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Viernes, 4 de septiembre de 2015

ADIOS

La alegría de la vejez (No es broma)

Murió el científico Oliver Sacks, gran despatologizador, un médico literato que supo ver en la diversidad del cerebro y en las dolencias de sus pacientes la luz de la diferencia y volvió nombrables muchos modos de vida silenciados.

 Por Oliver Sacks

Anoche soñé con mercurio —enormes, brillantes glóbulos de metal líquido elevándose y descendiendo—. El mercurio es el elemento número 80, y mi sueño es un recordatorio de que el martes cumpliré yo mismo los 80.

Los elementos y los cumpleaños estuvieron entrelazados para mí desde la infancia, cuando aprendí sobre los números atómicos. A los 11, podía decir “soy de sodio” (elemento 11) y ahora a los 79, soy de oro. Hace unos años, cuando le regalé a un amigo una botella de mercurio para su cumpleaños número 80 —una botella especial que ninguno podría filtrar o romper— él me devolvió una mirada peculiar, pero después me envió una carta adorable en la que bromeaba: “Tomo un poquito cada mañana para mi salud”.

¡Ochenta! Apenas puedo creerlo. Continuamente siento que la vida está por comenzar, sólo para darme cuenta de que ya casi se termina. Mi mamá fue la decimosexta de dieciocho hijos; yo era el más joven de sus cuatro hijos, y casi el más joven de la vasta cantidad de primos de su lado de la familia. Siempre fui el más joven de mi clase en el secundario. Retuve este sentimiento de ser el más joven, a pesar de que ahora soy la persona casi más vieja que conozco.

Creí que iba a morir a los 41, cuando tuve una mala caída y me rompí la pierna mientras hacía montañismo solo. Me entablillé la pierna lo mejor que pude y empecé a hacer palanca hacia la montaña, torpemente, con mis brazos. En las largas horas que siguieron fui asaltado por recuerdos, buenos y malos. La mayoría eran en un modo de gratitud —gratitud por lo que me habían dado otros, gratitud, también, que yo he podido devolver—. Despertares había sido publicado el año anterior.

Cercano a los 80, con un esparcimiento de problemas médicos y quirúrgicos, ninguno de incapacidad, me siento contento de estar vivo —”Estoy contento de que no estoy muerto!”, a veces estalla en mí cuando el clima es perfecto—. (Esto es en contraste con una historia que escuché de un amigo quien, caminando junto a Samuel Beckett en París en una mañana perfecta de primavera, dijo: “¿Un día así no te hace estar contento de estar vivo?”, a lo que Beckett respondió, “Yo no iría tan lejos”). Estoy agradecido de haber experimentado muchas cosas —algunas maravillosas, algunas horribles— y de haber podido escribir una docena de libros, de recibir innumerables cartas de amigos, colegas y lectores, y de disfrutar lo que Nathaniel Hawthorne llama “un coito con el mundo”.

Lamento haber perdido (y seguir perdiendo) mucho tiempo; lamento ser angustiosamente tímido a los 80 tal como lo era a los 20; lamento que no hablo idiomas excepto la lengua de mi madre y de no haber viajado o experimentado otras culturas con la amplitud con la que debería haberlo hecho.

Siento que debería intentar completar mi vida, sea lo que sea el significado de “completar una vida”. Algunos de mis pacientes con sus 90 o 100 años dicen nunc dimittis —“Tuve una vida plena, y ahora estoy listo para partir”—. Para algunos de ellos esto significa ir al cielo —siempre es el cielo en vez del infierno, aunque Samuel Johnson y James Boswell se estremecieron ante la idea de ir al infierno y se enfurecieron con David Hume, que animaba esa falta de creencias—. Yo no tengo creencias en (o deseo por) ningún tipo de existencia post-mortem más que en la memoria de amigos y en la esperanza de que algunos de mis libros puedan todavía “hablarle” a la gente después de mi muerte.

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Bill Hayes, ensayista, fotógrafo y gran amor del tramo final de la vida de Sacks, tomó estos retratos del científico capturando momentos en la casa que compartieron.
 
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