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Viernes, 23 de enero de 2015

SALIó

El viento los junta

Una playa desértica llamada, irónicamente, Unión, es el escenario que contiene a los personajes dispersos de El paraíso de los solos (Milena Caserola), de Agustín Romero. Mientras, perdido en el paisaje patagónico, el protagonista se debate entre ser o no ser.

 Por Daniel Gigena

Ambientada en algunas playas de la costa de Chubut, la primera novela de Agustín Romero (Trelew, 1984) utiliza como señuelo las idas y vueltas sentimentales de Severo, el joven protagonista, y Lars, su amante alemán, para envolver a los lectores en una red de vínculos y acontecimientos. Algunos previsibles, como el desenlace de la incertidumbre del protagonista sobre su sexualidad, y otros imprevisibles, como el destino de las actividades de Lars en la Patagonia, esos hechos prevalecen sobre el ritmo moroso de una primera persona atribulada y exasperante. De la mano de varios personajes, muchos de los cuales atenúan la excesiva carga melodramática de Severo –hasta la mitad de la novela, una especie de Hamlet que no sabe si ser o no ser puto; luego de esa primera mitad, un amante desesperado y quejoso–, El paraíso de los solos pinta una aldea situada en una remota playa argentina. “Mientras los barcos pesqueros comenzaban a volver, uno a uno entraban al puerto como una procesión de almas fúnebres, y todo era un escándalo de redes, hombres gritando, banderas argentinas y lobos marinos agitándose, gaviotas lanzándose en picada hacia el agua. Había algo en aquel espectáculo que me fortalecía, que infundía un gran alivio, como la serenidad después del llanto.” El panorama previo a la separación de los amantes (con tercero incluido: Lautaro, un actor porteño de gira por el sur con una desastrosa puesta de Macbeth) parece, más que fortalecer a Severo, prepararlo para una espera paciente.

Al inicio, luego de la muerte de su padre, Severo, que trabaja en un videoclub de Playa Unión con una amiga, padece la relación sentimental que mantiene con una mujer. “Cuando estaba con María, imaginaba mi verdadera felicidad y goce junto a un hombre, y era entonces que experimentaba su alarmante feminidad como un alambrado eléctrico que me impedía acercarme.” Más claro, echale agua, realmente. Sin embargo, deberá primero conocer a Lars –como él, camino al cementerio a visitar la tumba de sus antepasados– y dejarse seducir por el ex actor rubio sin oficio alguno en ese escenario de viento y vacío. (Las impresiones de Severo sobre su interioridad se derraman sin filtro sobre el entorno.) ¿Esa era su primera experiencia sexual con varones? “Recuerdo otros hombres, como aquel negro de Nepal que vendía bijouterie en la rambla, pero ésa fue una historia más feliz, un coleccionista de autitos de juguete, un vendedor de armas, un funcionario público...” La lista continúa, pero es Lars quien desplaza a María por completo de la escena. Severo sólo se cruzará con ella una vez más por la calle, donde retoman sin dificultad unos de sus neuróticos diálogos de recién separados.

Quizás el mayor mérito de la novela de Romero se encuentre en la creación de los personajes secundarios, a quienes el autor concede una pequeña historia propia, narrada con una voz de comedia y un encanto que por desgracia está ausente de la historia de Severo y Lars. Pueden ser tanto Nadia, la amiga que cuida a un padre postrado y refunfuñón en Rawson; el gordo que filma videos pornográficos con los habitantes del pueblo (y con quien también Severo termina en la cama), o la travesti Márian, su novio Paco, Heroína y Sebastián, el grupo de cocainómanos que regalan las mejores líneas de diálogo de El paraíso de los solos: ellos son los que alivian la novela del tono existencialista, démodé y exagerado de Severo, María y Lars, de las entradas poéticas de un ser apesadumbrado (que sin embargo tiene una vida amorosa y social de lo más envidiable) y del insólito giro que se efectúa en la segunda parte. “Los hallazgos, los desplazamientos, las descentralizaciones del drama”, responde Lars cuando Severo le pregunta sobre lo que les queda por vivir a ambos. Con esa única orientación como guía, la novela seguramente hubiera ganado en cohesión y contundencia.

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Imagen: Agustín Romero
 
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