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Viernes, 15 de enero de 2016

¿De carne somos?

En 2004, el gobierno británico reconoció a Neil Harbisson como el primer Cyborg del mundo al acceder a darle un pasaporte en el que aparece con su prótesis. Una antena conectada a un chip en su cerebro le permite superar una condición de nacimiento (solo puede ver en blanco y negro): puede escuchar los colores. La prótesis ya no entendida como remplazo sino como ampliación de posibilidades de vida o de vidas, es una de las condiciones del concepto cyborg que hace años presentaba al mundo queer la teórica Donna Haraway. Ya hay una fundación en marcha para ayudar a la humanidad a ser cyborg.

 Por Laura Arnés

Neil Harbisson nació con acromotopsia, una rara condición visual que sólo le permite ver en escala de grises. Deseoso de conocer el color del pasto o del arcoíris, junto con el ingeniero informático Adam Montandon, ideó una antena -un tercer ojo electrónico, un apéndice finito y curvado como el de los insectos- que, implantada en su cerebro, le permite percibir los colores a modo de vibraciones, como frecuencias sonoras. Pero hay más: la sensibilidad de la prótesis le permite exceder las posibilidades de los cuerpos humanos, romper con alguno de sus límites. Es decir, Harbisson percibe una escala cromática mayor que nosotros, tan mundanos: los infrarrojos y ultravioletas son para él compañeros diarios -muy útiles, y lo digo en serio, para saber cuándo ponerse protector solar o para percibir la inusual aura invisible que acompaña a Al Pacino-. Además, la antena tiene un chip conectado a internet que le permite acceder a satélites. Así, Neil es uno de los pocos afortunados que pueden sentir los colores que hay en el espacio (porque el espacio que hay entre las estrellas y los planetas no es negro: hay un rango de colores que no llega a la tierra). Pero, además, este dispositivo le permitió a Harbisson derribar uno de los pares, una de las certezas, fundantes de la cultura Occidental, de nuestros cuerpos y su orden social: “Las personas no somos blancas o negras”, afirma, “venimos todos en diferentes tonalidades de naranja” (¡Si Michael Jackson lo hubiese sabido!). Después de un tiempo de portar antena se sucedió un cambio: Neil empezó a soñar en colores, su cerebro comenzó a crear las ondas sonoras sin necesidad de estímulos exteriores; su organismo comenzaba a entender el sonido como pigmento. Y, a partir de ese momento, de ese instante en el que no pudo distinguir más entre software y cerebro; de ese instante en que comenzó a sentir que el dispositivo cibernético ya no era un dispositivo sino parte de su cuerpo, extensión de sus sentidos, se convirtió no en un monstruo ni en un freak sino en un artista ciborg. Su cuerpo, así, perdió o corrió los límites de lo humano.

Antenas paradas

Neil no tiene miedo al ridículo, sin embargo, vivir con una antena no es tan fácil. Parece que obtener la aceptación de los demás fue su verdadero desafío. No sufrió sólo burlas y maltratos: ¿Qué pasa cuando quiere ir al cine? No lo dejan entrar porque piensan que está filmando, algunx también lo acusó de prácticas ilegales, fue hackeado y spameado y tuvo, por supuesto, problemas para que lo reconozcan, oficialmente, con un documento. Pero, finalmente, lo logró. En 2004, el gobierno británico lo reconoció como el primer Cyborg del mundo al acceder a darle un pasaporte en el que aparece con su prótesis. Y digo prótesis porque Neil, al igual que Stelarc, el polémico performer australiano que podría pensarse como su antecesor, concibe sus creaciones a partir de dos premisas que no explícita pero que están presentes en su discurso: el cuerpo humano es obsoleto (básicamente, necesitamos un upgrade) y las prótesis no son signos de falta sino síntomas de exceso. En este sentido, lo prostético no reemplaza una parte faltante o incapacitada del cuerpo sino que amplifica las formas de las corporalidades y sus funciones.

Neil, ahora, puede escuchar a un Picasso: la pintura se convirtió en concierto. Del mismo modo, la eterna e incesante orquesta que escucha (y que al principio le provocaba jaquecas) es traducida en cuadros irisados. Las voces también son transformadas en coloridas imágenes geométricas (parece ser que el discurso de Hitler se ve más bello que el de Martin Luther King). A su criterio, las góndolas de limpieza de los supermercados tienen la sonoridad más hermosa –más que un bosque y más que un mar- y hasta compone música con la comida en su plato. Ver a modo de notas musicales, sin lugar a dudas, modificó su modo de relacionarse con el mundo. Los premios no se hicieron esperar: la comunidad Europea lo laureó en el área de las artes y de la innovación tecnológica. Y, además, en el 2011 fue trending topic de Twitter después de una conferencia que dictó en México (a la que asistieron más de 7000 personas).

A partir de estas experiencias, junto a Moon Ribas, la coreógrafa y activista Cyborg que comenzó experimentando con sensores de movimiento instalados en su cuerpo hasta ampliar sus percepción espacial a 360 grados y a muchos metros debajo de la tierra, ya que está conectada a sensores sísmicos que la hacen vibrar constantemente (confieso que me agota el solo pensarlo) creó, en 2010, la Fundación Cyborg.

La Fundación

Esta organización tiene una meta sencilla: “Ayudar a los humanos a convertirse en Cyborgs”. Los principales objetivos de la fundación son tres: extender los sentidos y las capacidades humanas creando y aplicando extensiones cibernéticas en el cuerpo, promover el ciborguismo como un movimiento social y artístico y defender los derechos de los Cyborgs. Los sentidos que les interesa desarrollar, por lo menos en una primera instancia, son: la retrovisión, el sentido electromagnético (que permite detectar el norte, como una brújula, para no perder el rumbo) y la oreja infrasónica, que puede percibir desde erupciones volcánicas hasta la comunicación de los elefantes (y que no quepa duda: para toda oreja llegará el grito). En este punto, pienso en Kevin Warwick, el creador de Proyecto Cyborg (1998), quien se comunicaba telepáticamente con su esposa a través de un par de chips implantados en sus sistemas nerviosos, y me aburre un poco la conexión monogámica y controladora.

Si yo pudiera elegir, me quedo con el poder de la inmortalidad, como la Mujer Maravilla o, mejor aún, quiero manipular las feromonas –al estilo Zorra Carmesí- y estimular intensas atracciones sexuales (la capacidad de auto-detonación de Nitro es la que menos me copa, la verdad). Por supuesto, como siempre sucede, hay oposición: los poderes que se consideran sobre-humanos dan miedo (aunque generen fascinación) y, además, los debates se matizan con discusiones en torno al poder de las empresas. “Stop Cyborgs”, una organización nacida al calor de la polémica que provocaron el Google Glass y “otras tendencias cibernéticas”, es un ejemplo. Llamativamente (o no) los términos con los que Harbisson suele defender los deseos cibernéticos hacen eco en aquellos discursos que la comunidad LGBT tiende a usar al momento de defender los propios: “Oír mediante conducción es algo que los delfines hacen, una antena es algo que muchos insectos tienen, y saber dónde está el norte es algo que los tiburones también pueden detectar. Estos sentidos son muy naturales; todos existen ya, pero ahora podemos aplicarlos a los humanos.” Parece ser que siempre hay que volver a la naturaleza para justificar quien unx es o quien unx quiere ser, por más contradictorio que parezca. Cada unx explicará o justificará las cosas como mejor le resulte. Sin embargo, a mí, la definición de la feminista Donna Haraway me basta: el Cyborg es una imagen condensada de imaginación y realidad material. Seré naif o ilusa pero hoy, cuarenta años después del Mayo Francés y en un contexto que se perfila opresivo, me sigue provocando el lema “la imaginación al poder”.

¿Seremos todos Cyborgs?

Entiendo que este artículo puede parecer producto de una fantasía inspirada en algún guión de ciencia ficción ciberpunk al estilo Dark Angel (tal vez recuerden esas hordas de Cyborgs -bellisimxs y superpoderosxs soldados yanquis- creados y criados por inescrupulosxs ingenierxs genéticxs). Pero si pensamos retrospectivamente, es posible que la serie en cuestión estuviese cristalizando lo que la ingeniería militar venía trabajando desde hacía décadas. Y si algo está en el imaginario bélico también está en el campo del arte, un espacio mucho más inspirador, en el que el futuro, indefectiblemente, siempre se anticipa.

Creo que queda claro: ser Cyborg no es ser mitad humano y mitad máquina, como un Terminator. Da cuenta, más bien, de la fusión entre cibernética y organismo. La tecnología ya no se usa ni se lleva sino que se ES tecnología. Podemos considerar esto de, por lo menos, dos modos distintos. Por un lado, el Cyborg como esa figura que, mediante la actualización tecnológica extrema y permanente, procura la abolición de las distancias geográficas y de las limitaciones de los cuerpos. Básicamente, podríamos pensar que se construye en respuesta a tres preguntas: ¿qué es lo que realmente queremos ser y hacer? ¿Es la biología un satu quo? Pero, sobre todo: ¿Por qué mantener la forma y sensibilidad humana si es defectuosa?

Por otro lado, desde un punto de vista feminista, el Cyborg sería una entidad que establece conexiones; una metáfora de la capacidad de interrelacionarse y de la comunicación global que implica, al mismo tiempo, en tanto sujeto inesencial, el borramiento de las distinciones categoriales en las formas de los cuerpos (humano/máquina; naturaleza/cultura; varón /mujer). Los Cyborgs promoverían, así, una familia otra frente a la supuesta estabilidad humana. En un sueño utópico, Donna Haraway decía en el año 1988: “El cyborg es una criatura en un mundo postgenérico”. Y tal vez tenía razón. Me encantaría que tuviese razón, pero no estoy segura. Porque las nuevas tecnologías no son agentes transparentes ni medios democráticos que eliminan el problema de las diferencias sexuales o de las jerarquías de clase.

“Todos estamos camino a convertirnos en Cyborgs biológicos”, insiste Harbisson. Y, abonando este punto de vista, Sterlac explica que ya somos sistemas operativos extendidos: “tu teléfono sabe a través de un GPS que estás por llegar a tu casa y enciende las luces y la calefacción”. Los entiendo: pero yo soy sudaca, mujer, bisexual y vivo de mi escritura. No tengo plata para ponerme una antena, no soy la feliz poseedora de un GPS, ni de una mac ni mi casa se conecta con mis deseos. “Chupame el código”, no es una frase que refiera a mi realidad (chupame el cuil podría ser, pero no me excita, la verdad) y “me estoy quedando sin batería” sigue siendo, para mí, una metonimia y no una afirmación literal. Sin embargo, soy parte activa del sistema médico (tomé pastillas anticonceptivas y mi cuerpo fue modificado por las biotecnologías), a veces uso dildo, mi notebook es mi extensión física, y desde hace quince años convivo con mis lentes de contacto (mi cerebro ya no distingue entre vista “original” y corregida). Entonces me pregunto, y no estoy siendo original porque esto, también, ya lo anticipaba Haraway: a esta altura del partido ¿no somos todxs criaturas pos-orgánicas? ¿no somos todxs animales sin clase? ¿híbridos productos de diversos cruces? ¿nuestros cuerpos no toman acaso la forma diversa de los diversos proyectos socio-políticos en los que se inscriben?

“Ser Cyborg es algo que todos deberíamos desear”, sostienen Moon y Neil, “todos deberíamos tener el deseo de percibir aquello que no podemos. Si ampliamos nuestros sentidos, ampliamos nuestro conocimiento, nuestra percepción del mundo y cambiamos nuestro comportamiento”. Sin lugar a dudas suena bien, aunque un poco megalómano y también inocente. Porque, antes que nada, el ciborguismo debería obligarnos a repensar lo político y las diferencias. Como decía Haraway, debería ser un canto al placer en la confusión de las fronteras pero también debería serlo a la responsabilidad en su construcción. En este sentido, el Cyborg no puede ser, pienso yo, un despliegue grandilocuente e irreflexivo del que tiene acceso a lo mayor y mejor (a lo más extremo, a lo más único, a lo más absoluto, a los subsidios más gordos) sino una reflexión situada en torno a las exclusiones. La defensa del ciborguismo debería implicar un derrumbe del sujeto moderno y de las categorías dicotómicas que le dan forma (es decir, debería implicar también una reflexión sobre el género y el sexo así como también de la clase). En este sentido, sería alucinante que el Cyborg tomase la forma material de la lucha contra el poder y las diferencias. Porque si el monstruo tecnológico se convirtiese en promesa, nosotrxs, todxs, seríamos sujetxs potenciales de una posible revolución. Nos convertiríamos, entonces, en una manada queer y ciborg, en una Liga de la Justicia: lxs Súper amigxs en acción.

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