo– y previo a esto fue asesora de una iniciativa de AWID (Asociación para los derechos de la mujer y el desarrollo) que profundizó en el cruce entre fundamentalismo religioso y derechos, principalmente los sexuales.

¿Cómo definirías el fundamentalismo religioso?

–Es la instrumentación de una religión para adquirir o preservar poder político, que es poder económico. Toda religión tiene una parte espiritual, totalmente válida para quien la siente así, y tiene sus expresiones revolucionarias que van en contra del status quo, y que son brutalmente reprimidas. Y están también las expresiones que se acomodan a los poderes fácticos, son profundamente instrumentales y terminan siendo fundamentalistas. Tenés el fundamentalismo católico, evangelista, musulmán, judío, budista, de cualquier religión.

Y todas intervienen en la cuestión de la sexualidad. ¿De qué manera?

–Lo que se busca es poder político y económico, y uno de los elementos centrales es controlar la reproducción, porque la reproducción es la población. Entonces el sometimiento de las mujeres y la condena social a las minorías no reproductivas –olvidémonos por un momento de las maternidades alternativas y la reproducción asistida, pensemos con un esquema más tradicional– es lo que a esta gente le interesa. Quien decide quiénes se reproducen quiere que la mayoría “sana”, étnica o religiosa, se reproduzca para dominar el territorio y que la minoría “no sana” no lo haga. Para eso necesitás mujeres convencidas de que reproducirse es un deber, o sometidas para que no puedan legal y socialmente –por eso las leyes de aborto– tener proyectos que anulen o limiten su reproducción.

Pero el tema de las maternidades lésbicas, al menos en Occidente, se les escapa como posibilidad de control...

–Eso es para ellos de un nivel de aberración tal que directamente esa gente no tiene que existir. No vamos a discutir si se pueden reproducir o no: se tienen que curar. Casi todos estos fundamentalismos tienen dispositivos de “cura” de la homosexualidad. Las famosas clínicas en América latina están dirigidas por grupos religiosos. Donde esto ha saltado a la luz, en Ecuador, en Perú, en Brasil, siempre hay un grupo religioso ligado con ello. Hace muchos años se hizo un tribunal de derechos humanos en Lima sobre el tema de las clínicas en Ecuador.

¿Cómo ves el tema en Argentina, en relación con la elección del papa Francisco?

–Mi sensación es que en los últimos años se ha logrado un consenso social, sobre todo en el tema lesbianas, gays y bisexuales; la cuestión trans es otra cosa. Consenso al que no le afecta demasiado el Papa o el no Papa. Por supuesto que me van a decir: el crimen de Pepa Gaitán. Claro que sí. Nada es absoluto, toda sociedad tiene bolsones de violencia y los va a tener siempre. Pero la ventaja de ser una señora grande es que no puedo negar los cambios. Soy de la gente que marchaba y alrededor había un vacío. Ahora los partidos políticos tienen su idea de la diversidad sexual, una puede pensar que hacen teatro, pero por lo menos hacen teatro. Yo me casé con una chica, voy de lo más macro a lo más mínimo...

De criminales a señoras casadas

¿Tu pareja es de la India, no?

–Sí. Y estoy muy agradecida por la ley de matrimonio. Vivía en Holanda en 2010 y no sé si acá se habló de las parejas con doble nacionalidad, pero para nosotras fue la posibilidad de volver a la Argentina. En la India somos criminales, acá señoras casadas. Con Rádica vivíamos en Holanda por mi trabajo y porque nos quedaba en el medio. En Argentina, cada vez que me venía a ver no se podía quedar más de 45 días, y con muchos requisitos. Con la ley pudimos volver. El día que nos casamos había una parejita hétero en el registro, también casándose, y nos abrazamos los cuatro. Creo que la ley fue posible porque durante años mucha gente hizo un trabajo de hormiga para generar este nivel de convivencia social. En Argentina se montó por un desarrollo social y eso no puede cambiar por más que el Papa llegue a donde llegó.

¿Dónde conociste a Rádica?

–En una conferencia internacional, en Italia. Yo estaba con alguien, pero ¿viste cuando marcás a alguien y te decís: no por ahora? Trabajaba con un grupo de la India que se llamaba CREA y siempre me fijaba a ver si estaba Rádica en la lista de invitadxs, hasta que coincidimos por fin. Ella estaba en otra cosa cuando nos conocimos, tenía una relación complicada y no quería dos quilombos. Me vio y dijo: sólo puedo con uno. Pero esa segunda vez yo ya no era un quilombo y ella resolvió su situación rápido. Tuve varias experiencias alternativas y diversas de relaciones y llegó un momento que dije: no puedo. Es maravillosa la teoría, la sigo apoyando, admiro a la gente que lo logra, pero...

¿Estás hablando del poliamor?

–Sí. Yo lo hice mal, lastimando gente y perdiendo gente muy valiosa. Decidí en un momento que no tengo la capacidad. No vivo lo mío como una maravilla; es lo que cada una puede. Me parece válida la opción de no hacerlo si no se puede. Durante años tuvimos una relación a larga distancia, de la mitad del mundo a la otra. Lo que nos ayudó es que nos encontramos con más de cuarenta años ambas y muchas cosas vividas, algunas hermosas y otras no. Y nos preguntamos profundamente: ¿justifica esto que hagamos tremendo quilombo y tragedia?

¡Parece que sí! ¿Vos viviste también en la India?

–Pasé seis meses allá y todos los años voy porque para mí es mi segundo país. Tengo amigas maravillosas y la familia de Rádica es una rara avis. El papá y la mamá son de dos religiones diferentes –que eso es una cosa muy revolucionaria– y el de ellos fue un matrimonio por amor, hace más de cincuenta años. Allá se suelen arreglar los matrimonios. Ellos son gente con una mentalidad no estándar y a mí me tratan como a una hija. La India ya tuvo sus primeras marchas del Orgullo. Yo estuve en la primera, en Delhi, y éramos pocas personas. Había feministas aliadas y gente del VIH. Allá hay una ley que penaliza la sodomía y se aplica mezclada con una cuestión de clase, como acá los edictos policiales; es una ley anacrónica que jamás se va a aplicar a una persona de clase media, pero es un instrumento de la policía para proceder contra las personas trans, sobre todo contra las trabajadoras sexuales. Crimen y castigo

¿Vos por qué te alejaste del activismo Glttb?

–Sinceramente la cuestión de los niveles de agresión pudo conmigo y con mucha gente. Llega un momento en que es muy fuerte esto de destruirnos no sólo a nivel político sino también personal. Es un activismo personal, no estás defendiendo los bosques sino cosas de tu propia vida. Y no soy una pobre víctima. He dañado a mucha gente también, es una dinámica de relacionamiento. No sé si esto continúa pasando. Lo he hecho y me lo han hecho a mí. Tiene que ver con el verticalismo, con la desesperación, con la marginación, con la intolerancia.

Eras activista lesbiana y empezaste a salir con un activista gay. Esto fue un problema para vos por la inflexibilidad de las organizaciones de los años ’90, ¿verdad?

–De las organizaciones y de las personas. Además tiene que ver con otra dinámica de nuestro movimiento, que es la cuestión de las figuras que ocupan un lugar de referente. Yo terminé huyendo de eso. Que te pongan en ese lugar es devastador, porque tu vida te deja de pertenecer. Hubo gente que por ese episodio me decía: no te puedo mirar porque vos eras un referente para mí. Yo pensaba: ¿y qué culpa tengo? Hoy en día la gente moriría de risa. Una cosa que me fascina de lxs jóvenes es la posibilidad de no definirse, esto de la fluidez del deseo. Lo más gracioso es que cuando a mí me pasó llevaba años fuera del closet y nadie podía decirme, como me decían, que no me animaba a asumirme como lesbiana. ¡Es ridículo! En ese momento la única gente que no se asustó fue la gente trans, porque imaginate que con las cosas que les pasan en la vida por lo que menos se preocupan es por quién se acuesta con quién. Hay cosas más serias que eso.

A partir de ahí abriste el primer grupo de bisexuales que hubo en el país...

–Sí. En aquella época nosotras no teníamos noción del poder de los medios. Le pasó a Ilse con las lesbianas y a mí con la cuestión bisexual. Fui a un programa de televisión a hablar y di el teléfono de mi casa. Yo era psicóloga y no paraba de sonar el ring, me acuerdo de cómo me miraban mis pacientes. Se armó un grupo, la cosa se abrió y después hubo otra gente que lo retomó, y hoy es un tema que no asusta a nadie, por suerte. Y para mí es una bendición. Yo milité para que las cosas por las que militaba desaparecieran. Que nadie se asuste porque alguien sea bisexual me parece un logro del activismo, no un logro mío sino de mucha gente, incluso de la gente joven que ni siquiera se pone el cartel de bisexual, que me parece mejor todavía. A mí, en cambio, me tocó la prehistoria, donde era todo un escándalo.

Al poco tiempo te fuiste del país, ¿verdad?

–En ese momento me cayó del cielo una oferta para trabajar en una ONG internacional y sentí que si hacía de mi activismo mi trabajo iba a estar protegida, porque en un trabajo una no pone tanto la piel. Y esto me llevó años entenderlo. Antes el activismo era lo que se hacía a la noche y los fines de semana, con el alma. Y como era el amor y la pasión y la vida, te mataba. En cambio, en el laburo los mecanismos eran más racionales y también había reglas de juego. Si a mí una jefa me insultaba, como yo era una empleada, las leyes laborales me defendían; en cambio, en los grupos de lesbianas, no tenía nada. Hay gente que se ha ocupado de investigar –y esto también es muy interesante– cómo el poder informal puede llegar a ser mucho más despótico que el formal.

Activismo de ayer y de hoy

Antes mencionaste, respecto de la Argentina, que la cuestión trans es otra cosa. ¿A qué te referías exactamente?

–La ley que tenemos es maravillosa, pero está treinta años por delante de nuestra sociedad. Las aberraciones que la gente dice de las personas trans... Siempre hubo una cuestión de clase en el activismo trans que no la hay con el resto del activismo. Yo misma en mi época sabía que era una persona “potable” y usé conscientemente esto para hacer visibles los temas que nos importaban.

¿Ser potable significa ser blanca, de clase media, profesional..?

–Por supuesto. Ahora hay espacio para una diversidad de voces, de cuerpos, de todo. Pero en algún momento tenía sentido estratégico que hubiera gente “potable” porque había que abrir puertas y no quiere decir que una fuera mejor. Claro que cuando tenés esa condición de “potabilidad” es importante que te cuides de no obstruir otras voces. Porque hay un momento en que esas voces tienen que dar un paso al costado y compartir el espacio con las otras.

¿Y cómo ves el activismo actualmente?

–A mí me gustaría estudiar la relación entre el activismo y el Estado. Yo he escuchado gente de mi época decir con una concepción cavernícola: ahora ya no hay activismo, lo único que hay son empleados del Gobierno. Si decís eso estás descalificando lo que hace la gente ahora que está militando en condiciones completamente distintas de las nuestras. Para mí está pasando una cosa más compleja e interesante.

¿Y qué dirías que está pasando?

–Entre otras cosas, hay subsidios que vienen del Estado y es algo que hace veinte años era impensable. Es cierto también que hay mucha gente que, como el Estado encarna banderas de su lucha activista, siente que puede llevarla adelante siendo parte del Estado, esto es algo nuevo para el movimiento lgttb. Nosotros cuando empezamos teníamos a Menem, no había alternativa más que enfrentarlo. Yo a este gobierno no lo enfrentaría. Entonces me intriga y me gustaría saber cómo se reformula esto. Las instancias de negociación son otras. A mí lo que me alarmaría sería si eso que me parece en principio positivo –unir la lucha de sector a una lucha más amplia– implicara restricciones para el colectivo glttbi. Como persona rasa no tengo esa información. Ojalá no pase. Durante mucho tiempo he sido parte de esa gente que defendió en espacios regionales la inclusión de lxs activistas de Cuba porque para muchas organizaciones no podían formar parte por ser consideradxs funcionarixs del Gobierno. Todo el mundo está subvencionado por algo, salvo un colectivo anarquista que está subvencionado por la gente que compra sus fanzines. Lo que hay son grados de dependencia y todo depende de quién te subvenciona y qué te exige. Y además como ahora trabajo en sector de financiamiento, de esto sé algo.

¿Son muchas las organizaciones de lesbianas que reciben financiamiento de Mama Cash?

–Tenemos limitaciones porque nosotras damos financiamiento en todo el mundo. Las lesbianas son prioridad y también los grupos trans, incluidos los hombres trans. Esto para un fondo feminista ha sido una lucha. Es una de las cosas que a mí me endilgan. Me consideran un arma del capitalismo para desfinanciar el movimiento lésbico y darle todo el dinero al Ostram. Por supuesto que no, que jamás me he ocupado de esto. Primero no tengo ese poder, segundo, que tampoco lo haría. Pero sí es cierto que una de las primeras cosas que me interesaron trabajar en esta área fue concientizar a las financiadoras feministas para empezar a separar feminismo de “mujerismo” y que entendieran que apoyar a los movimientos que cuestionaban la concepción binaria de género era parte de nuestra agenda. Con muchxs compañerxs, como Lohana Berkins y Mauro Cabral, trabajamos mucho con los fondos de mujeres que hoy en día financian personas trans y con las financiadoras de derechos humanos y progresistas.

¿Cómo han influido los avances en materia de género para las políticas financiadoras?

–El mundo de hoy es complejo, ya no podemos seguir hablando de “apoyamos a las mujeres”. Si apoyamos a las mujeres podemos llegar a apoyar a las que están contra el aborto. Tenemos una agenda feminista, de género y derechos humanos. Hay que cuantificar todo mucho. Porque agenda de género también es cualquiera. Ya no alcanza con decir mujeres, o género. Es muy interesante, las cosas ya no son tan lineales.

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Imagen: Sebastián Freire
 
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