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Viernes, 20 de febrero de 2015

Alicia en la furia

Este cuento de Mariana Kopp, lectora del suplemento, ha sido seleccionado para la colección Soy abierto por vacaciones

Alicia no es lo que vos ves. Es como un trava, pero peor. Yo la conocí antes de como es ahora, cuando aún era un pibe, un pibe de barrio, pero ojo, nunca fue de esos que andan todo el día en la vereda con la birra en la mano y chiflándole a cuanta mina con buen culo o no tan bueno pasa por la vereda. Alicia era un pibe raro. De esos que casi nunca salen a la calle, que andan siempre vestidos de negro aunque les guste más Arjona que Mötley Crüe o Black Sabbath. El negro como que lo vestía de adentro para afuera. Siempre andaba con la cabeza para abajo, casi no salía y si lo hacía era con la vieja o con la hermana. Además le debía afanar la ropa al viejo, porque usaba todo como cuatro talles más grandes. Todo le bailaba. Como para que ni se le notara que tenía pija.

Cuando pasaba cerca de nosotros ni nos miraba y apuraba el paso. Nosotros nunca le gritamos nada, y eso que podríamos haberle dicho cada cosa... “Maricón” o “tragasables” hubiera sido una pavada. Los chistes los hacíamos bajito, pero siempre como con respeto. Capaz porque parecía todo el tiempo triste o a punto de echarse a llorar. Además se lo veía más solo que un perro sarnoso. Ese es la Alicia que yo conocí. Qué le pasó al pibe ese para querer que le cortaran la pija y hacerse una mina, no lo sé. Sé que en el barrio no encajaba, pero ahora lo haría menos. Por suerte antes de operarse del todo se mudó, se fue para la Recoleta el muy concheta. Supongo que ahí nadie sabe. No sé si se mudó por la operación o por lo que pasó conmigo esa noche. Aunque lo molí bien a piñas, nadie se enteró de nada. A mí nadie me preguntó por lo que me pasó en la mano y a él nadie le preguntó qué le había pasado en la cara. Supongo que para los pibes unir esos dos detalles era demasiado. Sobre todo por la cantidad de birra y faso que teníamos encima en esa época. El único que nos vio porque estaba ahí fue Sapo, pero ese no dice nada jamás. Menos sobre algo así. El Sapo me adora, me idolatra y a Alicia siempre le tuvo miedo. Yo creo que le tiene miedo porque le gusta y le da miedo que le guste. La cosa es que por suerte se fue del barrio. Pero no. No creo que haya sido mi culpa o que haya sido por lo que pasó. Ese día el pibe estaba mal, yo pensé que se suicidaba o algo así. Lo vimos con el Sapo bajarse del bondi llorando, pero llorando como un nene, no como un tipo de veintipico, que es lo que tenía en ese entonces. Yo también tenía veintipico. Lloraba con mocos y todo. No sé por qué, con el Sapo, los dos pensamos que se le había muerto la vieja. La vieja es un amor, una de esas señoras de la casa como las que ya no hay. Es dentista y tiene miles de pacientes, pero se las arregla siempre para preparar la comida y tener la casa impecable. Cocina como los dioses, la vieja. A veces hace scones o galletitas y nos trae algunas a la esquina donde paramos con los pibes. Con Sapo lo vimos al pibe y pensamos lo mismo, y los dos nos acercamos para ver si necesitaba algo. La vieja no se le había muerto y no nos quería contar qué le había pasado, pero no paraba de llorar. Con el Sapo le dijimos de ir a tomar una cerveza, ese pibe no podía volver a la casa en ese estado. Pensamos que nos iba a decir que no, pero nos dijo que sí. Fuimos al bar de siempre, él jamás había entrado. Le pareció sucio pero “pintoresco”, creo que ésa es la palabra que usó. Me pareció rara, muy de puto. Pedimos unas cervezas y él no decía nada. Con Sapo nos mirábamos porque era incómodo estar ahí sentados con este chabón sin hablar. Al cuarto vaso nos agradeció el haberlo invitado. Dijo que no podía ir a la casa en ese estado, a pesar de que era el día más feliz de su vida y que se moría por contarle a su familia que todo había salido bien. El Sapo le dijo que tenía una forma rara de festejar, que parecía salido de un velorio. Alicia se rió mucho, demasiado. No paraba. Pero como se reía bajito no nos importó. Nadie nos miraba. Tomó otro vaso más y nos contó que se había puesto tetas. Acababa de salir del sanatorio. Lloraba porque le dolía, pero sobre todo porque había querido hacerlo desde sala de cinco. Sí, desde sala rosa, donde compartíamos a la maestra y los bloques de la sala de construcciones. Pero parece que a esa altura él ya quería tetas. Siempre quiso tetas. El Sapo, cuando escuchó eso, bajó la mirada directamente adonde ahora podíamos distinguir dos enormes bultos. No disimuló mucho, el Sapo. Yo lo felicité. No sé por qué lo hice, pero me salió eso. Las tetas le habían salido un huevo, lo mismo que la operación, pero venía ahorrando desde que cumplió quince, nos contó. También nos dijo que ésta era la primera cirugía de las que serían bocha. Estaba contento por eso. Porque empezaba su transformación. Después nos contó cómo lo operaron, cuánto le pusieron, cómo lo durmieron, la faja que tenía ahora, lo que le dolía, las cremas que se tenía que poner, nos explicó que se tenía que hacer masajes todos los días para que no se le pinchen, o algo así. Lo escuchaba y me dieron como náuseas. Sapo miraba su vaso y al pibe alternadamente, le daba vergüenza mirarlo directamente a los ojos y sí, a esa altura se notaba un poco que le gustaba. Alicia lo calentaba. Llegó un punto donde ya no daba más del meo y de ganas de vomitar y me fui al baño. No me di cuenta de que el chabón me había seguido. Se puso en el mingitorio de al lado y peló una pija enorme. Me quedé de una pieza. Cómo se iba a cortar una cosa así. Muchos mataríamos por tener algo medianamente parecido. Me sentí humillado, un tipo con tetas y una poronga de medio metro. Terminé de mear y la guarde rápido para que no me la viera. Sí, un tarado. Cuando me doy vuelta para salir del baño, el pibe me frena. Me agarra la mano y se la apoya sobre las tetas. Me dijo algo como “sentilas, ¿no son divinas?” y yo me saqué. Le pegué un derechazo que lo dejó regrogui en el piso. Me calenté mal. No sé si porque las tetas parecían de mina, por el tamaño de su pija o porque al Sapo le gustara. No podía parar. Por suerte el Sapo también tenía que mear y entró al baño justo cuando le estaba por dar una patada ahí en las tetas nuevas. En lo que él más quería. Me frenó el Sapo, justo. Me metió la cabeza bajo el agua fría. Alicia se quedó parado, mirándonos. El Sapo le pidió perdón por mí. Yo no hablé nada, no le dije nada. El Sapo propuso ir al hospital para que lo vieran. El no quiso, dijo que era todo superficial y que además había salido recién de uno y que era un lío por el tema de los documentos. Salimos del bar los tres juntos. Caminamos unas cuadras sin decir nada y él se metió en su casa. Yo me fui a la esquina con el Sapo. Lo vi un par de veces más y después se mudó. Le quise pedir disculpas, pero no me salía. Un día le mandé saludos por la vieja: “Dele mis saludos a su pibe, doña”, le dije. Creo que no se los debe haber dado. Yo también le dije “pibe”. Para mí Alicia siempre va a ser un pibe, un pibe pero con las mejores tetas que toqué en mi vida.

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Mariana Kopp nació en Capital en 1979. Es especialista en Literatura infantil y juvenil y actualmente cursa la Maestría en Escritura Creativa en la Universidad Nacional de Tres de Febrero.
Imagen: Sebastián Freire
 
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