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Viernes, 4 de septiembre de 2015

Marilina tras el espejo

Hace 40 años la película La Raulito enfrentaba al público de los años setenta con su violencia frente a la diferencia de clase, de aspecto, de género. Filmada con una novedosa cámara oculta, descubría la reacción frente a la figura perturbadora de un personaje real que no estaba dispuesto a dejar la calle ni a reconocerse como mujer. Marilina Ross, que hoy vuelve al cine con El espejo de los otros, donde protagoniza una historia de amor con su gran amiga Norma Aleandro, habla con SOY de aquellos tiempos y de su diferencia.

 Por Paula Jiménez España

Patricia entra hecha un remolino. Se mueve por el apart como si fuera su casa, recorre veloz las habitaciones, dice que les trajeron hielo con las aguas minerales, que ellas no lo habían pedido, que la calefacción está alta, que tendrían que abrir las ventanas. Marilina viene detrás: el pelo largo, el flequillo recto, escruta con los ojos. Tiene un caminar decidido, algo parco, como de alguien que sabe bien qué hacer con la vacilación. Se me acerca y dice con voz de mando: “La entrevista mejor en la mesa. Vas a estar más cómoda”. A sus órdenes. Me levanto del sillón donde la estuve esperando por más de media hora y la sigo; sentada del otro lado de un escritorio sin papeles cruza las manos en actitud de espera y muestra esa sonrisa dulce como la sonoridad de su nombre, el gesto chispeante, tan reconociblemente Marilina. Ella, como todos los actores y actrices de la película El espejo de los otros, fue citada esta tarde por la producción en un hotel del microcentro para charlar con la prensa. El elenco con el que comparte cartel, después de su larga ausencia en el cine, es una bomba: Pepe Cibrián, Graciela Borges, Julieta Díaz, Leticia Brédice y una extensa sábana de figuras topísimas. Quien hace de su novia en este nuevo largo de Marcos Carnevale está en la habitación 1008 y es Norma Aleandro, la gran responsable, según Marilina, de que después de tantos años ella vuelva a filmar: “Fue así: me llamó Norma y me dijo ‘te llamo yo porque Marcos no se anima, está seguro de que le vas a decir que no’. Ella es como mi hermana prácticamente, así que cuando me contó la historia de esta relación de amor tan bonita, me encantó la idea y dije que sí”.

Una historia de amor entre dos mujeres...

–Una historia en la que dos personas mayores, que han vivido toda la vida en una relación amorosa, se propongan compartir sus últimos momentos también. Cuando leí el guión me encantó más todavía.

¿Y por qué Carnevale creía que le ibas a decir que no?

–Porque a todas las películas que me llamaron dije que no. Estaba muy dedicada a la música y no a la actuación. Pero resultó algo muy placentero hacer esta película.

¿Y te resultó fácil trabajar con Norma como su novia, siendo ella tu gran amiga?

–Y... muy fácil. Nosotras nos miramos y ya sabemos qué le pasa a la otra, o nos tiramos mensajitos por lo bajo para ayudarnos, sobre todo ella a mí, que siempre fue mi maestra, he aprendido mucho al lado suyo. Tenemos mucha historia juntas. Hemos hecho el grupo Gente de teatro, donde trabajamos haciendo teatro, cine y televisión, aquel ciclo de Cosa juzgada que mucha gente mayor recordará, más unas cuantas temporadas de teatro. En cine hicimos Los herederos, de David Stivel. Además compartimos el exilio –Norma, su marido y su hijo estuvieron viviendo en mi casa en Madrid–, o sea que pasamos los momentos más difíciles una al lado de la otra y los más maravillosos también, porque ella es madrina de nuestro casamiento con Patricia, ella y Eduardo, su marido. Además de Sandra Mihanovich y Marita.

En la película cantás. Ese personaje tiene muchas coincidencias con vos. Parece que lo hubiera construido inspirándose en tus características...

–Esa canción, “Smile”, es de Carlitos Chaplin y está en el guión de Carnevale. No creo que haya construido ese personaje pensando en mí, o no me lo dijo por lo menos. Lo que sí dijo es que quería trabajar alguna vez conmigo porque se había enamorado de mi trabajo en La Raulito.

Destinos cruzados

¿Y quién no? Imposible no haber sucumbido a los encantos de Marilina interpretando aquel chico trans (que se ignoraba trans) o que hoy tal vez se llamaría trans, el colmo de los marginales puesto en el centro de la escena pública. Imposible olvidarla con su camiseta de Boca, vendiendo diarios o dándose revolcones por la playa ventosa. Una suerte de El pibe del cine mudo, desamparado y tierno, pero sin humor, con lunfardo y al borde del género. Combinación que, probablemente, haya sido digerible para la clase media argentina merced al efecto dulcificante que el recuerdo de La nena le imprimía a este nuevo personaje de Ross, que en lo cotidiano resultaba abyecto: “Durante el rodaje estaba sentada en la puerta de un edificio, en el umbral, esperando para poder filmar, y salió el portero y me dio una patada en el culo diciéndome: ‘Rajá de acá, roñoso de mierda’. Ese era el trato común, por ser nadie”, cuenta Marilina. Pero la percepción del portero excluyó la posibilidad de la transgeneridad que, en el fondo, era la perla argumental de la película, aquello en lo que no se podía dejar de pensar al ver el film. El éxito de este suceso cinematográfico, que sin duda resultó a los espectadores mucho más atractivo que escandaloso, le hizo ganar a Marilina varios premios dentro y fuera del país y le permitió ser recibida en su exilio en España con un contrato para filmar La Raulito en libertad, una de esas segundas partes que, por supuesto, nunca fueron buenas. Pese a esto, las puertas del espectáculo ibérico no pararon de abrírsele, aunque el corazón se le cerró. La libertad que Marilina perdió, paradójicamente, fue recuperada por la Raulito real en la Argentina: sin buscarlo, a sus 41 años saltó del anonimato a la consagración, de la cárcel a la calle, porque días después del estreno su condena fue levantada. Vidas cruzadas. Según dijo alguna vez la productora de cine Lita Stantic: “A Marilina Ross se le mezclaba la marginalidad de la Raulito con su propia marginalidad”.

Desde que este largo de Lautaro Murúa se exhibió por primera vez en las salas porteñas pasaron ya cuatro décadas y en una entrevista publicada por la revista Antena un año antes Marilina dijo que La Raulito, con quien mantuvo un vínculo amistoso y a quien incluso fue a visitar en la Navidad de aquel 1974 –el año en que murió Perón– se le había metido bajo la piel, una piel que ya no era naranja, como en la única telenovela que protagonizó en 1975, sino pálida por la persecución de la Triple A y la vivencia directa de exclusión que sufrió durante el rodaje. Marilina era peronista, había llevado el teatro a las villas en la época del Padre Mugica y formó parte del Clan Stivel, cuyo líder, David Stivel, era el impulsor de Gente de teatro, un grupo de clara orientación política que integraban la misma Marilina, Chunchuna Villafañe, Norma Aleandro, Emilio Alfaro (ex marido de Ross), Carlos Carella, Juan Carlos Gené, Bárbara Mujica y Federico Luppi. Este fue el elenco que concretó el proyecto Cosa juzgada, un inolvidable programa que en los años ‘70 convertía casos policiales en ficciones televisivas.

“Cuando hice por primera vez de la Raulito en Cosa juzgada, el personaje se llamaba Nadie y pasó de ser nadie a ser la Raulito a través de esta película –cuenta Marilina–. Y la película fue un proyecto mío. Yo peleé con cuanto director y productor se me cruzó en la vida para poder hacerla. Me costó cinco años llevarla adelante, hasta que finalmente encontré una productora que citó al director Lautaro Murúa y él dijo: ‘Sí, pero no con Marilina Ross’”.

¿Por qué no?

–Parece que no confiaba mucho en mí. Nunca supe por qué, supongo que algún prejuicio por haberme visto en La nena y no haber visto mi trabajo en Cosa juzgada. Hasta que me tomó la prueba. Cuando me la tomó, me dijo que me iba a cortar el pelo así de cortito y yo le dije que sí –en esa época lo tenía por la cintura–. Con los dientes le dije que me podía sacar un jacket para que se me vieran más. Hice todo lo que creíamos los dos que era lo más beneficioso para el personaje. Y a partir de la primera toma de la película confió plenamente y me dijo: “Hacé lo que quieras, yo te filmo”.

Azul y oro

Marilina era rara: lo que podría haber producido espanto en cualquier chica de su época y de su clase a ella le generó fascinación. Le fascinaba que, entre otras cosas, la Raulito tuviera una gran habilidad para escaparse de todos los encierros, que primero se fugara del orfanato, después, e intermitentemente, de la cárcel, y más tarde del neuropsiquiátrico. Y aunque siempre la volvían a agarrar –cuentan las biografías– no les resultaba tan fácil, porque otra de sus virtudes era cambiar su apariencia física para evitar que la reconocieran. En el único asilo donde permaneció por propia voluntad fue en el último, un geriátrico del que sólo salía de vez en cuando para ir a la cancha, a hinchar por su equipo. Esta bostera, oriunda del barrio de Villa Urquiza, recibió en 2006, dos años antes de morir, una donación de parte de los jugadores Guillermo Barros Schelotto y Rodrigo Palacio: se trataba de una parcela en el cementerio temático de Boca Juniors (tarde, pero la propiedad privada le llegó alguna vez). Desde que vio esos dos colores juntos, el azul y el amarillo –dijo una vez la Raulito a la prensa– supo que le traerían una gran felicidad. La gran felicidad, probablemente, de verse ligada a un colectivo masculino que la identificaba más allá de que su explicación acerca de la ropa que usaba pasara por una necesidad de supervivencia: vestirse de hombre para que la respetaran más. Hija, hijo, de un padre alcohólico que la abandonó y una madre tuberculosa que murió a sus 6 años, La Raulito, una leonina eternamente pelicorta nacida en 1933, quedó sola en la vida demasiado temprano, sin otra compañía que la mitad más uno del país.

¿Por qué te enganchaste con este personaje?

–Me atrajo su necesidad de libertad y su dificultad para tenerla, yo creo que por algún lado ya me estaba tocando a mí. Y en la parte del monólogo que hago en la película también me tocó mucho porque yo estaba amenazada de muerte en ese momento. Las Tres A me habían amenazado: sería ejecutada en el lugar donde se me encontrara y yo, en vez de irme, me puse a filmar La Raulito.

Que era un papel bastante desafiante y transgresor para ese contexto...

–Sí. Y entonces en el monólogo cuando digo: ¿Por qué no me dejan en paz, a quién jodo yo? Si yo no jodo a nadie, si yo lo que quiero es correr por las plazas, jugar al fútbol, ¿a quién jodo jugando al fútbol? Y era yo, Marilina, que también estaba diciendo ¿a quién jodo, por qué razón me echan?, ¿por qué me tengo que ir del país?, ¿por qué me amenazan de muerte?, ¿a quién jodo yo siendo como soy? Era mi texto el que tenía que decir, por eso salió la emoción que salió cuando hice ese monólogo, que es tan tan lindo...

¿Es verdad que parte de La Raulito se filmó con cámara oculta?

–Parte no, toda. Y recibí muchísimas agresiones durante la filmación. Hasta trompadas recibí. Un taxista por cerrarle fuerte la puerta del taxi. Nadie sabía que se estaba filmando y yo recibía las propinas por abrir y cerrar las puertas, y en una de ésas parece que le cerré muy fuerte la puerta y me llamó. Cuando me acerqué por la ventanilla de adelante me mandó una piña en la mitad de la nariz. “¿No sabés cerrar, pibe?”, me gritaba. Una piña. Y yo ¿qué hice? Cuando el auto avanzó le di una patada. Me salían esas cosas de las que yo soy incapaz, no está entre mis características la violencia, pero haciendo ese personaje me apareció una violencia adentro que no sabía de dónde me venía.

¿Era la violencia del personaje?

–Claro. Es la violencia que le hacían vivir a la Raulito por ser nadie. Y yo pasaba de ser Marilina Ross con todos los privilegios que eso tenía a ser nadie.

¿Te trataban directamente en masculino? ¿Nadie te reconocía?

–Cuando entraba a un bar, por ejemplo, yo iba al baño de mujeres, por supuesto, y a los gritos me sacaban de ahí, me tenía que ir al baño de los hombres. No tenían que descubrir que era yo. Nadie tenía que darse cuenta de que estábamos filmando. Cuando terminaba de filmar paraba los taxis para irme a mi casa y seguían de largo, no me querían subir. Yo tenía que mostrarles la plata. Como no teníamos esos carromatos que se usan para filmación, yo iba y venía desde mi casa con la ropa esa.

¿Podría ser que parte de ese maltrato tuviera que ver con que percibieran alguna cuestión de género también?

–No, creían que era un varón directamente.

¿Cómo construiste ese personaje en ese momento en que no había ni noción de transexualidad?

–Fui el primer transexual del cine argentino. Creo que sí. Lo construí desde adentro, no me fijé mucho en el afuera. De todos modos el afuera importó. Cuando me puse la ropa y me vi con el pelito así me fue muy fácil empezar a caminar de otra manera, a moverme de una forma desgarbada. Todo eso me fue surgiendo solo. No lo tuve que pensar mucho. Lo naturalicé inmediatamente al verme con la ropa. Construí de los dos lados, desde adentro y desde afuera.

Desde adentro ya venías construyendo algo, ¿no? Por algo la elegiste...

–Claro, iba creciendo en mí una gran necesidad de libertad, fundamentalmente.

La calle es dura y ajena

¿Cómo hacían para filmar escenas tan largas con cámara oculta?

–La producción había hecho una casilla de un metro por un metro que decía Obras Sanitarias y adentro estaba la cámara, el cameraman y un agujero en uno de los laterales por donde salía la lente, por donde se filmaba. Suponete, estábamos filmando frente a Tribunales y la cámara estaba del otro lado de la plaza y yo tenía que huir, correr por las escalinatas, cruzar la plaza y meterme en la boca del subte. La seña era un pañuelo que me sacudían a lo lejos. Cuando veo el pañuelo empiezo a correr. Toda la gente entrando al subte, yo en contra y de pronto escucho: “Agárrenlo que se escapa, agárrenlo”. Y me empezaron a seguir. Esto no estaba en los planes. Y un señor me empezó a decir: “Pará o te disparo”. Llevaba una pistola. Y yo decía: “No puedo parar la toma”. Mi orden era seguir sin detenerme hasta la boca del subte. Y el tipo me siguió hasta ahí y me agarró y me hizo un torniquete con los brazos para atrás. Yo no podía ni hablar, decía: “Soy Marilina, Marilina”. Pero no me salía ni la voz. Hasta que vino la gente de producción y frenó la situación. Me las vi negras. Si era un cana, estaba de civil.

Ni filmando te salvabas de la realidad violenta de aquellos años...

–El año ‘74 fue muy tétrico en cuanto al estado de violencia. Más que yo estaba amenazada. Ni mi madre me reconocía si yo pasaba al lado, no me reconocía nadie vestida de la Raulito. Pasé de ser la chica mona de pelo largo, La nena, a este bicho.

Este bicho al que nadie quería, entre otras cosas por su disidencia de género, de clase, de pasiones...

–Y ella era adorable, un personaje de una calidez total. Pocas veces robaba para ella. Robaba para un chico que tuviera hambre, un salamín, por ejemplo. Mantenía mucha protección a los más chicos, como a ella le tocó estar en la calle desde los cinco años... Por eso se vistió de varón para poder defenderse, porque a un varón se le tiene más respeto que a una chica, decía ella.

¿Y vos sentiste eso al vestirte de varón?

–No (risas). Yo respeto no sentí en ningún momento. Una vez me mandó Lautaro a empezar una relación con unos chicos de la calle que estaban en Retiro tirados en la plaza, vagando. “¿Cómo? –le pregunté– ¿Qué querés que haga?” Pero me animé. Me fui acercando y charlé hasta que mandaron a uno, de 12 o 14 años y me empezó a patotear. Se me tiraba el cuerpo encima y me mandoneaba. Y yo no sé de dónde me salió una ira que nunca tuve en mi vida, eso fue creciendo en mí y me tuvieron que separar, porque me le fui encima y tuvo que venir la producción a separarme. Mi analista estaba aterrada, decía: “Marilina, ¿cuánto falta para que termine la filmación?”.

¿Te sentiste varón durante ese tiempo?

–No sé si tanto eso. Me quedaba dormida en los umbrales, en la calle, y en mi cama no podía dormir con mi almohada de plumas. Esa cosa era la más diferente, la experiencia social. Estaba cómoda en un umbral.

Que es también un umbral del género, ¿no?

–La Raulito nunca se terminó de asumir mayor, se quedó en los trece años. No se quiso asumir como mujer, por lo tanto no quiso crecer. Y se detuvo en ese momento. De hecho, terminó su vida conviviendo con una señora que hacía de su mamita. La llamaba “la mamita”. Fue la madre que no tuvo. La encontró en el Moyano. Y la madre le teñía el pelo y le cortaba las uñas, y ella me decía: ¡Mirá lo que me hace! ¿Yo con las uñas pintadas?

Antes de La Raulito hiciste papeles masculinos también...

–Sí, en Yo soy porteño, hacíamos de adolescentes varones. Si hacía falta nos disfrazábamos de chicos para cantar. Era una comedia musical porteña que transcurría en los años ‘20. Se hacía en televisión, lo hice durante ocho años. Selva Alemán también lo hacía. Eramos actrices que hacíamos de chicos...

No eran personajes tan complejos, parece...

–No, no eran personajes gays.

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