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Jueves, 24 de diciembre de 2015

MI MUNDO

la mujer gaucho

Hay pocos, y contradictorios, datos de la vida de Martina Chapanay. Su tumba está en Mogna, San Juan. Se supone que nació en el 1800 o en el 1811. Se ha filmado un documental, Desierto Rebelde, sobre su vida. Y se han escrito libros. Uno de ellos, La Chapanay, de Pedro Echagüe, ha sido editado por Buena Vista editora y se consigue. Aquí, la escritora Gabriela Cabezón Cámara imagina su voz y cuenta lo que faltaba contar.

Tuve por sino el desierto, la tierra resquebrajada, mi caballo y mi facón: hija de indio y de cautiva, hija de huarpe y de blanca, aprendí desde muy niña a dar batalla y matar y a hacer vida de varón. La gaucho hembra me dijeron y fui gaucho y montonera, fui soldado y federala y fui baquiano y ladrón y también fui policía. Ahora me muero en tu casa, amiga de tantos años, bajo tu abrigo y al lado del fuego de tu cocina, rodeada por tus potrillos que quieren saber de mí. Crece mi muerte y la siento como se siente el olor de tu guiso haciendosé: borbotea la muy puta, me licúa los pedazos, me hierven la sangre y los huesos. La parca ya me cocina como la olla a tu guiso, yo ya no podré comerlo pero todavía puedo hablar y voy a usar todo entero lo que me queda de aliento para contarles el cuento de la vida que viví, yo, Martina Chapanay. Nací en el mil ochocientos en el medio del desierto en un caserío pobre. Tenía mi padre sus cabras y tenía sus ovejas y también tenía caballitos con los que empecé a jugar hasta que tuve la edad de llevarlos a pastar. Fui pastora con rebaño: alguna vez me dormí en el frío de la alborada, se me escaparon los bichos y fue así que aprendí a rastrear. Habla la tierra, habla el viento, hablan los yuyos y el sol y se hace baquiano el que sabe cómo es eso de escuchar. El baquiano es un silencio, un hombre hueco que atrae las voces de los desiertos como atrae un tronco yerto los rayos que manda Dios. Buscando algún pasto verde para que coma mi hacienda hube de hacerme bien ducha en bolear y en enlazar y en afilar el facón: acecha el puma en el monte y si no almuerza un ñandú, va detrás de las cabritas. En eso, y en aprenderme las letras que me enseñó mi mamá, pasé mis primeros años. Hasta que un día pasó lo que habría de llevarme a ser soldado en la guerra: el General San Martín se había venido a Cuyo para salir desde acá a enfrentar a los realistas. Me sumé a la comitiva, se estaba haciendo la patria para que hubiera igualdad de todos ante la ley. Me hicieron chasqui y anduve trayendo y llevando cosas desde la nieve más alta hasta el cuartel general mientras las damas bordaban y oraban en las iglesias por la suerte de sus hombres. Por mí rezó mi tatita y una chinita querida que me había sabido boliar. Me dio el general chaqueta con adornos de oficial: es esta que hoy llevo puesta. No brilla como brillaba pero si me han de encontrar muerta ha de ser como me vio el General San Martín el día que me dio el grado de soldado nacional. Acabada la contienda creí que vendría la paz pero no vino, queridos, hubo guerra una vez más. Para el gaucho no había más bando que el colorado punzó y ahí fui con mi caballo y mi sable, con mi facón y mi poncho y supe de cabalgar en el montón del gauchaje y supe mía esa tierra que era el tambor de mi paso junto al de mis compañeros. Vi mi sangre derramarse y derramé mucha más, cuerpo a cuerpo di batalla y festejé llegar viva con asado y mucha caña como era menester. Tuve un hombre: fui su gaucho y fue mi gaucho, era bueno en la carneada y yo ducha en el degüello, yo era buena con la faca y él era el rey de la lanza y en el baile a zapatear no nos ganaba ni el Tigre. Me lo mató un unitario, después fue muerto Quiroga y yo me volví a las casas; quería verlo a mi padre y ayudarlo con la hacienda. Me volví sola, con mi yegua y tres caballos y con algunas vituallas que había ganado en la guerra y vestida como estoy hoy. Esperaba que salieran los perros a recibirme, que balaran las ovejas, que mi tata me abrazara. Apenas me recibió un perrito muerto de hambre: la casa estaba saqueada, no había ni padre ni cabras. El viejo peló facón y lo abrieron con un tajo. La hacienda se la llevaron y no dejaron ni el techo de mi casa familiar. En el pueblo no había nadie, habían huido a los montes. El silencio me cayó como se clavan los rayos en los cuerpos de la vacas: me dejo seca, me mató, no habían dejado ni muebles, ni el rosario de mi madre. Agarré al pobre perrito, le di charqui de comer, me lo subí a la montura y me fui pal lado del monte. Medio muerta me sentía, me metí en la pulpería y tomé caña tras caña hasta ya no vi nada. Me desperté en el desierto abrazada a mi caballo con el perrito sentado a la sombra de un chañar y supe a qué dedicarme: bandido me desperté y me fui a buscar compinches y a fuerza de golpe y sable me hice de mi propia banda. Andaban por los caminos las carretas, los jinetes, los arrieros y sus vacas y nosotros les caíamos de sorpresa y desde arriba como tormenta pampeana: en el tiempo que llevaba que se digan dos palabras ya les habíamos sacado desde el sable a la bombacha. Y si alguien se retobaba al degüello lo pasaba. Después volvíamos a los montes y repartíamos la ganancia, nos quedábamos con algo y el resto lo regalábamos a la gente del lugar, que el amor se hace dar y que no alcanza el espanto para sellar un silencio. Tuvimos fiestas de días, supe llamar a una orquesta y hacer asado con papas el día me llevé a un gringuito en la montura. Lo hice mío y le gustó, se quedó conmigo un tiempo, después le creció la barba y entendí que era el momento de que vuelva a la ciudad y allá lo dejé partir después de hacerlo bien hombre, gaucho gringo y federal. Nos batieron a la ley y perdí banda y amigos y tuve que recular y volver a vivir en paz. Como antigua montonera me ofrecieron un trabajo de sargento policial. Me conchabé: ladrón que roba a un ladrón son cien años de perdón dice el dicho y será cierto porque ya no tuve más batallas para pelear. Fui policía unos años hasta que todos creyeron que lo mío era la paz y me dejaron partir. Me hice baquiano otra vez. Les afanaba unas vacas, las escondía en el desierto, y enseguida me buscaban para que se las encuentre. Hice de guía de locos, buscadores de tesoros y buscadores de huesos de animales centenarios. Desde entonces me callé para escuchar el desierto. Y así viví, ahora me muero, me muero vieja y caliente bajo techo y con amigos. Fui Martina Chapanay y en breve no seré nada.

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Imagen: Cristian Mallea
 
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