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Viernes, 30 de enero de 2015

LOAS Y LOHANAS A LEMEBEL

Marginal hasta los huesos

Uno de las nuestras que ha llegado a tanto

 Por Lohana Berkins

Pedro Lemebel supo describir como nadie el interior marica, porque su marginalidad era mucho más que literaria. Ha sido la única que ha desnudado y ha mostrado la mismísima hilacha del sentir travesti. De nuestra pobreza, nuestros amores, nuestros deseos. La primera vez que la vi, me dijo: “Ven, acompáñame a pintarme los ojos”. Vamos al espejo y la veo sacar el estuchecito más penoso que se pueda imaginar. Si lo mostraba en el Once, se lo hubieran devuelto. Era de una ternura incomparable. Y saca también un lapicito al que le había sacado tanta punta que ya estaba por desaparecer. Pedro era alguien que, aun contando con los recursos económicos y simbólicos, se burlaba de todo protocolo todo el tiempo. Me dice: “Pásame más pinturitas del estuche”, y le paso un polvo que parecía que se lo hubiera regalado la mismísima señora de Salvador Allende el día de la asunción.

Un día, allá por 2001, cuando el país estallaba en mil pedazos, viene Pedro de visita y me pide que lo acompañe porque lo había invitado a su programa radial aquella gran entretenedora de la clase media que fue Fernando Peña. Vamos, y Pedro insiste en que si a mí no me dejaban entrar, no iba a haber reportaje. La Peña empieza muy agresiva y le dice a Pedro: “Contanos este showcito que vos hacés”. Los ojos achinados de la Lemebel se le ponen como dos soles de mayo y le responde: “No hago ningún showcito, en todo caso hago performances”. Pedro saca el tema de la tremenda crisis que estábamos pasando. Peña lo corta: “¿Para qué vamos a hablar de política?”. Pedro subraya: “Vine aquí con mi amiga Lohana Berkins”. Y Peña se ve obligada a saludarme, pero me dice: “¿Con esa voz sos travesti?”. Pedro le dice: “Por supuesto, maricón. Ella es auténtica, no como tú que todo lo finges”. La cosa se fue poniendo peor hasta que decidimos retirarnos. En la pecera del estudio estaban Juan Castro y Marley. Nos vamos como dos locas echadas, nos agarramos de las manitos y salimos altivas cual María Antonieta. Pero antes, Pedro se da vuelta y de un saque, como una bailarina de flamenco, la escupe a la Peña. Y yo, como buena trava entrenada en la escuela de la represión, me preparo para defender a la Pedro y voy tanteando una botella. No tuve que usarla y nos fuimos de juerga a un boliche. Ahí había un montón de travas amigas mías. Pedro me pregunta: “¿Sabrán quién soy?”. Le contesto: “Nosotras sólo leemos el acta de la contravención que nos hacen”. Pedro termina llevándose un chongo para el hotel. Yo me siento ahí medio chaperona, los acompaño, pero ya me quiero ir borrando. Y la Pedro pregunta: “¿Cómo que te vas?”. Le digo que entre él y el chongo me siento de más. Y me responde: “¡Te hubieras traído otro!”.

Teníamos una conexión muy de marica a marica. Nos juntábamos y fantaseábamos con ir a Cuba con la peluca desparramada y sus tacos gastados medio torcidos, de jubilada. Orgullosas pasearíamos por la Plaza de la Revolución ante las miradas impúdicas de toda la isla. Pedro ha tenido una gran virtud para el mundo de las travas: que empecemos a ver la literatura de un modo diferente, a vernos reflejadas. La descripción de Los funerales de la Candy parece la del velorio de cualquiera de nosotras. Yo le hubiera agregado algunas cositas: falta el momento en el que las travas nos empezamos a robar las cosas y no queda ni una pluma de faisán. Las travas se llevan el recuerdito sin drama, ya sea porque querían a la muerta o porque la odiaban. Lo que Pedro narra, y otros leen como relatos de marginalidad y promiscuidad, es el relato de nuestras propias vidas. ¿Qué trava no fantasea con un chongo como el de Tengo miedo torero? No escribió desde un pedestal, sino que son historias que transitaba cotidianamente: las borracheras que lo llevaban a querer levantarse un chongo del partido, la relación con su madre. No se trataba de la ficcionalidad de alguien que se cree marginal: la Pedro, la única que se animó a bordar de lentejuelas el martillo y la hoz, era marginal. Nunca hubiera ido a pedir que le hicieran un lugarcito en el Palacio de La Moneda, sino que siempre estaba paradita en la puerta con la piedra en la mano.

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Imagen: Sebastián Freire
 
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