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Viernes, 16 de octubre de 2015

UNO POR SIENTO

60 mil mujeres en el encuentro avivando el fuego de la bisexualidad. Se reunieron a discutir la ruptura que implica esta identidad que tanto incomoda. 

 Por Laura Arnés

Mar del Plata fue darme cuenta que el movimiento bisexual en Argentina ya tiene una historia. Fue la grata sorpresa de ver cuán jóvenes algunas chicas ya saben lo que quieren o, por lo menos, lo que no quieren. Hacía frío en la ciudad feliz pero en el taller de bisexualidades no se sentía. Entre el debate y la complicidad de 60 de mujeres de todo el país el deseo bisexual cobró cuerpo. No puedo evitar ser moderna –quizás porque ya no soy tan joven. No nací sabiendo que el género es performativo, que el deseo es fluido ni que las identidades se pueden multiplicar en un sinfín de variables. Sí entendí, pronto, que tenía que pelear por subjetivarme si lo que quería era ser diferente. Nunca se me hubiera ocurrido empezar una lucha sin nombrarme, sigo sin estar segura de que se pueda. Pero, llamativamente, la discusión sobre la identidad bisexual siempre empieza en la etiqueta. Parece ser que la tarea de terminar con la opresión dicotómica del mundo es nuestra: menuda obligación nos han endilgado. Comprensiva, la deriva posmo insiste en que podemos ser lo que queramos sin necesidad de decirlo en voz alta. Sin embargo, no nombrarnos bisexuales muchas veces sólo esconde miedo: miedo a no tolerar que la vida es ir viendo lo que va sucediendo; miedo al enojo de la familia cuando se declara la fuga del sistema pautado; miedo a no poder escapar de las inexactitudes que cualquier palabra conlleva. Pero lo que a mí más me perturba es que mantenernos invisibles permite que los otros nos nombren como quieren. Es decir, que nos domestiquen. Cierto: cualquier etiqueta abre un abanico de complejidades, siempre. Porque nombrar es hacer presente pero también implica limitar la pluralidad que cualquier término conlleva. Sin embargo, decirnos bisexuales puede ser, sobre todo, una estrategia política efectiva, una herramienta útil para la construcción una comunidad alternativa y un tanto incierta. Porque alinearnos bajo un nombre no implica solamente poder desmontar los mitos y estereotipos que nos acorralan o desordenar la esfera pública con grititos de placer. Alinearnos bajo un nombre abre también la posibilidad de organizarnos y compartir experiencias múltiples que muchas veces nos hacen sentir solas. Dos días en Mar del Plata y se hizo evidente: los cuerpos presentes en nuestro taller desbordaban las identidades establecidas y proponían otros modos de relaciones posibles. La experiencia bisexual, en general, rechaza los modelos hegemónicos del sexo y la familia, descree de la monogamia y el amor romántico. Nuestra lengua construía relatos sobre relaciones estables poliamorosas, parejas abiertas, triángulos generosos, coparentalidades, familias que de tan grandes ya no son ni ensambladas; nuestras voces -entre risas- contaban historias de sexo grupal, de pasiones alternadas o confesaba el deseo por el culo de los varones. El taller se puso quenchi. “Yo te amo por lo menos para bailar una zamba”, parece que una compañera le dijo a su pareja poniendo en crisis la eternidad del amor. “Todos cagan y nadie está hablando de mierda”, retrucó otra al referirse a la hipocresía de la heteronorma. “El cuerpo no es un templo, es una fiesta”, concluimos todas entre carcajadas. Esa misma noche, nos cegaron con gases y nos dispararon con balas de goma. Pero nosotras seguimos celebrando, porque ni la iglesia, ni el estado, ni la policía nos va a detener: nuestros cuerpos bisexuales y feministas son nuestra revolución .

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