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Viernes, 13 de marzo de 2015

La noche pasada

Un libro de fotos prohibidas tomadas por Hasse Persson reflota la efímera pero legendaria vida del Studio 54, antro neoyorquino que duró apenas 33 meses a finales de los años setenta, y por donde pasaron las celebridades y las no tanto, todxs dadxs vuelta.

 Por Kado Kostzer

Nada más inadecuado que una discoteca para alguien como yo, que se niega al aturdimiento, que no baila, que no fuma, que le fastidian los estímulos visuales, al que las drogas le son indiferentes y más aún si el lugar es de rigurosa moda y “hay que ir”. No obstante, conocí el Studio 54 de Nueva York. En las Pascuas de 1978 Nacha Guevara se presentaba por una única noche en el Saint James Theatre de Broadway y en su repertorio había un par de letras de mi autoría. Con Claudio Segovia que más tarde gozaría de los fabulosos éxitos de Tango Argentino y Black and Blue en el mismo distrito teatral nos dimos cita en Nueva York para asistir al recital. Luego del espectáculo, evadimos el agasajo que daba el promotor del evento y preferimos cenar solos. Caminamos desde la calle 44 hasta la 54, rechazando por una u otra razón los restaurantes que conocíamos en la zona. Finalmente nos resignamos al Capri, ubicado entre 7ma. y 8va. Avenidas y ¡frente al Studio 54! El lugar había sido inaugurado hacía un año y ya era un mito internacional. La entrada estaba resguardada por un cordón bien provisto de vigilantes y personal del establecimiento seleccionando a los anónimos clientes que por su físico podían ser deseables para las celebridades habitués del antro. Esas bellezas en estado puro, o casi, sufrían un mágico proceso de estereotipamiento al atravesar la preciada puerta. También la cana del 54 espantaba, sin elegancia pero con su estilo, a los que no merecían tan sofisticado privilegio. En la puerta misma de nuestro restaurante fuimos atraídos desde la otra vereda por un brazo en alto que se agitaba en señal de invitación, mientras la otra mano tenía la palma en posición de “prohibido pasar”, destinada a impresentables. Decidimos conocer el Studio 54. Si bien en el acceso reinaba la dictadura Claudio yo, argentinos, sabíamos del tema y que en el interior todo era democracia. No existía diferencia de color, menos de sexo. Era el primer lugar donde la clientela gay se mezclaba en la pista con la straight en ecuménica y despreocupada convivencia. No nos tocó una noche de las más esplendorosas. Apenas Marisa Berenson, que algo fatigada torcía los tacos de sus zapatos, igual que una prima mía, Margaux Hemingway, que un tanto achispada cuchicheaba con Calvin Klein; más apartados, Louis Malle y Susan Sarandon comenzaban un romance. De vez en cuando echábamos un vistazo, pero con Claudio lo más importante era ponernos al día.

El origen

Con la experiencia en materia de diversión nocturna de una discoteque en el no muy glamoroso Queens, Steve Rubell, un gay explosivo, y su discreto amigo Ian Schrager se lanzaron a conquistar la noche de Manhattan. La propulsora de la idea fue Carmen D’Alessio, una peruana coleccionista de nombres famosos en su agenda como relaciones públicas del modisto Valentino. Carmen no era una desconocida para nosotros. Sabíamos que se había quedado con el apellido de nuestro amigo, el compositor argentino Carlos D’Alessio, residente entonces en París, quizá como intercambio, pues él, que era gay, regularizó su situación migratoria en USA mediante esa boda de la que Salvador Dalí fue padrino.

El trío Rubell-Schrager-D’Alessio eligió para la nueva disco un viejo local en el distrito teatral que había sido inaugurado como sala de ópera en 1927, luego fue recinto de varietés, reencarnándose en restaurante con show y finalmente durante 20 años estudio de TV de la CBS. Del teatro original conservaron su estructura con mezzanine y palcos ideales para contactos sexuales e instalaron un sitio VIP detrás del escenario. En el centro de la pista reinaba la imagen, nada subliminal, de una luna ¡con facciones masculinas! inhalando cocaína. Para la inauguración Carmen envió 5 mil invitaciones, no dejando afuera a ninguno de sus célebres amigos del jet-set. La noche del 26 de abril de 1977 se dieron cita el Stone Mick Jagger, la aún enterita Liza Minnelli, los grasones Ivana y Donald Trump, la adolescente Brooke Shields y cientos de etcéteras. Según se dijo –es difícil creerlo–, quedaron fuera en un tumulto de caras famosas y de las otras el rompecorazones Warren Beatty, la ya operadísima Cher, el lánguido Woody Allen y el eterno Sinatra. El puntapié inicial –más bien un gol de media cancha– estaba dado. Y sobre llovido, mojado: apenas unos días después de su apertura el 54 festejó por todo lo alto el cumpleaños de Bianca Jagger, que entró montada en un caballo blanco. A partir de ahí y vertiginosamente las celebridades lo convirtieron en su hogar nocturno. Yves Saint Laurent, John Travolta, Donna Summer, Burt Reynolds, Farrah Fawcett, Al Pacino, Raquel Welch, Baryshnikov... exhibieron en la pista, en la barra y en los recovecos, sus vigentes encantos. Los venerables Truman Capote, Elizabeth Taylor, Gina Lollobrigida, Tennessee Williams, Zsa Zsa Gabor, Gloria Swanson y Bette Davis supieron de cómplices penumbras para simular eterna juventud. Más asiduo que nadie fueron Andy Warhol y su pandilla del Interview Magazine, un tabloid que registraba la actividad de los beauties de todos los sexos que se juntaban allí para lucirse, drogarse, propasarse, coger, mirar y ser mirados, además de bailar.

La fiesta de un amigo, Nacho Rentería, un excéntrico mexicano coleccionista de arte, me llevó por segunda vez al 54. A las celebrities y bellezas habitués se sumaron drag-queens chicanas y mariachis, además de La Doña ¡María Félix!, venida especialmente. Carmen D’Alessio me fue presentada. No linda, pero magnética. No vulgar, pero sí exuberante. El desparpajo sudaca for export con una sobreactuación muy neoyorquina y algún estimulante se combinaban dando un resultado digno de la Carmen operística. No resistí la tentación de decirle que conocía a su exmarido. “¡Ah! Dile al gandul ese que ahora que es famoso será bienvenido al 54”, fue su comentario. El adjetivo utilizado para Carlos me pareció digno de El Lazarillo de Tormes. Esa noche sí me divertí. Con curiosidad malsana le pregunté a Nacho cuánto le había costado la farra. “Unos dibujos de Diego Rivera que nunca me gustaron”, me respondió.

Excesos

El patrón Rubell, parafraseando a William Blake, sostenía que “La ruta del exceso lleva al templo de la sabiduría”. Siguiendo esa premisa declaró en 1979 que sólo la mafia era mejor negocio que el 54. El fisco se le tiró encima con la apertura de los libros contables de la próspera empresa y detectando una evasión impositiva de 2,5 millones de dólares de la época. Como respuesta, y a la manera de pito catalán, Rubell acusó a un alto funcionario del presidente Carter de haber consumido cocaína en una de sus fiestas. Al escándalo mediático siguieron dos clausuras del local. Como era de esperar, se encontraron drogas y dinero negro en grandes cantidades. Los días del Studio 54 estaban contados. En febrero de 1980 Richard Gere, Diana Ross, Ryan O’Neal y Jack Nicholson, entre otros menos notorios, lo despidieron. La prensa dijo: “El fin de la Gomorra moderna”. Una leyenda urbana cuenta que la última copa le fue servida a Sylvester Stallone.

La pareja de socios fue sentenciada a tres años y medio de prisión, aunque la pena fue conmutada. Libres, transfirieron el 54, abrieron la disco Palladium para luego incursionar en el negocio de hotelería. En 1989 plena epidemia de sida, Rubell murió a los 45 años. Ian Schrager se casó dos veces, ambas con bailarinas clásicas, y tuvo tres hijos. En su más reciente emprendimiento se asoció a la cadena hotelera Marriott. Carmen D’Alessio, con un cuarto marido 21 años más joven que ella, trata de imponer los sunset-parties en establecimientos cinco estrellas. “¿Quién dijo que uno no puede divertirse por la tarde?”, comentó más sosegada. En cuanto al local del 254 de la calle 54, luego de varios intentos de revivirlo como discoteca ya la música disco era cosa del pasado y, el sida había sembrado paranoia en 1998 y siguiendo sus tradiciones, volvió a ser un teatro legítimo ¡pero con mesitas!

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Fotos del libro Studio 54 (Editorial Max Strom)
 
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