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Viernes, 13 de noviembre de 2015

MES PASOLINI/ NOVIEMBRE 1975-2015

ULTIMOS DIAS DE LA VICTIMA

En la mañana del 2 de noviembre de 1975, Día de Difuntos, una vecina de Ostia, cerca de Roma, encontró un muerto en la playa. Pier Paolo Pasolini había sido sometido a una serie de actos de violencia inusitada. El mismo día las autoridades policiales detuvieron al presunto culpable mientras manejaba el auto de la víctima, un Alfa Romeo. Pino Pelosi tenía diecisiete años y contaba con antecedentes en el robo de autos. Pasolini lo había conocido la noche anterior, Día de Todos los Santos, en un bar que solía frecuentar por las noches en sus búsquedas sexuales por la capital italiana.

 Por Diego Bentivegna

El tiempo del muerto 

El día anterior a su asesinato, Pasolini se había encontrado con el periodista Furio Colombo. Más que un reportaje, el encuentro con Colombo -un conocido miembro de la elite intelectual de la izquierda italiana- fue un choque. Y es que Pasolini, que había sido objeto de encono para el centro democristiano y, ni hablar, para la derecha fascistoide, se había transformado también, con su rechazo visceral del desarrollo ligado al consumo, con sus críticas en verso a algunas actitudes de los jóvenes del 68 y su posición contraria al aborto, en una figura indigerible para el progresismo italiano.

Eran los años 70. Por entonces, Barthes volvía a las lecturas de una tradición alternativa a la de la Ilustración. Foucault, acusado de oscurantismo y de criptofascismo por la más ramplona crítica iluminista de Habermas y allegados, manifestaría públicamente, cuando los 70 terminaban, su fascinación por la revolución islámica de Irán.

Como en los gestos de esos pensadores franceses, hay en Pasolini, sobre todo en el ultimísimo Pasolini, algo que es del orden de lo no integrado, de lo irreductible, de lo que no llega a encajar del todo con el presente. No se trata, por cierto, de un posicionamiento melancólico, como pensaban los intelectuales progresistas como Colombo y como aún puede apreciarse en algunas lectura que filósofos como Antonio Negri o Paolo Virno hacen del último Pasolini. No es la puesta en juego de una “pasión triste”, como diría Spinoza, un filósofo al que Pasolini, no casualmente, se acerca en sus últimos años. Es más bien algo del orden de una anacronía deliberada, como si Pasolini interviniera desde la poesía, desde el ensayo, desde el teatro o desde el cine como una suerte de testimonio, como un sobreviviente, en un momento en que Italia, como gran parte del mundo occidental, vivía su “miracolo”: un momento de expansión económica, de “bienestar” y, al mismo tiempo, de aumento creciente de las tensiones sociales y políticas. 

En relación con la nueva realidad social del “desarrollo”, que veía como una tendencia nefasta e irreductible hacia la unificación y la destrucción de lo arcaico, Pasolini se pensó a sí mismo como una “fuerza del pasado”. Lo hizo en uno de los poemas incluidos en Poesía en forma de rosa, de 1964, el libro con el que se cerraba el ciclo de los grandes poemarios integrado por Las cenizas de Gramsci y por La religión de mi tiempo. Son versos que, como suele suceder a lo largo del corpus pasoliniano, exceden los confines de una obra delimitada. Se dispersan; migran hacia otros soportes, se configuran en otros formatos. Se encuentra, así, en La ricota, el mediometraje con el que Pasolini colabora en Ro Go Pa G un colectivo fílmico con Roberto Rossellini y con Jean-Luc Godard, donde puso esas mismas palabras en boca de Orson Welles. En un juego complejo de identificaciones y de desplazamientos, Welles encarna en La ricota el papel de un abrumador director de cine en trance de filmar una película sobre la pasión de Cristo plagado de referencias a la pintura del manierismo del siglo XVI, que Pasolini había estudiado con dedicación en sus años de estudiante en Bolonia.

Entre los papeles póstumos de Pasolini hay un escrito breve dedicado, precisamente, a la luz en Caravaggio. Como en el pintor del siglo XVII –que fue asesinado en circunstancias oscuras y cuyo cadáver apareció, como el del cineasta, en una playa del Tirreno–, Pasolini lleva hasta el límite las posibilidades de lo exhibible, las potencias de lo mostrable. Trabaja de manera deliberada con lo abyecto, con el rechazo, con lo que puede llevarse hasta el extremo. 

El lugar del muerto 

Terminada la etapa de las fugas hacia las periferias de Europa (el Friuli, los suburbios de Roma) y del Tercer Mundo (India, Grecia, África, Brasil), el ultimísimo Pasolini estaba emprendiendo otro tipo de viajes, tal vez más extremos. En efecto, en los días previos a su muerte, Pasolini había dado forma definitiva a Saló, el filme basado en una lectura de Los ciento veinte días de la ciudad Sodoma del Marqués de Sade.

En 1975, además, pocos días después del hallazgo de su cadáver, la editorial Einaudi publica La Divina Mimesis. El título retoma el nombre del libro más importante del crítico alemán Erich Auerbach, a quien Pasolini admiraba incondicionalmente desde los años 50. En la lectura que propone Auerbach del canon literario de Occidente, Giotto forma parte de una tríada con San Francisco y con Dante. Era el nacimiento de una nueva literatura en plena diversidad de las ciudades, de las fraternidades franciscanas, de las fiestas florales y primaverales: una literatura creativa y celebratoria, abierta al registro de lo variado y lo múltiple. 

Pasolini había publicado su primer libro en 1941, a los diecinueve años. Era un libro de poesía, se llamaba Poesías a Casarsa y estaba escrito, como un acto de desvío ante la cultura monoglósica del fascismo de entonces, en una variedad lingüística periférica y minoritaria: la friulana, la lengua de la madre. Esos versos, que cantaban la vida y la diferencia de los jóvenes campesinos friulanos, fueron reescritos por Pasolini en sus últimos años en un nuevo friulano, menos arcaico y delicado, deliberadamente impuro, para celebrar no ya ese cúmulo de erotismos y vitalidad del pasado, sino más bien para llorar su muerte. 

La nueva juventud, el resultado de esa reescritura descarnada, está inmerso una visión sombría. Esas reescrituras son paralelas a su relectura de las Jornadas de Sade, que traslada a los últimos años del régimen fascista, el período final del gobierno de Mussolini títere del Reich de Hitler. En rigor, la película de Pasolini no habla tanto de aquel viejo fascismo histórico mussoliniano, con sus ritos de opereta, su vitalismo, su grandilocuencia dannunziana. El film es, más bien, un gesto que pide ser leído en función de la crítica al “nuevo fascismo”, un fascismo reticular (“capilar”, según la expresión de Pasolini), sostenido en la utopía del consumo y la falsa tolerancia, mucho más eficaz que el fascismo arqueológico. 

Al mismo tiempo, en sus últimos días Pasolini estaba trabajando en un proyecto narrativo desmesurado, que va a ir cambiando de título a lo largo del proceso de redacción y que será publicado por la editorial Einaudi bajo el nombre de Petróleo solo en 1992, al cuidado del filólogo Aurelio Roncaglia.

Tal como la conocemos, Petróleo es una novela conflictiva, un únicum en el que se fagocitan materiales de toda clase. La crítica Carla Benedetti ha visto en ese texto la puesta en juego de una máquina de escritura que, en realidad, es la máquina de escritura del último Pasolini: la “forma-proyecto”, sostenida, como en un acto performático, por un cuerpo: por el autor en “carne y hueso”; como leemos en la carta a Moravia, con la que se cierra la novela.

Petróleo es, por cierto, una novela, pero es también un viaje, una alucinación, un poema sacro en prosa tensionado entre la Comedia dantesca, el doble de Dostoievski y el fondo de la noche celiniana. Es, tal vez, un relato sobre la iniciación, sobre lo sacro y sobre sus relaciones con la androginia, con la violencia y con la muerte. Y es, básicamente, el relato de una vida.

La vida de Petróleo no es ya una “vida violenta”, como la de los jóvenes de los suburbios romanos que habían sido el motor erótico y lingüístico de la narrativa híbrida pasoliniana de los años 50. Es la historia de un joven ingeniero de la clase media ilustrada, Carlo Valletti, un intelectual de izquierda con simpatías hacia el catolicismo progresista, que se desdobla, de manera imprevista, en una tarde más bien tediosa en un barrio acomodado pero ya algo decadente de la Roma de fines de los años 50, en un segundo Carlo. Si el “primero” es un sujeto cuyo cuerpo aparece en algún punto sublimado, el “segundo” Carlo es, básicamente, un sujeto pulsional, entregado a las peregrinaciones sexuales y, a su manera, angustiante y desgarrada, a la vida.

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