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Viernes, 22 de mayo de 2015

A LA VISTA

Los jueces sin juicio

Para los triste y recientemente célebres jueces Piombo y Sal Llargués, un niño abusado no es tan abusado si viene abusado desde su casa. Un niño no es un niño si ya se le ve la pluma abyecta. El fallo aberrante no va contra el sentido común, sino que se deja seducir por él...

 Por Alejandro Modarelli

Hace unos años, mientras iba yo en vuelo mariposa cerca de la Reserva Ecológica, un trapito me esputó en la cara el mote tumbero de “arruina guachos”. Esa posibilidad de considerarse más digno que una marica seguramente lo tranquilizó esa tarde. Si no se posee nada material, al menos se cuenta con la masculinidad como patrimonio y como compensación. Siempre me asombró esa asociación que tantos creen lógica e inevitable entre homosexualidad y abuso. Para él, yo había arruinado a algún chico. Y como una rueda de la fatalidad, ese niño imaginario estaría ya marcado por la sospecha de un goce abyecto y permanente. Como un personaje trágico, como un vampiro a quien en el principio de la serie alguien mordió el cuello, estará a su vez destinado a reproducir su mal. Llevado a la conversación de sobremesa sobre estas cuestiones, el sentido común participará de esa misma fe. Uno ha escuchado tantas veces en boca del chofer de taxi, del compañero de oficina, en los vestuarios, que la sexualidad de tal pibito quedó desorientada por “un degenerado”. Esa percepción de una biografía fatídica, para los hombres de la manada salvados del oprobio, definirá la producción de una identidad sexual, en la que la víctima gozosa quedará encerrada. Nada más cercano a la idea de identidad como imposición del poder, como cárcel, destino y goce.

Dos jueces bonaerenses, Piombo y Sal Llargués, escribieron la semana pasada un fallo basado en los mismos lugares comunes de los muchachos de la barra, por el cual reducían la pena impuesta al vicepresidente de un club de fútbol barrial por haber abusado de un niño de seis años. Para ellos, el abuso no podía calificarse como ultrajante (lo cual agravaba la pena) puesto “que la elección sexual del menor, a pesar de su corta edad, ya habría sido hecha (conforme a las referencias en la oferta venal y al travestismo)”. En realidad, quien había impulsado la elección de la sexualidad del niño era, para los jueces, nada menos que el propio padre, el primero en la serie de los violadores de la horda, el único culpable del “torcimiento del desarrollo sexual del menor”. Que, para colmo, había aprendido que por una fellatio podía recibir un premio de dos pesos, y que además se ponía ropa de mujer. Finalmente, se supo que el padre, si bien estaba preso por violación, no había violado a su propio hijo, a quien casi no conocía. Haber nacido del esperma de un violador, de todos modos, lo constituye para el sentido común también en cría abyecta. O, para diversión de la muchachada, se presupone en todo caso que si el abusador no era el padre, “al pibe cualquier vicioso lo tenía de hijo”.

Hablaron en el fallo de la “familiaridad que el niño demostraba en lo que a la disposición de su sexualidad se refiriera”. Un cuerpo infantil que atravesó un pene es como una birra abierta para el consumo de la barra. O, lo que viene a ser lo mismo, opinaban que quien mata a un ladrón... Como cuando acontece un crimen por homofobia.

En fin, toda ley escrita tiene su contracara clandestina, que incita a transgredirla. Qué otra cosa hace el racista sino sentirse uno de nosotros, quizás el mejor, cuando golpea al inferiorizado. Cumple así con un consenso social que no es la ley pública, como se dice, sino su transgresión. Lo horrendo de este asunto es que Piombo y Sal Llargués fueron elegidos jueces para distinguir entra ley pública y ley de la manada. Pero llevan años maniatando una a la otra. No es, como se repitió en estos días, que ellos carecieran de sentido común, sino que lo aplicaron del modo más obsceno (y transparente) posible. En su hermenéutica, víctima y culpable son intercambiables, como en las sociedades primitivas.

En otro caso, estos jueces consideraron como atenuante de la pena que dos adolescentes violadas por un pastor estarían seguro habituadas a la actividad sexual precoz, porque eran pobres. En un femicidio, que la mujer asesinada se vestía de manera provocativa. Cuando se acerca la fecha de la marcha Ni Una Menos, por el alarmante aumento de asesinatos de mujeres, uno no puede dejar de vincular estos criterios de Piombo y Sal Llargués con las pulsiones de los criminales. Por eso indigna que un activista gltbi reconocido por el Premio Azucena Villaflor, Alex Freyre, por idiotez moral, por sobreactuación, por oportunismo o lo que fuera, ponga en duda las razones de la manifestación, llevándola al campo de la disputa partidaria. Esto dicho de paso.

Bajo el imperio del machismo ancestral, las víctimas deben dar explicaciones. Los lobos alfa exigen o la sumisión absoluta o la resistencia heroica. ¿Qué prueba debe dar un verdadero hombre para seguir siendo parte de la manada? En El matadero, de Esteban Echeverría, el unitario prefiere estallar en sangre antes que ser sodomizado por los federales. Acaso piensen que el niño abusado de seis años debió resistirse como el héroe de El matadero. Haberse disuelto antes que quedar para siempre encerrado en un cuerpo deseado, en una identidad para ellos abominable.

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