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Viernes, 6 de febrero de 2015

SOY ABIERTO POR VACACIONES

La isla

Un tiempo perdido entre la historia y el presente, un apocalipsis cotidiano, una revolución de rarxs. Gabriela Cabezón Cámara nos acerca un cuento escrito especialmente para esta sección.

 Por Gabriela Cabezón Cámara

Habré de hablar de fragmentos y derivas: esquirlas y trayectorias darían una idea equivocada de velocidad, de estallido, de un suceso de esos que acaecen en el instante, y no fue eso lo que pasó, fue una caída lenta, como una inundación que avanzara de a centímetros por año. Eso fue, un desastre que aconteció por ósmosis, por agua trepando las fisuras capilares que el aire le talla a casi todas las cosas, aun a las más sólidas. El plástico quedó. Quedaron las bolsas de nylon que terminaron juntándose y juntando tierra y juncos y haciéndose islas chicas que más tarde o más temprano terminaron en el mar. Casi todo lo demás se hundió primero por el lento ascenso del agua y al final, cuando el río terminó de recuperar lo suyo, por una inmersión irreversible: Santa María de los Buenos Aires yació casi toda bajo el estuario y lo poco que quedó, Caballito, Flores, algo de Liniers, quedó en poder de los bárbaros.

Porque la Historia sucedió así, como un juego de espejos y mientras el agua hacía su trabajo infinitesimal por los vasos capilares de cada uno de los cimientos de la ciudad, el Papa hablaba de volver a los valores católicos y a la sagrada familia y lo capilar conquistaba las caras de los hombres que se dejaban crecer las barbas como hipsters de Nueva York, creíamos, pero no, eran barbas de patriarca lo que se les enrulaba desde las orejas hasta el pecho aunque no lo supieran ni siquiera ellos. Lo comprendieron los curas y los pastores con la primera bomba del Ejército del Norte: un castigo de Dios, dijeron, por olvidarlo y olvidar sus leyes y las recordaron entre los escombros con una memoria hecha de epifanías. En lo más negro, entre los restos de todo lo que era el mundo de cada uno y de todos se despertaban y se acordaban del Padre luminoso y con esa luz que los cegó de esperanza empezaron a unirse en los templos que seguían en pie, los pocos lugares donde las fuerzas de seguridad no impedían la entrada y ahí los esperaban los sacerdotes con su refugio y su catecismo para cataclismos, su Padre feroz, la red de redes de los creyentes actualizando sus saberes medievales para sobrevivir al ataque de los bárbaros del único modo posible: barbarizáronse los barbados bajo las bombas de la Fuerza Aérea Aliada y sobre el barro que el río fue haciendo brotar en cada calle, en cada avenida, en cada una de las grietas de los estallidos y ay de todos los demás, los que no tenían o no querían un lugar en sus ejércitos de patriarcas cristianos. Ay de nosotros, queridos míos, tan roto nuestro mundo como el de ellos pero tan sin pasado al que volver aunque nada vuelva en realidad nunca al principio porque no hay ninguno que no sea más que un tajo más o menos arbitrario en el flujo de la historia. Ni una mentira teníamos fuera del mundo. Tuvimos que inventarla como tantas cosas que tuvimos que inventarnos nosotros, los que no tuvimos las vidas naturales de nuestros padres, como dicen ellos.

Lo mío acá podría decirse que empezó así, entre los escombros que eran negros como negros eran el asfalto y los árboles retorcidos como fósforos quemados, todavía calientes. Lo único que vi, lo único que se veía, creo, después de la bomba que cayó en mi edificio, fueron los ojos de Magda, negros también pero vivos y moviéndose como satélites enloquecidos que orbitaran a los saltos: seguía a los helicópteros del Ejército del Norte y del Argentino. Magda, los contaba, los sabía llegando antes de que nadie los escuchara y se arrojaba cuerpo a tierra, a ceniza si hubiera que ser precisos, cenicientos todos en esa ciudad donde el barro se iba colando entre las grietas del caos.

El pantano había sido contenido un par de siglos y volvía entonces empujado por los bombardeos y el río que recuperaba lo suyo y lamía los cimientos expuestos de la Casa Rosada, seguían rosa chicle sus escombros después de haberse tragado Puerto Madero entero y los millones que valía antes y a veces nos imaginábamos a los cada vez más muertos ciegos de barro marrón navegando su deriva a la nada entera entre Audis y Ferraris y cuadros caros y muebles de maderas italianas. A la ciudad de la Santísima María de los Buenos Aires se la comía su estuario y lo sabíamos, y con la María del Carmen y la Stella Maris remamos como vikingas para las islas viejas que el agua todavía respetaba y buscamos una que no hubieran tomado los Colonos de Dios. En el camino pescamos como pudimos, poca carnada teníamos y la que teníamos no queríamos mirarla ni tocarla: era una pierna de mujer que nos sirvió para que nos siguiera un cardumen de pirañas de carne magra, sus cuerpos son poco más que una mandíbula articulada, ensañadas con la dulce carne de los nuestros, los humanos quiero decir, y sólo allá, en el río, ante esas bestias antropófagas pude sentir como nosotros esto que somos, “bípedos implúmeos pero cada vez más peludos y en guerra”, según Stella Maris, que no podía parar de hablar de ellos, “los barbas, los barbados, los bárbaros”, tentada también nuestra comandanta de dejarse crecer una barba larga, negra y rizada para completar el cuadro de su carita enmarcada arriba y a los costados por una lacia cabellera rubia: nosotras nos oponíamos, sabíamos que nuestra supervivencia radicaba, por entonces, en pasar desapercibidas, tuvimos que recordarle que por eso mismo ella eligió llamarse Stella Maris y no Yemanyá como había querido desde niña.

Llegó con sus 15 añitos recién estrenados, vestida discretamente con jeans y zapatillas y una remera grande, al Registro Civil rodeado por los fundamentalistas. Querían prender fuego el edificio por contrariar la voluntad de Dios, que nos hizo varón y mujer a Su imagen y semejanza. No advertían, los bárbaros, lo que ellos mismos decían: si machos y hembras están hechos a Su semejanza, Dios debía de ser más parecido a cualquiera de nosotras que a ellos y sus mujercitas. Entró Stella corriendo y obtuvo su trofeo triste, fue la última persona que eligió su propio nombre en el país, antes de que ardieran la mitad de los registros civiles, que fue así como empezaron, bueno, fue uno de sus principios posibles, los Fuegos de Purificación de la Nueva Era de Dios, una era que se pretende sin orixás, ni mujeres solas, ni travestis, ni homosexuales confesos y que, por entonces, consistía en incendios y desmembramientos.

Como esa pierna en esa canoa estábamos: rotos, descuartizados, casi muertos de tan arrancados de lo que era nuestro. Si vivíamos apenas era por la fuerza de los cuerpos que nos arrastraban al otro día, al refugio, a la comida, al calor, a guarecerse de la lluvia; eran nuestras células, eran nuestros órganos, aún contenidos en sus redes naturales, los que porfiaban en seguir viviendo. Nosotros, los que no teníamos Dios o más bien no teníamos Iglesia, quedamos sueltos como esquirlas, éramos evidencia de la explosión, lo estallado, el mundo mismo, creo y me cuesta dejar de creerlo aunque sé que hay más mundo que Buenos Aires y ahí la vida siguió teniendo algún otro sentido más que la urgencia que nos arrastraba con su adrenalina a pesar nuestro. Atrás, antes, no sabemos dónde, quedó todo: nuestros amores, nuestros amigos, nuestros perros, nuestros trabajos, nuestras computadoras, nuestros bailes, nuestros teléfonos, nuestras bibliotecas.

Fuimos lentos: no tuvimos los templos como faros que los juntaron a ellos y poco más quedaba en pie que pudiera considerarse referencia. Con Stella y Carmela éramos vecinas, nos encontramos revolviendo los escombros, buscando encontrar algo de lo que había sido nuestro hogar. Con ellas salimos a buscar el bote. Con ellas se me volvió a armar una constelación, tuve mi propia epifanía horizontal, una sin Padre: encontramos la canoa, remamos juntas y en ese movimiento coordinado, esa danza de a tres en el lomo con destellos plateados del arroyo negro la primera noche, en ese avanzar lento y armonioso con un objetivo común, algo se armó despacio, algo sagrado diría, habremos tenido un aura plateada las tres remando juntas con una pierna, un perro, una red, unas linternas, unos pilotos de nylon, unos pocos paquetes de comida no perecedera, una radio y un par de ametralladoras que les robamos a unos cuerpos caídos de milicos. Para el Norte nos fuimos, para arriba, para arriba con una brújula de las viejas, subimos corriente en contra buscando las islas de Entre Ríos, estas de la cadena de las lomas que se alzan más altas que el resto y que el río crecido y tienen cañaverales y bagres y dorados y mandarinos y cuices y ciervos patones de pantano y no tienen, nos juró Magda y supe luego que en eso no me había mentido, helicópteros.

Remamos de noche por los Colonos: montaban guardia en sus orillas erizadas por las cruces que hacían con ramas y las estatuas de vírgenes y santos que pudieron rescatar y se dormían de cansados y de tanto rezo pero igual, medio dormidos, rezaban en voz alta, hay que rezar, nadie quiere ser tomado por un tibio, se sabe que “Dios los vomita” y entonces ellos querían complacer a su Señor y los descuartizaban a los tibios antes de que provocaran Su indigestión, tenían hambre los bárbaros, tienen hambre los Colonos, no les alcanza nada para saciarse porque se reproducen como conejos para Su mayor gloria, para poblar el Mundo Nuevo que les ha sido deparado. A los gritos rezaban y los gritos se sostenían en el aire del medio del agua y los escuchábamos, “Dios te salve, María”, aullaban con sus voces de machos, de amos de la vida y la muerte de todos y cada uno porque así está escrito, entienden ellos, y eso que alguna vez nos había parecido un saludo o a lo sumo un buen deseo entonces sólo podíamos escucharlo como una amenaza: Dios te salve, María, de que te agarremos nosotros, porque si te agarraban, María, te iban a cagar violando para perpetuar el mundo de Dios en la Tierra y guay, María, de ser mujer de las que no se embarazan. Estaban en sus islas y rezaban y tuvimos la suerte de que estuvieran más concentrados en no ser tibios y en descubrir la avanzada de una invasión evangelista, esas huestes regidas por el espíritu demoníaco de Lutero que rige también al Ejército del Norte, fíjense que el nombre se parece a Lucifer, acotaban con aires de filólogos, sumidos en el temor de que se vinieran falanges brasileras y satánicas corriente abajo desde la Triple Frontera buscando dónde meterse luego del bombardeo de su tierra. Una canoa con dos travestis y una torta les pasó desapercibida o, hartos ellos también de tanta sangre o incluso compasivos, quién sabe, son humanos también, la empatía es una posibilidad aún en ellos, los Colonos.

Los helicópteros comenzaron a escasear en el Paraná Miní, no gastaban combustible en ir tan lejos, pasaban aviones pero tan alto que apenas se los escuchaba hendir el aire con esa velocidad casi sobrenatural que ha logrado la tecnología del otro hemisferio.

En el medio del río, de ese segundo brazo del Paraná, Stella Maris cantó algo que no se cantaba hacía casi un lustro en ese mundo de himnos en que se había convertido el nuestro, una canción pop cantó, “Like a Virgin”, no del todo afuera del paradigma religioso, cómo salirse, pero era una canción alegre y liviana y cantamos las tres, hasta el perrito que Carmela había logrado rescatar de los escombros aulló a tono, creo que cantábamos las ganas que teníamos de encontrar la Isla sin bárbaros antes de desmayarnos y ser arrastradas río abajo, hasta donde estaban formados los buques de la Armada cazando desertores y entonces desertores éramos casi todos.

Yo, claro, que había sido teniente de corbeta, y todos los llamados a las filas porque los mensajes habían sido enviados a direcciones que ya no existían, a emails muertos, a radios que nadie escuchaba. Teníamos 25, 30 y 35 años; a mí tal vez me estarían buscando y Carmela y Stella han de haber sido llamadas para luchar contra el Ejército de la Otán, el del Norte, el de los aviones, el de las bombas que le abrieron las grietas al río para que volviera a su cauce natural, el de los que quieren el agua que acá está, el agua que remamos juntas, y por eso nos atacaban, eso es todo lo que quería y por ahora tiene el Ejército que los fundamentalistas interpretaban como un castigo de Dios, ese Ejército que nos bombardeaba porque, decían ellos, era una herramienta de Yavhé, como si El tipeara puntos que son bombas para poder solazarse desde Su altura con cada una de sus líneas, una especie de poema monstruoso, un poema de furia divina, un mensaje enmarcado por miles de cuerpos pero que más serán luego, dicen ellos, cuando llegue el Día Que Está Llegando y entonces “los cobardes, incrédulos, abominables, asesinos, inmorales, hechiceros, idólatras y todos los mentirosos tendrán su herencia en el lago que arde con fuego y azufre, que es la muerte segunda” porque la primera viene en manos de ellos, el Ejército del Norte o los Colonos de Dios que parecen ser Su personal.

Y hubiéramos querido, quisimos ir a pelear contra la Otán pero el Gobierno, una junta de emergencia de militares, curas y peronistas católicos, también purifica las tropas para ser del agrado de Dios y a las travas que agarraron les cortaron el pelo y las uñas y les arrancaron las prótesis porque ya se sabe, está escrito, lo dijo el Buen Jesús: “y si tu mano derecha te hace pecar, arráncatela y tírala, porque es mejor perder un miembro que todo tu cuerpo vaya a parar al infierno”, así que para salvarlas, por su Eterna Felicidad, les decían, las destrozaban. A las tortas, si las identificaban, las embarazaban de a 20, un hijo de todos decían, un hijo del Ejército Argentino de Dios; sólo te salvabas si se creían que eras monja, pero para eso tenías que saber tanto como ellos de la Biblia y los Evangelios y saber todavía mejor, como siempre supieron ellas, cuál es tu lugar en el mundo. Los Colonos, los que rezan a los gritos, eran, siguen siendo, laicos consagrados, padres de más de seis hijos, todavía no llamados a la guerra.

Yo me vi forzada a desertar. Decidí tener un hijo con mi Magda; el padre, Francisco, un amigo gay, mi capitán, nos donó el esperma para tener heredero y salvarse de ser sacrificado por puto en alguno de los Rituales de Purificación. A los gays y lesbianas y trans civiles se los reeducaba y readecuaba a sus “sexos naturales”. A los que pertenecíamos a la Fuerza nos mataban. Francisco no pudo disfrutar de su paternidad ni de los avales de su barba de hombre casado, tampoco conoció los rigores de ser tirado al río atado y vivo: un misil partió en dos a la corbeta antes. Yo estaba en casa, con mi Magdalena, procreando al ser que llevé en el vientre mientras remábamos río arriba y que podría haber nacido en cualquier momento pero nació cuando correspondía, una vez que habíamos tocado la tierra que buscábamos. Tuve que irme: no habíamos llegado a casarnos y la suerte de la madre soltera entre los patriarcas es la de Mujer Común; se la llevaba a una de las Casas Comunes, donde se vivía y se trabajaba, se era esclava de los curas, en general crueles y más interesados en los niños que en sus madres, a las que tratan como siervas. Las mujeres no podemos estar solas, dicen ellos, no sabemos, necesitamos la guía del hombre. Magda me hizo subir al bote con la promesa de seguirnos. No llegó nunca y he pasado todos estos años sin saber si no pudo o no quiso venir, si no pudo alejarse, si prefirió quedarse con su familia y seguir estudiando y entonces hizo lo único que podía hacer, meterse en un convento. La estoy buscando.

Hace dos años que los Colonos abandonaron la ciudad, se fueron a las montañas, donde el aire es más limpio y se está más cerca de Dios y, esto no lo dijeron tan claro, más lejos del Ejército del Norte que patrulla ahora lo que queda de Buenos Aires buscando a los fundamentalistas que les dan amparo a los Guerreros Católicos de Cristo Rey, la guerrilla de fanáticos que los combate todavía.

No sé cómo llegamos, cómo fue que seguimos remando: no paramos en las 10 horas que duró la oscuridad de la noche que partimos y hacía más de dos días que no dormíamos, dos días que pasamos escondidas y caminando, tratando de acercarnos al Yatch Club, buscando lo que muchos, una canoa sin agujeros, un bote, un kayak, lo que fuera, hasta que me encontré con una camarada, calculaba los derroteros ella en la corbeta y me ayudó a determinar las zonas hacia donde podrían haber derivado los botes de los yates. Tardamos dos días en llegar porque los autos se apilaban en las calles y había que treparlos para avanzar pero al final encontramos nuestra canoa encallada en una montaña de basura al final del Riachuelo y desde ahí nos dejamos llevar por arroyos hediondos, era remar mierda y respirar mierda, atravesamos como los fantasmas atraviesan las paredes esas atmósferas sólidas de tanta fetidez, cubiertas de mierda pero a salvo por eso mismo: los Colonos no tomaban las zonas impuras y a los pobres miserables que viven alrededor el brillo de las ametralladoras los amedrentaba aún, cuando todavía no los habían bombardeado a ellos también.

Stella era la que sabía de la Isla: fue muchas veces, en bikini, no en mierda como vestíamos mientras remábamos, aclaraba, a pasar sus vacaciones. Era de la Mariana, la había heredado del abuelo, un milico loco que había tomado sus recaudos por si la Guerra Fría llegaba a la Argentina y se construyó un fortín acá en la isla de 100 hectáreas: las estacadas son de hierro y se electrifican, la Mariana se divertía friendo pescados cuando la ganaba la melancolía, la energía es solar y ya tenía un estanque de salmones, cítricos, huerta y criadero de ciervos. Y un bunker. Y artillería en todo el perímetro. Mariana vivía ahí con su marido y sus hijos, diez tiene la loca que de chiquita era tan fan de Maru Botana. Vivían, además, sus amigas: travestis que cansadas de tanta vanidad se retiraron del mundo para iniciar un nuevo centro budista en nuestro país y gays y lesbianas y trans de toda laya las siguieron. “Son unas locas peladas y vestidas de naranja, que andan en pata, sí, para eso tanto entrenamiento con los tacos aguja”, se reía Stella, que puede reírse en medio de un bombardeo o mientras patea pedazos de cuerpo para poder caminar, en el medio del río. Confiaba, Stella, en que Mariana y el marido, hijos y nietos y bisnietos de militares los dos, les habrían sacado las túnicas naranjas a rebencazos, les habrían puesto trajes de fajina y los habrían entrenado a todos para repeler a los Colonos, al Ejército del Norte o a Satanás y a Jehová de los Ejércitos si se presentaban.

Para cuando llegamos, quedaban pocos: la Mariana había encontrado el depósito de combustible de su abuelo y había sacado lo suficiente para llegar con el yate al río y encarar para el Norte buscando el paraíso blanco, Canadá, el refugio del sector libertario y pacifista de la comunidad LGTB. Quedaron los que no quisieron irse y nosotras, las recién llegadas. Por eso digo que cualquier relato de comienzo es arbitrario: ¿cuándo empezamos nosotros?, ¿en el delirio paranoico del abuelo de la Mariana en la Guerra Fría?, ¿en las fiestas que duraban semanas que organizaba la nieta díscola?, ¿en los escombros de Buenos Aires?, ¿en la reunión de 2015 del Foro de Davos?

Gritamos desde la orilla, los ojos de las monjes nos miraron inquietos entre el follaje, la Stella sacudió el pelo, se puso a cantar “La isla bonita” y les mostró las tetas en una escena que nos llenó de felicidad porque nos hizo sentir libres otra vez, la Carmela les gritó “no se hagan las anacoretas y convídennos con unos camparis” y todos se rieron y se tiraron al agua y nos mostraron dónde estaba el hueco para entrarle a la isla amurallada. Stella nos organizó, se dejó la barba de matriarca queer, dice ella, y fue nuestra lidereza la ingeniera. Halló cómo generar electricidad con el agua y organizar los frutales y conseguir las truchas que logró confundir lo suficiente como para que crezcan en este agua marrón sin pelearse con los salmones. La plantación de marihuana la forjé yo, Rafaela, es mi orgullo y mi alegría; los botes los armaron las monjes; a Internet nos conectó Carmela.

Eramos ciento cuatro hace diez años, cuando llegamos. A los dos días fuimos ciento cinco porque nació Yemanyá, como bautizó Stella a mi hijita, también suya desde ese día. Hoy somos cinco mil quinientos treinta y dos, casi todos bien entrenados y lo suficientemente pertrechados para intentar un desembarco de una avanzada de quinientos en Buenos Aires, ahora que las aguas han bajado y el Ejército del Norte sólo se ocupa de los Guerreros Católicos. La Isla es nuestra base y nos la vamos a quedar pero queremos el puerto, queremos las universidades, queremos las avenidas largas, queremos las plazas, queremos la vida que alguna vez tuvimos mezclados con todo el mundo, queremos encontrarnos con todos los no fundamentalistas, queremos empezar otra vez, ahora sí hablo de un principio, el día que nosotros los queers pisemos el barro sucio de Plaza de Mayo y recuperemos la ciudad para todos, y se los estoy contando porque soy yo la vocera de La Isla y porque queremos que nos reciban sin miedo: nuestros botes van con banderas blancas que verán brillar porque las bordamos con lentejuelas que hicimos con los caracoles. Queremos una fiesta en paz.

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Imagen: Sebastián Freire
 
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