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Viernes, 14 de agosto de 2015

MI MUNDO

Que sufra, que sufra esa malvada

En su último libro, ¿Hablaste de mí?, Kado Kostzer traza un patético retrato de Bertha Moss (1919-2008), la actriz argentina que se convirtió en la villana más popular del culebrón mexicano, y nos hace reflexionar, como en el poema de Néstor Perlongher, por qué a los gays nos fascinan y amamos tanto a las malvadas.

por Adrián Melo

Aún hoy, en México, todo el mundo y muy especialmente la comunidad gay recuerdan a Bertha Moss como la villana por antonomasia de las telenovelas. La actriz, nacida como Juana Bertha Moscovich, tenía el physique du rôle y el talento para caracterizar un estereotipo: la mujer que se jacta de aristocrática y que intenta mantener a raya a pobres y bellas que luego van a quedarse con el galán. Durante más de tres décadas humilló en incontables culebrones a Jacqueline Andere y años después a su hija, Chantal Andere, torturó, injurió, denigró a Lucía Méndez, a Victoria Ruffo, a Verónica Castro (sólo Thalía parece haberse mantenido a salvo del azote Moss en sus exitosos calvarios). La apoteosis de su maldad televisiva la encontró en la novela La recogida en el personaje de una celadora de un orfanato que encierra en un cuarto oscuro con ratas y alimañas a una niña desamparada, interpretada por María Fernanda Ayeusa, y mientras ella lloraba Moss aplastaba con su calzado número cuarenta y tres la muñeca de la huerfanita. Esto le valió ser repetidas veces increpada o amenazada en la calle y que le pincharan las llantas del coche.

Era argentina y aquí, salvo para una comunidad de entendidos, es prácticamente una ignota, porque aunque trabajó con casi todas las divas y actores del cine de oro, siempre hizo de segundona, de madre, madrastra o de tía solterona (aunque frecuentemente era más joven que las hijas o las sobrinas de las ficciones). Nunca logró un protagónico. Quizá –como señala Kostzer– su 1,80 metro de altura y el pie grande, el número 43, no eran adecuados para ser la protagonista romántica de un film.

A estas alturas, Kado Kostzer es, sin duda, el escritor y el dramaturgo que mejor ha retratado –combinando exquisitamente la piedad, el patetismo y la objetividad– los brillos y las decadencias de las llamadas estrellas del cine o del mundo del espectáculo. Ya lo había hecho en Personajes (por orden de aparición), en donde en breves anécdotas trazaba retratos perdurables de Tilda Tamar, Leslie Caron, María Aurelia Bisutti, entre otras. A su vez, en su obra de teatro Pedestales de arena narraba a partir de algunos momentos y discursos claves el apogeo y la caída de Fanny Navarro (es referenciada incluso la tétrica escena que parece salida de una película de horror gótico en donde el Capitán Gandhi, para intentar que Fanny hablara, pone ante ella una bandeja con la cabeza de su amante Juan Duarte).

Identidades

En sus retratos sobre las divas no hay imagen idealizada y fantástica, sólo la realidad desnuda. De hecho, para Kotzer parece haber un riesgo en mezclar la realidad y la ficción: en su obra de teatro Isabel sin corona, la fascinación de una humilde trabajadora de la moda por todo lo relacionado con la corona británica termina en la peor de las tragedias. Los sueños irreales se vuelven pesadillas. En cambio, hay un encanto de ensueño en conocer y hablar con Kado Kostzer en su departamento de Barrio Norte, del cual dice que sale lo menos posible. ¿Hablaste de mí?, no es una biografía tradicional. Son momentos, pasajes, anécdotas pero a partir de los cuales reconstruye una vida y, sobre todo, crea un retrato perdurable.

¿Por qué te parece que los gays amamos tanto o al menos estamos tan fascinados con las divas y sobre todo con las divas malvadas a lo Moss?

–Yo debo aclarar que nunca amé a las divas, por eso puedo escribir sobre ellas con autenticidad. Además es muy difícil querer a alguien como Bertha. La primera vez que vi a la Moss me dio algo de miedo. Creo que en el caso de Bertha más que nada tiene que ver con la identidad travesti. Los gays suelen amar a las travestis, hay algo de identificación allí también. Y también probablemente lo haya con esa mujer tan llena de artificios, esa exageración del melodrama y la feminidad que era Bertha, con esas constantes cirugías prematuramente que le conferían nuevas identidades. También en esa fascinación puede haber algo de ver reflejado en estos personajes ese estereotipo que constituye la “loca mala”. ¿Habrá surgido esa identidad dentro de la comunidad gay como un mecanismo de defensa contra el rechazo y la injuria? Quizás el amor incondicional por algunas divas que sentía Manuel Puig era que él mismo era una loca mala: chismoso, criticón, tacaño hasta la patología, roba chongos (risas). Aunque quizá porque tenía algo de eso pudo retratar tan bien la miserabilidad de la gente.

¿Por qué te daba miedo Bertha?

–En el cine todo se ve distinto. Una mujer tan alta a la que se le pueden ver las marcas en la cara, los defectos, los pies grandes tipo empanadas. Se quiebra la magia, por eso yo en mis obras de teatro nunca hago interactuar a mis actores, nunca los hago entrar o caminar entre el público. Sí hay una fascinación, debo reconocerla: a pesar de que era un ser miserable igual por largo tiempo siempre quería saber de Bertha, hasta dónde llegaba con sus estrafalarias maquinaciones y razonamientos, con sus recurrencias a las brujerías, con sus teorías conspirativas donde siempre era la buena, la talentosa y el mundo envidioso siempre confabulaba contra ella.

Trataste particularmente el tema de las identidades en tus obras de teatro. En Loca por Lara, está la vagabunda que canta y se dice hija de Agustín Lara (me recuerda a ese otro ícono gay Marta Holgado) y ese hombre que parece querer usarla pero que a través de ella puede asumir su identidad travesti.

–Sí, también la mendiga está en busca de identidad. Toda identidad se construye también con ficciones, con mentiras, con el material que se elabora a partir de las vivencias y los recuerdos, con artificios. Los gays muchas veces tuvieron que vivir o simular otras vidas y no las propias pasiones. También Bertha es una amalgama, una yuxtaposición de identidades y no sólo por las cirugías. Tiene tantos clisés y tanta mezcla de diferentes divas, es tan obvia en sus maldades, que parece una parodia de sus ya paródicos personajes de novelas, es tan destructiva y autodestructiva que no es como otras que destruyen y se erigen gloriosas. Cuando la echan de Familia de artistas por sus actitudes arrogantes, sin duda pierde la oportunidad artística de su vida. Aunque la que gana es Iris Marga, Bertha le hubiera hecho la vida imposible en el escenario.

Hay pocas cosas en Internet en donde Bertha destaque. Pero hay un capítulo entero de un programa de Roberto Gómez Bolaños que fue un fracaso, La chicharra, donde aparece casi todo el tiempo. Su interpretación cómica es notable.

Es que tenía talento, era una gran actriz con mucha presencia, con esa altura. Por otro lado, Bolaños no era ningún tonto. La captó al vuelo y construyó un personaje a su medida. Una duquesa en una fiesta de sociedad, en la casa de un playboy. La duquesa habla mal de todo el mundo, de todos tiene un chisme para contar, dice pestes pero de todos los que habla dice como una especie de latiguillo: “Yo lo quiero mucho” (risas). Es el colmo de la hipocresía. Pero el latiguillo que va a inmortalizar a Bertha es el que le da el título al libro. Con mis amigos lo terminamos adoptando. Cada vez que le contabas de una situación cualquiera relacionada con el medio artístico ella te increpaba: “¿Le hablaste de mí? Hablale de mí. A vos te conviene...” (risas).

Familia de artistas

¿Hay algún momento en que Bertha se mostró tal cual era, en donde pudiste vislumbrar una Bertha más humana?

–Sólo una vez la vi sinceramente enojada, rabiosa. La causa: su marido, Pepe, se levantó del asiento para irse a la cama en el momento en que ella iba a tener su mejor escena en Corazón salvaje. La gota que colmó el vaso. Había aguantado muchos rechazos del marido, pero no a su arte. Frente al televisor Bertha decidió poner fin a su matrimonio. Esto da cuenta de que a ella le importaba más su personaje que cualquier situación real. No pudo sostener un matrimonio con un hombre bueno.

Por algunos años, sostuvo esa especie de familia con su hermana Luisa, tan propensa a enamorarse de hombres jóvenes choferes que sólo querían su dinero y tan sexualizada que parece un puto. Es una familia tan rara y disfuncional que hasta podría ser reivindicada por la teoría queer.

–Sí, pobre Luisita, tuvo una vida dramática, muy difícil. Siempre sufriendo por amor. Pero muy liberada sexualmente para su época. Ella entregaba todo a los hombres y Bertha nunca daba nada. A Bertha nunca la vi entusiasmada por nada que no fuera ella misma. Una vez tuvo una relación sexual con un famoso galán mexicano muy guapo: el saldo es que no me acuerdo quién le robó la mucama al otro.

Pasaporte a México

Kado fue a México y encontró al amor de su vida. La decisión de Bertha de viajar a México fue producto de un conjunto de causas, algunas tortuosas y otras azarosas: frustración, encuentros casuales con actores como Dolores del Río o Arturo de Córdoba, visitas a brujas y sobre todo hartazgo de fracasar en su país natal. Desde los años cuarenta había actuado más o menos activamente en cine, pero siempre “hacía de vieja”. Con poco más de veinte años, hizo de madre de sus contemporáneas protagonistas en El Capitán Veneno (1942); de una viuda dolida en Que Dios se lo pague (1949), de madura acompañante en Historia de una mala mujer (1948). Escribe Kado: “¿Quién quería los roles para los cuales podían elegirla? Más de lo mismo. ¿Alternar con la ‘enana de Virginia Luque’ en La vida color de rosa? (...) ¿Tolerar una frase hiriente con un adjetivo insultante en una escena de Los dos rivales (mientras Bertha dialogaba con Hugo del Carril, Sandrini y un acompañante refiriéndose a ella se preguntaban: ‘¿Qué está haciendo Aguilar con ese loro?’ (...). Bertha tenía ¡veinticuatro años! Y su presencia era elegante y sofisticada en un film chato y convencional. ¿Llamarla ‘loro’?”.

Kado fue a México y encontró su destino. Un poco lo mismo le pasó a Bertha Moss. Apenas llegó tuvo un papel estelar en la película El ángel exterminador (1962), de Luis Buñuel. Luego vino la seguidilla de malvadas de telenovelas que harían palidecer al diablo. Sin embargo, en algún punto, Bertha nunca dejó de considerarse la segundona, la relegada, el sex symbol frustrado, la que golpeaba incansable e inútilmente las puertas en busca del rol estelar; la inventora de patéticas estratagemas y berretadas para estar en escena; la “echada” por la envidia y la maldad de las acomodadas con menos talento que ella. En algún punto, paradójicamente Bertha sentía que le hacían a ella las perversidades que sus personajes televisivos les hacían a las bellas heroínas de las novelas. Tengo que irme, llevo dos horas, pero ineludiblemente tengo que hacerle una pregunta.

En el libro afirmás algo que me había contado un contemporáneo tuyo que no me deja decir el nombre y es que Libertad Lamarque dejó a su marido Alfredo Malerba por su secretaria cubana, Irene López Luque, una muchacha mucho más joven. Como Libertad era vieja podían ir por la calle de la mano y nadie opinaba nada. La imagen me pareció muy tierna. ¿Era una relación amorosa o simplemente alguien que velaba por sus intereses?

–Era una relación torta, torta (risas).

Ultimas imágenes del naufragio

De entre las decenas de imágenes patéticas que ilustran la figura de Bertha, una de las cúspides es cuando vieja, enferma y sola, instalada en Argentina, esperando desesperadamente propuestas de trabajo que nunca llegan se hace desear para recibir un regalo que le envía un intermediario de un productor de telenovelas mexicano simulando vernissage, estrenos teatrales, cócteles, fiestas, sesiones de fotos, lecturas de guiones, todo inexistente.

¿Cuándo viste a Bertha por última vez?

–En 1998, después de muchos años de distanciamiento, la llamé por teléfono para invitarla al estreno de Táibele y su demonio, que yo versioné y dirigí. Le dije: “Es el jueves a las 21 en Andamio” y ella me respondió: “¿No podía ser el martes a las 14 hs.? Me viene mejor y voy a estar por ese barrio” (risas). Finalmente vino y después se puso a hablar pestes de la actuación de Victoria Carreras. La misma Bertha de siempre. Después la vi en el programa de Mirtha Legrand y pasó lo que cuento en el libro, que desubicadamente Bertha, a cuento de nada y sólo para generar conflicto, increpa a Mirtha diciéndole que Tinayre no le pagó el salario por su actuación en Deshonra. Mirtha y las cámaras le hicieron el vacío el resto del programa y quedo ahí sola y muda. Si hasta puede dar un poco de piedad. Igual siempre se las arreglaba para responsabilizar al otro y quedar ella bien parada, al menos en su versión del relato. Y ahora acompañame...

Lo sigo. Pasamos a la otra habitación y Kado prende la computadora. “Quiero mostrarte unas fotografías. Mi álbum personal de Bertha”, dice. Y empiezan a desfilar las diferentes Berthas: la Bertha sensual y fatal de los años cuarenta y sin embargo condenada a roles de mujer mayor; una en donde se notan demasiado sus pies grandes; Bertha con Golde Flami, Milagros de la Vega, María Rosa Gallo, Zully Moreno, Alberto Closas; la Bertha de las primeras operaciones; la Bertha con Edith González, niña; la última Bertha y su sesión de fotos a lo Catherine Deneuve. Entonces, sólo por un momento, Kado parece enternecerse o al menos acercarse a la protagonista de su libro.

¿Por qué no aparecen fotos de Bertha en el libro?

–Porque quise que el lector mirara a Bertha por mis ojos, que la retratara mentalmente a partir de lo que yo escribía.

Cuando estoy partiendo, antes de subir al ascensor me dice: “Acordate, hablá de mí en la nota. A vos te conviene...”.

Kado Kostzer, ¿Hablaste de mí?
Viñetas para una biografía de Bertha Moss, actriz (1919-2008),
Eudeba, Buenos Aires, 2015.

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Imagen: Sebastián Freire
 
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