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Viernes, 16 de enero de 2015

MI MUNDO

Estrella fugaz

El mítico café concert catalán El Molino fue hervidero del género revisteril aun en tiempos franquistas. Una de sus máximas atracciones fue el Gran Johnson, quien para la jerga del music-hall era considerado un fantasista. Cuenta la leyenda que era argentino y que ha dejado a su paso plumas, lamé y pestañas desproporcionadas, aunque se le haya perdido el rastro después del destape español.

 Por Kado Kostzer

Hasta la irrupción de las versiones locales –algunas clones– de los musicals de Broadway, la revista fue el espectáculo favorito del mundo gay y no solamente del porteño. Lógica, pero también extraña, elección. Acariciantes plumas que dotan de alas a mujeres-aves. Destellantes strass que cubren vaginas que, como la cueva de Alí Babá, esconden preciados tesoros. Luminosas pasarelas. Infinitas escaleras que conducen a inciertos parnasos para deidades. Elementos todos que son parte fundamental de la parafernalia iconográfica de varias generaciones. Liviandad y brillo, lujo y glamour, esplendor y evanescencia. Pero también sexofobia en dosis masivas. La mujer como mero objeto y el homosexual invariablemente puesto en ridículo tanto en sketches como en coreografías que les imponían a los boys –aun a los más masculinos, que los había– movimientos afeminados para que el público festejara sádicamente tanto alarde de poca hombría.

Barcelona

En 1973, luego de un placentero año de residencia en Madrid, recibí una oferta –muy buena en lo económico– para trabajar en una agencia de publicidad de Barcelona. Aunque las costumbres estaban un poco más distendidas aún era la censora España del Generalísimo. Los catalanes pensaban que El Molino, un café-concierto arrevistado que había servido para filmar los triunfos de Sara Montiel en El último cuplé, era un sitio trasgresor.

Tal como lo conocí había sido inaugurado en 1910 como Petit Moulin Rouge, intentando emular al templo del cancán francés. Situado en lo que se conoce como el Paralelo –zona de teatros que a su vez imitaba al Montmartre de la Belle Epoque parisina–, en su escueto escenario habían exhibido sus talentos mitos del music-hall como Bella Dorita, Escamillo, Gardenia Pulido, Pipper, Mary Mistral, Lila Claver (La Maña) y Merche Mar.

En su centenaria vida el teatro, de encanto novecentista, no siempre estuvo dedicado a la levedad. En 1926, por esos vaivenes de la economía, sirvió de sede al efímero partido Unión Patriótica Española, fundado por Miguel Primo de Rivera. En 1929 las aspas del molino giraban en la fachada con cartelera renovada, no de políticos sino de artistas. Diez años después el franquismo –en su afán de castellanizar todo– había exigido que Petit Moulin Rouge se tradujese al castellano como Pequeño Molino Rojo. Lo de rojo –que podía aludir al ¡comunismo!– tuvo que ser suprimido. De paso también se eliminó lo de pequeño –¡no era cuestión de ser menos que nadie, tío!– quedando hasta hoy, El Molino.

A principios de los ’70 las incipientes siliconas aún no amenazaban con su masivo ataque a vírgenes cuerpos de estrellitas revisteriles. Por fortuna estaban los engañadores “panchitos” que, colocados bajo los senos, los agrandaban y elevaban hasta el justo lugar. Las bikinis –¡qué palabra tan antigua!– cumplían la púdica misión de ocultar lo mismo que los prácticos y funcionales concheros actuales. Ni el más lúcido de los científicos pensaba todavía en el milagroso botox. Los labios se convertían en tentadores e insinuantes dibujados con lápiz negro y sangrante lipstick. No había extensiones capilares, pero sí ¡el kanekalón! de Corea capaz de edificar una catedral de pelo en la cabeza más hueca.

Vedette for export

Dos buenos mozos madrileños y un sexy andaluz me llevaron a El Molino, donde era atracción principal el Gran Johnson y tenía destacada actuación una argentina, la para mí desconocida Alicia de Alzaga. Alzaga, un apellido que en la Argentina sugería “tirar manteca al techo en París”, para España decía poco, y para Cataluña, nada. La A del seudónimo era sinónimo de aristocracia agrícola-ganadera y ocultaba las sillas en la vereda en la noche calurosa, el potrero con los muchachones jugando a la pelota, los sifones que había que cargar desde el almacén del gallego, la avenida que se inundaba. En la marquesina de El Molino su nombre estaba en cartel francés y con un color de neón distinto del de los otros artistas.

Según la urbana leyenda el Gran Johnson, Frank Johnson o simplemente Johnson también ¡era argentino! pero había adoptado a Barcelona –y Barcelona a él– aún antes de la guerra civil. Su imagen escénica no era convencionalmente masculina, tampoco la de travesti. ¡Travesti! La España de Franco lxs tenía absolutamente prohibidxs y ni el supuestamente trasgresor Molino de la progre Cataluña se los podía permitir. Tampoco podía definírselo a Johnson como drag-queen. Era especial. Según la terminología del music-hall, un fantasista. Según mi juvenil impresión, un mariconazo veterano de muchas guerras escénicas, y de las otras, que había capitalizado su amaneramiento natural para satisfacer el sadismo del público que “se metía con él, pero sin maldad”, según historiadores recientes. A su apergaminada cara –una más– él la había convertido en única con su sello personal: pestañas postizas de un espesor y largo fuera de toda escala. Cubría su casi segura calvicie con una peluquita cortona de línea feminoide. La imposibilidad de usar falda la suplía con un largo deshabillé femenino de delicado encaje y mangas mariposa que volatizaban sus evoluciones escénicas. Bajo este transparente manto lucía pantalones pata de elefante –ya fuera de moda– y una camisa de mangas abullonadas.

En un cuadro musical rodeado de chicas se limitaba a canturrear –no sin encanto decadente– su caballito de batalla “El rey del Molino”, una marchita de melodía machacona y absurda letra. Con precaria rima intentaba dejar claro que Johnson era bien hombre y que representaba un personaje: “aunque me dicen sin razón / que soy... (pausa para que el corito preguntara ¿qué? y el público pensase ¡maricón!)... ¡un gran bribón! / las chicas guapas, de verdad / siempre me han hecho ilusión / Me gusta Lili por sus ojos / besando me gusta Ninón / FruFru tiene cuerpo de diosa / y Lina es igual que un bombón...”.

Una Alzaga y un Johnson sumaban distinción en un vulgar sketch. A él le tocaba –arrastrando encaje y pestañotas– ser el amante de una infiel dama que, ante la llegada imprevista del legítimo marido, era escondido en el placard. Situación más que trillada pero –dada la estética y el acting del objeto del deseo de la frustrada adúltera– invitaba a complejos niveles de interpretación invalidando la ligereza del género.

Entre bambalinas

A nuestro amigo andaluz no le costó mucho trabajo que, entre una función y otra, pasáramos a los camarines para saludar a Alicia, a quien conocía. Penetramos a un hacinamiento saturado de texturas: plumas, lentejuelas, lamés, encajes, cartón pintado. Más saturado aún de efluvios: tabaco y otras yerbas, perfumes vulgares y exquisitos, sudores surtidos y adrenalina. La vedette no se conmovió demasiado con que le presentaran a un compatriota, más bien trató de obviar el detalle y su acento fue más forzadamente castizo. Luego de analizarnos de arriba abajo, fue suya la iniciativa de presentarnos a Johnson, lo que nos entusiasmó. Había tiempo para charlar un rato con él. Aprovecharíamos la primera parte del espectáculo que –mientras el desconcentrado público consumía copas– ofrecía un desfile de cantantes buenos, mediocres y malos cultores de todas las variantes del género español. En El Molino tenían su oportunidad, lo que quería decir que eran muy mal pagos o no pagos.

Tras sus descomunales pestañas, Johnson nos lanzaba miradas lujuriosas, buscando cada tanto la complicidad de Alicia. Luego nos dijo muy serio y casi preocupado: “Hum, jovencitos y guapetones, pero yo con todos a la vez no puedo”. No supimos si era una broma, pero de implícito común acuerdo los cuatro nos apresuramos a huir del camarín aterrados.

Mi espíritu detectivesco –que a veces logra imposibles– fracasó en el intento de indagar los misteriosos orígenes del fantasista. Sus rastros y los de la Alzaga se pierden luego del apogeo y caída del destape español. Ambos ya eran parte del pasado cuando en 1997 el mítico lugar cerró sus puertas para reinaugurar en 2010 totalmente modernizado –¡qué miedo!–, ofreciendo espectáculos al estilo Bob Fosse con títulos en inglés. Oh, God!

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