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Viernes, 17 de octubre de 2008

ES MI MUNDO

Superchicas en la ruta

Venerado por el cineasta anarcosexual John Waters, Russ Meyer creó una obra liberadora de la sexualidad queer que, indiferente a la omnipresente mirada masculina, supo enaltecer la belleza opulenta de cuerpos y tetas superdesarrollados. Ahora que Quentin Tarantino planea una remake de una de sus películas de culto –en la que Britney Spears sería una de las lesbianas protagonistas–, bien vale una revisión de este puñado de films sensuales y provocadores.

 Por Diego Trerotola

Antes de cumplir los veinte años, Russ Meyer fue reclutado por el gobierno de Estados Unidos. No iba a ser un soldado heroico, su arma sería una inofensiva cámara de cine y su misión fue apuntar al objetivo para registrar parte de la Segunda Guerra Mundial. A esa edad, Meyer ya era un voyeur profesional: tenía una carrera como cineasta amateur gracias a una cámara Univex de Kodak que su madre le había regalado a los catorce años. Era fácil predecir que su ojo privilegiado lo iba a convertir en un virtuoso camarógrafo de guerra. Más difícil de imaginar era que, durante su estadía en el ejército, Meyer debutaría en un burdel parisino gracias a la invitación y la billetera de Ernest Hemingway. O, al menos, así lo declaró el mismo Meyer en una entrevista al New York Times. Cierta o no, la anécdota de su debut lujurioso funciona muy bien como germen de su obra como cineasta: en medio de una guerra conoce la orgiástica experiencia de un burdel. Así se explicaría fácilmente su mirada anclada en la viciosa conjunción de sexo y violencia que retratan sus películas más personales como Faster, Pussycat! Kill! Kill! y Beneath the Valley of the Ultra–Vixens. Lo que es más complicado de imaginar es cómo ese muchacho virgen que eligió a la más tetona de las putas francesas se iba a convertir en un icono Glttb que el cineasta anarcosexual John Waters bautizaría como el “Eisenstein del sexo”. Pero ni El acorazado Potemkin podrá contra este Rey del erotismo explosivo.


Muñecas bravas

Erotómano y fetichista, Meyer fue el máximo revolucionario del sexo en el cine: sus primeras películas se propusieron sacar la belleza opulenta de los cuerpos desnudos de los campos nudistas, lugar donde se recluían en las primeras nudies de exhibicionismo ingenuo. Con narraciones más elaboradas, con una mayor destreza visual acuñada en su cine de guerrilla en las trincheras reales, Meyer destapó su fantasía sin pudor para sacar al erotismo cinematográfico de la puerilidad en la que todavía estaba en los ’50. Contra cualquier discurso del puritanismo estadounidense, parodiado en sus películas a través de narradores moralistas o de maniáticos religiosos, no era difícil que la temprana sensibilidad queer se identificara con el voyeurismo ilimitado de Meyer. Los melodramas lujuriosos como Lorna (1964) eran un festín para el gusto camp que prefería el gesto ampuloso femenino y el modelo de la supermujer: la idea era amplificar los rasgos femeninos no como caricatura sino como forma de volverlos totémicos, poderosos. Y ahí estaban las infinitas tetonas protagonistas de todas las películas de Meyer, descendientes directas de las pechugonas fellinianas, pero en versiones activas de heroínas de acción violentamente sexuadas, nunca meros objetos de la mirada masculina. Y de ese molde mujeril sale su clásico queer por excelencia, la película de un culto casi infinito: la road movie lésbica Faster, Pussycat! Kill! Kill! (1965). Con tres mujeres al volante, Meyer lleva el subgénero de las chicas malas a su máximo volumen sexual. La película trata de seguir la velocidad de tres mujeres a la deriva de la ruta, pero la cámara no alcanza para encorsetarlas. La más inabarcable de las tres es Tura Satana, que se convertirá en una leyenda de carne, hueso y tetas: será la dominatrix lésbica más deseada, con una gracia que será la envidia de cada drag queen que se precie. Apretada en un catsuit negrísimo, el pelo ala de cuervo y mordiendo unos cigarros de spaghetti western, Satana es una heroína marcial de glam recio que combina judo y karate para quebrar los huesos de cada persona que intente desafiar su libertinaje. Como un tajo a mitad de la década del ’60, esta película partía el erotismo tuerca y fierrero de taller mecánico, mayoritariamente masculino, hasta convertirlo en potencia mujeril. Al lado de Satana, el Marlon Brando de El salvaje y el James Dean de Rebelde sin causa eran poco más que monigotes de cuento infantil. Meyer hizo que las típicas femmes fatales de los ’40 y ’50, esas viudas negras que devoran al macho en todo film noir, salieran definitivamente del closet. Y esta emancipación femenina, salvaje y queer era políticamente consciente en Meyer, sólo basta escuchar el diálogo del típico personaje reaccionario incluido en esa película: “Mujeres... Ahora votan, fuman y manejan autos, incluso usan pantalones. ¿Qué nos falta? Un presidente demócrata”. Por eso no es raro que en estos tiempos de Obama, Quentin Tarantino insista en filmar una remake de Faster, Pussycat! Kill! Kill! Aunque tal vez no haga falta que lo logre para afirmar que él también es un cultor de Meyer: las mujeres de Kill Bill y especialmente las tres protagonistas de la aún inédita en Argentina Death Proof serían imposibles sin los antecedentes notables de Tura Satana y las otras chicas superpoderosas.


Tetocracia

Rompiendo con cuanto tabú se pusiera en su camino, Meyer fue más libertino según pasaron los años, y con la nueva década del ’70 profundizaría más el erotismo queer. Primero fue directo al corazón de Hollywood, saliendo de su independencia radical para ser producido por el estudio Fox. El resultado fue Más allá del valle de las muñecas (1970), donde una estética definitivamente maricona pre Village People se apropia del diseño de producción de la película, y donde la teta se democratiza: un productor de discos se convierte en “supermujer”. Como una parodia al travestismo perturbado de Anthony Perkins en Psicosis, el final de esta película se vuelve trans, los géneros se desfiguran hasta volverse pura performance, en una comedia celebratoria de la distorsión hormonal. Pero los estudios de Hollywood eran limitativos para Meyer, así que, volviendo a su cine más indie, sacudió todavía más el espíritu setentoso que ya había asimilado el porno como mercancía chic a partir de Garganta profunda (1972). Sin duda, el nuevo proyecto intensamente queer de Meyer fue Up! (1976), que comienza con un par de secuencias orgiásticas de antología: a una fiesta sadomaso bisexual y multirracial le sigue una secuencia lésbica bucólica en un bosque. Si el cine hardcore de esa época hizo del plano detalle de los genitales en acción su rasgo característico, Meyer pudo llevar su mirada erótica microscópica en esta película a niveles más perturbadores, más extraños que la repetición mecánica del primer porno industrial. Nunca llegó a ser un cineasta XXX porque a Meyer le interesa más ser XXL: su objetivo fue llevar a la máxima extensión posible el poder y el placer de la carne exuberante. La fiesta del cuerpo se celebra más allá de ciertos límites para encontrar su esplendor definitivo en esta nueva película de Meyer, donde la diversidad se convierte en melodrama sexual, para darle un “sentido más profundo a la palabra democracia”, como dice el narrador de su última gran película, Beneath the Valley of the Ultra-Vixens (1979). Aunque alguna de sus películas se pueda pensar como mera fantasía masculina, si se mira en detalle la totalidad de la obra de Meyer es absolutamente liberadora de una idea patriarcal del género y el sexo, convirtiendo a este director en el demócrata menos pensado.

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