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Viernes, 21 de noviembre de 2008

Vattimo íntimo

Con la libertad en la punta de la lengua, el mayor capital que le han legado sus años, el italiano Gianni Vattimo conversa sobre su intimidad con la misma hondura y desparpajo que desplegó en su reciente autobiografía, No ser Dios. Hablar sobre su vida lo impulsa a regresar una y otra vez al tema de la homosexualidad. “Por lo menos –el filoso filósofo se ríe de sí mismo– cuando alguien abra mi armario, no me podrá decir: ‘Pero mira lo que te tenías ahí guardado’.”

El guatemalteco Augusto Monterroso decía que durante años se negó a leer la autobiografía de Charles Chaplin únicamente porque comete el error de llamarse Mi autobiografía, lo que constituye sin duda un error de bulto. Y acaso para no caer en el desaguisado de darle al propio yo más marquesina de la que un género como el autobiográfico de por sí le da a un autor, es que Gianni Vattimo decidió escribir su autobiografía a cuatro manos. De ahí que No ser Dios sea el resultado de una serie de conversaciones en las que Vattimo le contó al escritor Piergiorgio Paterlini su vida y los momentos más sobresalientes de su formación y su trayectoria como filósofo y militante político. Una tarea a la que este pensador considerado como uno de los máximos adalides del posmodernismo se abocó no porque creyera que a sus setenta años era lo bastante viejo como para escribir sus memorias, ni porque pensara que su vida fuera ejemplar en algún sentido, sino porque al momento de hacerlo se sintió lo suficientemente libre como para hablar de ciertas cosas.

Estas cosas de las que habla Vattimo son las intimidades que va desgranando entre los recuerdos familiares y las reflexiones sesudas, entre el relato de su desempeño como profesor universitario y sus simpáticos alardes por su éxito como filósofo, entre la indagación del legado de Nietzsche y Heidegger en su pensamiento y su relación ambivalente con la tradición católica. Aspectos de su vida y de su obra que en No ser Dios se superponen con el reconocimiento público de su homosexualidad y con el repaso de su militancia gay (que incluye el gracioso episodio de su aparición en una lista de un partido político homosexual en la que figuraba como candidato, y que constituyó su salida del closet a mediados de la década del ‘70), y con ciertas cuestiones de alcoba como sus dudas y represiones iniciales, sus coqueteos con taxi-boys y su prolongado ménage à trois (convivencia incluida) con Gianpiero, su pareja de más de veinte años, y un estudiante de arte bastante menor que él llamado Sergio. Personas que para Vattimo fueron los dos grandes amores de su vida, incluso simultáneamente, y cuyas muertes (uno de sida, el otro de cáncer) conforman el fondo melancólico del libro. El costado más descarnado y conmovedor de un relato en el que este filósofo, que fue discípulo de Gadamer y que escribió libros –como El fin de la modernidad y La sociedad transparente– que estuvieron en el centro del debate en torno de la posmodernidad a fines de los ‘80 y comienzos de los ‘90, se mueve con total desenvoltura entre lo público y lo privado.

“En No ser Dios hay cosas de mi vida íntima que nunca he contado en ningún libro filosófico”, dice Vattimo. “Y si siempre traté de no identificar mi trabajo totalmente con mi condición homosexual, es porque yo quiero ser un filósofo, un escritor de ideas, un político. Quizás esa sutileza es lo que hace que el relieve que en este libro toma mi homosexualidad sea lo más escandaloso. Por este motivo tuve una discusión con Umberto Eco, con quien somos amigos hace mucho tiempo. Luego de la publicación del libro, un día él vino a Turín y me dijo: ‘Pero, ¿cómo vas a contar todas esas cosas? ¿Quién te manda a hacerlo? Tú, que tienes responsabilidades, que podrías ser un gurú, que tienes alumnos’. Obviamente no pude evitar sentirme golpeado por su actitud, porque Eco es un gran maestro personal, ha sido mi amigo mayor cuando yo empezaba a estudiar filosofía, aprendí muchísimo de él y lo admiro porque es verdaderamente un genio. Pero en aquellos días en los que me hacía estos reproches, él daba una conferencia en Turín, en un teatro, un evento muy oficial. Y verlo disertar sobre el escenario hizo que de pronto se me apareciera como un pequeño monumento. La sensación que tuve fue que él se comportaba como un pequeño monumento. Y no hay ninguna duda de que Eco, habiendo vendido tantas copias de sus libros y siendo tan reconocido en todo el mundo, es una especie de monumento de la cultura italiana. Pero cuando uno deviene monumento, algo del orden de lo fatal sucede, porque es una situación que impide tomar posiciones demasiado extremas. No obstante, yo me sigo preguntando si he hecho bien o mal en escribir estas cosas, en desnudar de este modo mi vida privada. Y si bien tengo cierto gusto por el escándalo, sé que lo he hecho porque me siento libre. Ya nadie va a venir a decirme: ‘¡Ah, mira lo que tenías guardado!’”

¿Y eso no te hace sentir expuesto?

–No, ya no más. Este libro es el relato de algo que ya pasó. La verdadera exposición vino cuando hice el coming out. Cuando en 1976 me postularon candidato del Fuori, el Fronte Unitario Omosessuale Rivoluzionari Italiani, sin consultármelo. Algo de lo que me anoticié a través del periódico y que me obligó a ingeniármelas para que mi madre –que no sabía que yo era gay– no se enterara. Pero lo mejor de toda esta historia es que sigo siendo un hombre público bajo muchos otros aspectos, sin que el hecho de ser homosexual haya devenido un drama. Pero esto ahora se ha vuelto algo normal, a tal punto que en Italia el hecho de revelarse homosexual hoy es casi una moda. Por eso digo que en cualquier momento voy a disfrazarme de heterosexual, para dejar de ser uno de esos tantos homosexuales que andan por ahí saliendo del armario.

En el libro hay varias situaciones en donde la homosexualidad es vivida como algo furtivo. ¿Qué pensás de aquellos que todavía sienten nostalgia de los tiempos en que ser homosexual se relacionaba con la clandestinidad y el secreto?

–Yo tengo un doble pensamiento frente a esto. Porque, por un lado, cuando todo se vuelve demasiado normal se disminuye el gusto de la cosa. El riesgo es que las parejas homosexuales pasen a tener los mismos problemas que las parejas heterosexuales. Aunque la normalización, el reconocimiento, la oficialización de esta minoría, suponen una ventaja desde muchos puntos de vista. Pero eso no quita que se pierda, por otro lado, la idea de que los homosexuales son una minoría revolucionaria. Yo siempre he pensado como pensaba Pasolini de sí mismo. Era un pobre perseguido. No era judío, pero se sentía como tal, y no sé si él habría escrito todo lo que escribió si no hubiera estado en esa situación de excepcionalidad que le significaba un cierto sufrimiento. En cuanto a mí, en 1967 fui fichado por la policía en un parque a orillas del Po, que era uno de los lugares de ligue gay más frecuentados, y ese episodio me agudizó una úlcera que luego me persiguió durante años y que fue la forma en que somaticé esa problemática interna. Por eso creo que es preferible una situación más normal como la que se vive hoy en día, más allá de que eso implique que la homosexualidad pierda su carga revolucionaria. ¿Acaso no produce desconcierto que los partidos de derecha en Italia tengan secciones para homosexuales porque saben que les conviene desde un punto de vista electoralista? Yo creo que en el futuro vamos a tener, no obstante, otras razones para oponernos. Otras razones para generar disidencia. En un futuro en que el hecho de ser homosexuales ya no sea suficiente.

¿Y qué cosas te molestan de eso que se da en llamar “cultura gay”?

–¿Tú entiendes un poco de italiano? En Italia hay un chiste que empieza con un chico que va a contarle que es gay a su padre. “¿Eres gay?”, le pregunta su padre, extrañado. “¿Pero acaso te has comprado un Porsche?” “No”, le dice el hijo. “¿Pero acaso te has comprado una villa en Marruecos?” “No”, le contesta. “Entonces, ¡no eres más que un culatone!” (que es la palabra vulgar para decir gay en Italia). No hay dudas de que la predominancia del modelo gay está muy ligada al consumo, y por eso en el libro digo que ser gay es más un problema socioeconómico que un problema de índole sexual. A mí me parece, por otro lado, que en la tradición de los gays hay también un cierto victimismo que se trata de seguir cultivando, porque si no pareciera que se pierde algo de la conciencia de ser. Y el machismo, esa norma heterosexual que en gran medida rige el mundo gay, es otra cosa que me molesta bastante. Si no, ¿por qué crees que sigue siendo tan incómodo para un gay reconocer que es pasivo?

En el libro también hablás de tu deseo de formar “una familia normal” y te lamentás por no haberla tenido. ¿Hasta qué punto es una frustración en tu vida?

–Cuando yo devine una persona más normal empecé a vivir como con una familia. Una familia que estaba compuesta por Gianpiero –que fue mi pareja durante más de veinte años, y con quien teníamos una relación abierta– y por Sergio, a quien conocí cuando él era un estudiante, y que de un día para otro se vino a vivir con nosotros. La idea de esa especie de comuna, de esa familia un poco enredada en lo sentimental, era algo que me gustaba. Pero me gustaba porque cuando me iba de viaje sabía que podía traicionarla. Siempre he dicho que a la familia hay que tenerla para traicionarla, como a la Iglesia. Y yo fui feliz cuando encontré un chico con el cual poder vivir y que pensaba, como yo, que la lealtad y la fidelidad son dos cosas diferentes. Una familia homosexual es una verdadera familia si la familia de origen se mezcla también un poco. De mi amigo Gianpiero yo conocía a sus padres, celebrábamos las Fiestas juntos, etcétera. Y en cuanto a la cuestión de ser padre... bueno, hoy no tengo afortunadamente ese problema, porque los hijos son un problema, ¿no es cierto? Aunque cuando uno se vuelve un poco viejo, como en mi caso, tener un hijo que sale a divertirse el sábado a la noche no es lo mismo que tener un novio joven que hace lo propio cada fin de semana... La paternidad no tiene ese componente de celos.

Gianpiero, con quien viviste durante veinticuatro años, murió de sida. Más allá del impacto personal de esa pérdida, ¿cómo recordás esa época de irrupción de la enfermedad?

–Como una época terrible. A mí me persigue todavía un sentimiento de culpa, porque de algún modo Gianpiero me salvó de correr esa misma suerte. Recién ahí comprendí que a mí también podía pasarme. Y es que en Europa, al principio, muchos creían que era un problema de los americanos. Se sabía muy poco de la enfermedad y nos protegíamos todavía menos. Imagínate que en ese momento no se comprendía bien hasta qué punto una persona con sida podía tener intercambios sexuales con otros. Los enfermos se encerraban en sus casas y se olvidaban del mundo. Y cuando Gianpiero supo que se había contagiado fue un golpe durísimo. Todavía me sigo reprochando haber tenido con él una pareja tan abierta, lo que en parte se debió a lo mucho que yo viajaba por mi trabajo. Me pasaba varios meses al año en Nueva York, en donde no hacía vida de monje, precisamente. Y tampoco pretendía que él la hiciera en Italia. Pero así se dieron las cosas. Fue un período muy triste para todos.

¿Y cómo es para vos haber sobrevivido a casi todos tus seres queridos?

–La muerte que se padece no es la nuestra sino la de nuestros seres cercanos. Aunque recuerdo que con Richard Rorty coincidíamos en que morir es malo porque te queda la curiosidad de saber qué sucede luego. Pero tanto la muerte de Gianpiero como la de Sergio, que murió de cáncer siendo muy joven (tenía 47 años), y también la de mi madre, la de mi hermana y la de mi tía, me han templado hasta el punto de volverme cínico. Haber asistido a Gianpiero desde 1986 hasta su muerte, en 1992, y haber sido testigo de todas las fases de su enfermedad, hace que cualquier infortunio me termine sabiendo a poco. Como si ante el dolor de los demás pensara: “Pero yo ya he visto mucho más que esto”. Por eso me he vuelto más impasible, no indiferente, pero sí más cínico. Porque cuando tú ves a los otros morirse, la capacidad de sentir es lo que te va consumiendo. Como si hubiera reservas de dolor que se van acabando.

***

En 1983, Gianni Vattimo publicó un libro titulado El pensamiento débil. Haciéndose eco de las consideraciones de Jean-François Lyotard de que había concluido la época de los grandes relatos que intentaban darle un sentido a la marcha de la historia, Vattimo corroboraba que ya no había una sola idea de humanidad, y mucho menos una sola cultura a la cual los hombres tuvieran que adecuarse, sino la existencia de múltiples culturas, de múltiples religiones. Esa situación de multiculturalidad llevó a quienes se plegaron al “pensamiento débil”, el cual llegó a gozar en los años ‘80 de una popularidad inusual para una corriente filosófica, a sostener que era necesario reducir el peso, la importancia de la verdad absoluta para subrayar el carácter interpretativo de toda visión del mundo. Por eso, Vattimo se atrevió a sostener que las ideas “fuertes”, que se pretendían sustentadas en fundamentos sólidos, debían dar paso a nociones más ligeras, abiertas a la pluralidad. Y si bien esa postura pretendía promover la idea de una sociedad democrática y pluralista, la noción de debilidad no cayó bien en el ámbito intelectual italiano, lo que generó controversias y le significó a Vattimo el desprecio de muchos de sus pares, que lo tildaron de no ser un heideggeriano serio.

“El pensamiento débil es como el correctivo interior de este mundo, que toma en cuenta la caída de los horizontes de valores”, explica Vattimo, quien a esta altura parece estar resignado a volver una y otra vez sobre esta escurridiza noción, que él esgrime ora como un caballito de batalla, ora como un karma. “Pero no en el sentido de que todo está permitido porque no hay valores sino en el sentido de que se pueden buscar alternativas a los valores que me alejan del otro. Yo digo que el pensamiento débil pretende ser una forma de emancipación a través del debilitamiento de los horizontes rígidos. Es decir, una forma de secularización progresiva de todo. Y esto me parece muy actual porque lo que pasa en los Estados con el aborto, con la manipulación genética, es que el sistema confronta a esas transformaciones la pretensión de que existen leyes naturales. En este sentido, se piensa que la familia tiene que ser naturalmente de una cierta forma. Que naturalmente se tiene que ser heterosexual. Que naturalmente las leyes del mercado rigen la economía... Por eso pienso que todo lo que aparece como límites tiene que ser destruido. El pensamiento débil es el pensamiento de la erosión, de la disolución de todos estos absolutos. Pero, ¿a favor de qué? No a favor de que cada uno haga lo que quiera sino de que cada uno haga lo que quiera discutiendo con los otros. De ahí que no me reconozca como un pensador universal sino como un pensador de una clase social muy general, que es la de los débiles, una amplia mayoría frente a los fuertes que hay en el mundo.”

¿Y dónde situás la militancia por la diversidad sexual en ese contexto?

–Depende mucho de los contextos nacionales. Cuando hay una Marcha del Orgullo Gay en Italia, prefiero ir a otra parte simplemente porque ya estoy grande y no es un lugar indicado para que encuentre un chico que se enamore de mí (se ríe). Ahora bien, si voy al Gay Pride lo hago únicamente porque es un evento que la Iglesia Católica excomulga. Y porque vivimos en un contexto social donde todavía hay límites, es que un acontecimiento como la Marcha por el Orgullo Gay tiene que ser espectacular, teatral, provocativo.

Con la disolución de los partidos tradicionales en Italia (la Democracia Cristiana, el Partido Comunista), ¿considerás que las causas de las minorías han avanzado o han retrocedido?

–Globalmente me parece que han avanzado. Y si bien esta situación de fragmentación y el hecho de que ya no exista un gran Partido Comunista son cosas que juegan en contra de la posibilidad de que suceda una transformación radical de la sociedad, habernos dado cuenta de que el pueblo o la clase no eran tan unitarios como se pensaba es algo positivo. Efectivamente, si pienso en la importancia de los movimientos gays en Italia en las últimas décadas, creo que ha influido bastante la disolución de las grandes estructuras políticas tradicionales.

Siempre pensamos que la búsqueda de la verdad estaba ligada a la liberación. ¿Por qué el pensamiento débil, con su resignación a la posibilidad de acceder a la verdad, genera un contexto favorable para el reconocimiento del otro?

–Cuando ya no hay “una” verdad que tal vez me autoriza a matarte, porque tú eres un enemigo de esa verdad, entonces lo único que nos queda es la caridad, el respeto hacia el otro, el diálogo entre familias, la democracia. Hoy vivimos en sociedades en las que no hay más una evidencia aceptada de valores, y por eso tenemos que tratar de entendernos de la mejor manera posible para no terminar matándonos. Yo encuentro que la caridad cristiana es como una verdad histórica, porque en un mundo sin fundamentos no se puede vivir sino mediante formas de respeto mutuo. Esto me parece fundamental. Y sí... no tengo dudas de que la verdad nos libera. Pero cuando digo, con el Evangelio, que es la verdad lo que nos hace libres, eso quiere decir, antes bien, que es lo verdadero lo que nos libera.

***

No ser Dios es también un libro sobre la vejez. Sobre la vejez homosexual. Pero a diferencia del tono resignadamente melancólico que Roland Barthes le impone a su propia experiencia en ese diario erótico amoroso que está incluido en Incidentes bajo el título de “Noches de París” (“Me pareció evidente que iba a tener que renunciar a los chicos, porque no existe ningún deseo de ellos hacia mí, y porque yo soy demasiado torpe, o demasiado escrupuloso, para imponer el mío”, escribe Barthes antes de admitir, con tono de lamento, que no le van a quedar más que los taxi-boys), Vattimo compone en su libro la figura del viudo, la cual, si bien aparece imbuida de cierta melancolía, también se ampara en el descaro y la insensibilidad. “¿Envejecer atenúa el dolor de la vida? ¿Nos hace menos capaces de padecer y, por lo tanto, de amar y de experimentar pasiones? ¿Nos vuelve más cínicos y duros, más insensibles? Me lo pregunto, hoy, al comienzo de mi vejez”, escribe al inicio del libro, como una forma de dar por sentado que su propósito no es –ni de lejos– ponerse a lloriquear. Muy por el contrario: si algo está claro es que Vattimo no tiene reparos en evidenciarse, por momentos, como un viejo verde. Un papel que ensaya con total gracia y desparpajo, toda vez que el recurso a los taxi-boys le significa, antes que la resignación ante la imposibilidad del verdadero amor que hace pucherear a Barthes, una forma desdramatizada de caridad. De ahí que ser viejo para Vattimo diste de conformar una pasión desgraciada, ya que en su caso supone la pérdida de los prejuicios que lo atormentaron en su juventud. Tal como lo expresa en su libro: “Puedo decir que D’Alema está para el desguace o contar a Vanity Fair que me he enamorado de un go-go veinteañero. Lo hago por esta insólita libertad –quizá debida a la edad–, no en aras de la provocación ni del exhibicionismo. Tampoco por superficialidad de la que, como un niño (los viejos, ya se sabe, son como niños), debería ser protegido. Lo hago porque me siento libre, porque soy libre. Y esto es algo que valoro muchísimo. Finalmente. Sin miedos, sin mediaciones, ni chantajes, sin causar dolor a mi madre, ni a Gianpiero... Sin iglesias, ni partidos. ¡Ah, qué hermoso!”.

Si bien en tu libro no hay una versión de la vejez homosexual en la que prime la soledad y la tristeza, ¿notás que entre los gays es habitual discriminar por viejo?

–No sé hasta qué punto. Aunque sí, algo de discriminación hay, obviamente. Yo mismo discrimino un poco, en la medida en que no se me pasa por la cabeza tener sexo con un hombre de mi edad ni remotamente. Una vez que salía de un parque de Turín donde se encuentran prostitutos, un señor bastante mayor que yo se me acercó y me dijo: “Mira que yo no lo hago por dinero”, y me guiñó un ojo. Entonces intenté ser gentil con él y le respondí que estaba muy cansado, que me estaba yendo. Y como esa anécdota tengo otra, casi su contrapartida, de un chico que conocí una vez y que me dijo: “Lo que pasa es que tú eres demasiado joven para mí”. ¡Y me aclaró que le gustaban mayores de 60! Pero esto es normal en la vida. Yo pienso que la desigualdad económica y la desigualdad social son cosas que se podrían corregir si los hombres se lo propusieran. Pero la desigualdad estética, ¿cómo se corrige? La belleza es una forma de injusticia terrible. Y más aún cuando la vejez es lo que nos va haciendo menos bellos. Pero eso es algo que uno trata de tolerarlo. Me acuerdo de una escena que me llamó la atención en un sauna de Nueva York, hace como 30 años, en donde había un grupo de jóvenes que hacían el amor en el centro y alrededor un grupo de viejos que gozaban de esa proximidad mirando y metiendo mano, ocasionalmente. Y no era simple voyeurismo sino una forma de respeto mutuo. Un ejemplo de cómo el eros puede ser caritativo. Algo que me parece muy humano en el fondo.

¿Sentís que las libertades y los derechos obtenidos por gays y lesbianas en las últimas décadas alimentan una suerte de nostalgia del presente en los gays mayores? Esto lo digo pensando en cómo algunos, quizá, pueden sentirse más testigos que protagonistas de ese proceso.

–Sí, eso es complicado. Pero no hay que ser extemporáneos. ¿Hoy Pasolini iría a las discotecas gays? Yo creo que no. Creo que él seguiría yendo a la playa de Ostia, en donde encontró la muerte, o a algún otro lugar en el que podría haber alguna otra forma de peligro. Este es un problema también de edad personal, de adaptación ante los cambios que se han venido dando. Por ejemplo, yo soy doblemente viudo, he estado con dos chicos más jóvenes que yo, que lamentablemente se murieron. ¿Qué hace un viejo viudo como yo? ¿Seducir a sus estudiantes? Me gustaría, pero no lo hago por respeto a la institución. Entonces me quedan los taxi-boys como consuelo. Y si bien estoy en contra de la prostitución cuando es una forma de explotación, es una forma de trabajo que reivindico. De hecho, hay una cuota de los impuestos en Italia (una se destina a las grandes instituciones, como las iglesias, y ésa se la doy a la iglesia protestante) que se introdujo hace algunos años y que consiste en un pequeño porcentaje que uno puede destinar a alguna organización sin fines de lucro. Bueno, esa parte yo se la dono a la asociación para los derechos civiles de las prostitutas. ¡Y debo ser uno de los pocos! Evidentemente estoy por el reconocimiento del trabajo de los prostitutos y de las prostitutas. Incluso conozco chicos que encontré en el mundo de la prostitución, que hoy son buenos amigos y a los que ayudo económicamente sin que haya contraprestación de sexo. Por el simple hecho de saber que de ese modo les estoy dando una mano para no volver a prostituirse tal vez, valiéndome del pensamiento del burgués en contra de la prostitución y creyendo que así los estoy rescatando. Esa es una forma de caridad que me propongo realizar. Un amigo me dice en broma que yo ya no soy homosexual, ni heterosexual, sino que a mi edad soy más bien “veterosexual”. Y algo de razón tiene.

Sé que la caridad también influyó en la manera en que vos pudiste armonizar tu homosexualidad con tu herencia religiosa.

–Sí. Siempre trato de ser caritativo con los otros. Incluso cuando me sirvo de amores mercenarios, cuando hago amistad con estos chicos que mal que bien me provocan ternura, lo que tal vez significa que no me comporto como un buen cliente. El punto es que yo no soy un católico observante. Si voy a una misa en la que se da la comunión, no me confieso. Y no le reconozco a esta Iglesia de pedófilos impunes y de políticos acaudalados el derecho de administrar los sacramentos. Esto es muy protestante de mi parte, aunque jamás pensé en convertirme al protestantismo porque Lutero es quizá peor que los curas católicos. Y si pude armonizar mi homosexualidad con mi herencia religiosa fue también porque dejé de hacerle caso a la interpretación oficial de la escritura. Cuando comprendí que la interpretación de los Evangelios es un problema filosófico.

¿Y qué daños sentís que la religión te ha causado por ser homosexual?

–Siento que la religión me ha impedido hacer esos juegos amorosos que hacen los jóvenes. Me ha privado del amor poético, del sueño del otro. Y ése es el único sentido de venganza que tengo frente a la tradición católica, la que me ha hecho bien en muchos otros sentidos e incluso me ha ayudado a no disolverme como sujeto. Pero esa forma de castración por la que se me negó durante mucho tiempo toda forma de romanticismo entre dos hombres es lo que más me repele. Haberme creído enamorado de una compañera de escuela cuando mi deseo era por un compañero. Haber soñado el amor con una mujer cuando lo que deseaba era un hombre. Allí quizás hay una de las claves de por qué siempre me ha costado tanto hacer coincidir el amor y el sexo.

Foto: Martín Acosta

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