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Viernes, 9 de octubre de 2015

DíA DEL RESPETO POR LA DIVERSIDAD CULTURAL

Al maestro con ardor

 Por Gabriela Cabezón Cámara

La procesión se para bajo el balcón a rendirle honores al banquero, el que trabaja para poner y sacar presidentes y ministros, el que decide la vida y la muerte, el que expulsa a miles de sus casas para construir edificios caros para pocos. Está parado en su balcón y la procesión, la que lleva en andas al Señor de los Milagros, patrón de Lima, se detiene para rendirle honores. “La mano de inquieta mariposa está tranquila sobre la enorme cabeza de calva romana, de adormilados ojos femeninos, de mística papada, permanece en temible éxtasis de beatitud poderosa de cardenal, y las histéricas nalgas de señora, muelles, se aprietan al sexo ya soliviantado de Tito”: es Don Manuel, el puto amo, el protagonista de una de las líneas narrativas de En octubre no hay milagros (1965), una novela hermosa de Oswaldo Reynoso, escritor peruano enorme y casi desconocido en Argentina. “El lado B de la literatura peruana”, lo definió alguien en un pasillo del Festival de la Palabra, el encuentro de escritores y lectores de la Universidad Católica de Perú de este año. Oswaldo, ese sábado, estaba festejando sus 84. Me pasó a buscar por el hotel, en el barrio coqueto de San Isidro, uno de los enclaves topográficos de la obra temprana, y mayor, del súper lado A de la literatura peruana, Mario Vargas Llosa, hoy destrozado por los medios que le perdonaron todo pero no el divorcio de su esposa durante cincuenta años y el noviazgo con una mujer de 64, un poco más joven que él, que tiene 79, y muy mediática. Hoy padece en carne propia una de las consecuencias del libre mercado que tanto le gusta: la mayor parte de la prensa publica lo que vende y así él deviene un mediático más. Reynoso, ese sábado, estaba sentado en un taxi, feliz, con un discípulo y la novia del discípulo y esta cronista. Exultante: la escena del diálogo del maestro con los discípulos, le encanta, se repite en sus textos. De hecho, es en ese vínculo donde parece jugarse el amor en sus relatos, un amor platónico, un amor bueno en el sentido de altruista. También escribe los momentos extáticos de la adolescencia cuando se descubre el sexo y en ese descubrimiento caen como ramas secas en tormenta todas las cadenas del catolicismo.

Diario de un eunuco

En el taxi, el maestro habla de Lima, la que escribe desde siempre, aun cuando hable de China. Porque habla de China; cuenta Tiananmén desde adentro: vivió en China diez años y es marxista. Fue a buscar la felicidad al país socialista. No la encontró y tuvo la valentía de contarlo: lo que vivió fue un socialismo en demolición, en manos de burócratas crueles transformándose en empresarios. Y ahí estaban sus jóvenes fuertes, hermosos en su coraje, resistiéndole al poder como pueden. Allá, en Beijing, con la lucha organizada de los estudiantes, que querían más democracia pero no liberal. Entre ellos, Lian, el favorito del narrador, hispanohablante y culto, que lo lleva a conocer el Salón de los Eunucos, a espiar por la ventana lo que fue el corazón del poder de la Ciudad Prohibida durante unos cuantos cientos de años. Los eunucos, le cuenta Lian, dominaban al emperador arrastrándolo hacia una vida de banquetes y orgías. Así era la iniciación del joven emperador: “Se dice que con finas y transparentes sedas que colgaban de columna a columna construían un laberinto de corredores. El adolescente completamente desnudo tenía que encontrar la salida del laberinto. Mientras atolondrado entraba y salía de uno a otro corredor, los eunucos, viejos y sucios, moviéndose como sombras detrás de los lienzos ondeantes, lo palpaban a través de las telas, porque estaba prohibido tocarlo directamente. Ya me imagino, comenté, el doble placer que tanto el joven como los viejos debían sentir si el sólo pasar la mano por la seda es una delicia”. Oswaldo escribe sobre homoerotismo desde la serie de relatos que fue su primer éxito y su primer escándalo, Los Inocentes (1961), donde rescató la jerga y la belleza de los muchachos marginales. No hace falta aclarar que sus libros no fueron siempre bien recibidos por la crítica. En octubre no hay milagros, por ejemplo, tuvo comentarios como éste en ocasión de su primera edición en 1965: “Trataremos a su autor como lo que evidentemente es: un autor fascinado por la abyección, la morbosidad y la inmundicia en que se revuelca el hombre de esta misma pudibunda ciudad. Las relaciones sexuales son un camino de perfección en la perversidad: la sodomía no basta y se le injertan estímulos (drogas, bestialismo, alcohol). Hay páginas hediondas que deben arrojarse, sin más, a la basura y el autor es un marxista rabioso”. Cabe agregar que la crítica salió en el diario El Comercio, uno de los más influyentes de Lima. Entre sus defensores estuvo, sí, Mario Vargas Llosa, que escribió en 1966: “La novela de Reynoso no es pornográfica ni obscena. Es un libro de una crudeza fría y áspera como la realidad que la inspira y tiene los altos méritos –raros, entre nosotros– de la insolencia y de la ambición. El ha querido trazar un fresco verídico y múltiple de Lima, una radiografía horizontal y vertical de la ciudad, tal como lo hizo con México Carlos Fuentes en La región más transparente, y lo ha conseguido en gran parte”.

De la cama al living

Pero volvamos al presente: una vez llegados a la casa donde sería el festejo, el maestro se sentó en el balcón –media Lima abajo, niebla a lo lejos, sol ahí mismo, de un lado de la mesa– mientras varios y varias se amontonaban del otro lado, entre balcón y living. Después de dos tragos, el maestro hace algo que le gusta hacer: somete a la consideración de los presentes el texto que está escribiendo, que habla del color azul, “una mística religación estética con la naturaleza” dice al final. Tiene más para leer, pero el anfitrión, el escritor Pierre Castro Sandoval, un chico muy parecido a Miguel Abuelo, se va a cocinar los ravioles –carne, pollo o ricota, pregunta, todos mezclados, contesta Reynoso– y Jorge Flores Inga, el poeta que venía en el taxi, baja a buscar a un amigo. Y empezamos a hablar de Los inocentes. Cuando salió el libro “la crítica no sabía si había escrito cuento, si era una novela. Entonces un amigo me dijo ‘pero Oswaldo, ¿qué mierda has escrito’?”. Todos se ríen y Reynoso sigue rondando el tema de los géneros. “En octubre no hay milagros comienza con una frase casi poética –‘Morado. Acido morado sobre el cielo de ceniza. Sucia la niebla podrida en pescado. Morado dulce en alfombra. Morado turbio y ondulante en cuerpos morenos. Morado tibio en mañana tibia: mojada’– y hay una serie de referencias ensayísticas. En todos mis libros hay un rompimiento de lo que normalmente podríamos llamar las estructuras rígidas de la retórica. Nietzsche habla de la anarquía estética. A eso yo le agregaría la orgía de sensaciones. Rompen todos los moldes.” Almorzamos y enseguida arranca la segunda lectura que parece haber sido prevista para ilustrar eso de lo que estaba hablando, la orgía de sensaciones.

“Camarada Oswaldo, en Karachi el avión hará una parada de tres horas, me dijo Chen, traductor de la agencia Yinjuá de París, en el aeropuerto de Orly. Por favor no salga del hall principal, esa ciudad es muy peligrosa, hay muchos delincuentes”. Continúa leyendo, todos escuchamos, no vuela una mosca. Hacía un calor loco en Karachi. Huelga decir que el profesor y traductor desoye el consejo. Y se encuentra con unos chicos. “Un ruedo de jóvenes con túnica blanca sentados en el suelo. Desoyendo las indicaciones que me había dado Chen, paso a paso caminé hacia ellos. En el centro había un plato grande con variados y coloridos potajes. Los jóvenes con los dedos tomaban porciones de alimento, los colocaban con arte dentro de unas tortillas finísimas de pan ácimo, las envolvían como hacen los mexicanos con sus tacos y se las llevaban a la boca. Al verme, uno de ellos se puso de pie y me ofreció su tortilla. Era la primera vez que escuchaba un idioma de tan bella sonoridad expresiva. Y él también era hermoso. Cerquillo de cabello negro, palomilla en la frente, tez bronceada, grandes y notorias ojeras lilas aturquesadas que hacían resaltar entre el blanco de sus ojos, pupilas negras y traviesas y boca de labios levemente amoratados. Cerré los ojos y apareció la imagen de un joven que conocí a las orillas de un río en el Huaco Piura, allá en el norte de Perú. A través de su túnica blanca de suave tela casi transparente, pude apreciar y gozar de la contemplación de la desnudez escultural y peregrina de su cuerpo, que exhalaba un aroma hasta ahora desconocido en mis múltiples experiencias del disfrute místico de los olores”. Se escucha la silente atención de todos. “Y el joven no cesaba de sonreírme y hablarme con esa entonación tan expresiva que comencé a comprender lo que me decía. Luego de saborear la tortilla, le hablé en español, tratando de darle el ritmo pausado y la entonación grave que distinguen a este idioma de otras lenguas. El joven me escuchaba absorto llevando la cadencia de mis palabras con sensuales ondulaciones de todo su cuerpo que desplegaban su túnica blanca como velas en suave brisa marina, azul”. Justo cuando cambia de página el silencio se corta por el paso de un avión sobre esa Lima que se extiende a los pies del balcón. Sigue: “Me tomó de la mano y me llevó hasta la puerta del aeropuerto de Karachi. En pleno vuelo hacia Pekín, fui comprendiendo que el goce que sentí con el contacto verbal y sensorial con ese joven de Karachi había activado la lava ardiente que, por prudencia y sobrevivencia, había retenido en lo más profundo de mi inconsciencia pero que sin embargo había emergido en destellos aislados en la prosa de todos mis textos narrativos. Ese encuentro me condujo a comprender con mayor intensidad que mi creación literaria no era más que el esfuerzo de penetrar a través de las palabras y las imágenes a una lujuria de sensaciones para el goce de un libertinaje estético que me llevaría a un mayor conocimiento de la realidad de mi propia esencia existencial y de la condición social e histórica del hombre.” El relato sigue ya en China pero no hace falta, en el marco de esta nota, transcribirlo entero: basta con esto para tener una idea de la poética de Reynoso.

La charla deriva en anécdotas de la gran literatura peruana. Los chicos le preguntan cómo fue que logró que sus obras tempranas fueran leídas por los grandes de entonces, como José María Arguedas y Martín Adán. El les cuenta. Cita críticas que le fueron desfavorables, “de lo malo, lo peor”, recuerda una. Cuenta que a raíz de sus dos primeros libros quisieron sacarle el título de profesor. Que En octubre no hay milagros fue quemado en una de las procesiones. Que a él nadie le quita ese honor. Y que le pareció muy bien, porque entonces las ventas se disparaban. Cuenta la vida de Martín Adán, un prócer de la literatura de su país, que nació en familias “muy acomodadas”, que se educó en un colegio católico, que fue rechazado por su homosexualidad, que eso lo llevó al delirio y a la borrachera y que murió abandonado en un asilo. Adán, al leer Los inocentes, le dijo que un escritor que escribe así iba a sufrir mucho. ¿Sufrió? “Sí, pero no tanto. He vivido abocado a escribir. El Perú es un país que ha maltratado mucho a sus escritores, cuando los escritores han sido rebeldes. Y cuando los escritores vienen de clases medias o campesinas o empobrecidas. Ha sido muy generoso con los escritores que vienen de las altas clases y que tienen poder. Tenemos el caso de Vallejo, un provinciano, que para huir de un juicio que lo iba a meter a la cárcel se fue a Europa. Y vivió muy pobre y murió en la pobreza. Tenemos el caso de Martín de Adán…”. La enumeración sigue. Dice que fueron estos escritores los que escribieron la gran literatura del Perú y que así fueron tratados. Los contrasta con los “ahijaditos de Vargas Llosa, que tienen su carro y su yacht”. Dice que un periodista le preguntó en qué se diferenciaba de ellos. “En muchas cosas”, contestó, ‘pero le voy a decir una: cuando yo viajo por el Perú y se me acerca un hombre mayor o un joven, me dice ‘he leído sus libros’. Cuando se acercan a ellos, les dicen: ‘ayer lo he visto en televisión’”.

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