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Viernes, 19 de febrero de 2016

TRIBUTO A AMELIA BENCE

Gracias, querido

Sólo un fanático de la diva puede ver más allá de sus ojos violetas, reconocerla en la multitud cuando nadie la reconoce y sacarle de los labios, una de esas frases de película.

 Por Ernesto Meccia

Amelia Bence fue una de las grandes figuras de la época de oro del cine argentino. Lamentablemente no existió una relación de proporciones entre este atributo y la cobertura periodística de su último adiós, que lo único que hizo fue repetir su edad (aparantemente 101) y que tenía unos ojos increíbles. Qué injusto, no solamente para sus fans sino para la historia del cine. Vista su carrera en conjunto, Amelia fue –creo que junto a Olga Zubarry- una actriz de la que no se puede afirmar que es un ejemplo del implacable star-system que tantas mercancías fabricó y que el público, que suele ser cruel, consumió solo hasta un cierto momento. No es posible identificar a Amelia con ninguno de sus personajes (uno de los nudos del sistema) y así se la pudo disfrutar en películas de lo más variadas que dejaron ver la notoria cantidad de matices actorales de los que era capaz. Esta demostración es de un gran contraste con otras grandes figuras que terminaron recitando exclusivamente textos solidarios al carácter psicológico que la industria les había adscripto. En este sentido, las carreras de un gran resto de estrellas (mujeres y varones) resultan bastante menos coloridas. Lo que Amelia no tuvo de gran carisma lo tuvo de versatilidad. Lo mejor quedó en películas como “Los ojos más lindos del mundo” (1943), “Las tres ratas” (1946), “A sangre fría” (1947), “La dama del collar” (1948), “La danza del fuego” (1949) y, por supuesto, “Alfonsina” (por Alfonsina Storni, 1957).

Hay una bella anécdota de Alfonsina, presente en sus primeros pasos actorales, siendo una niña. Por sugerencia de las hermanas Paulina y Berta Singerman, Amelia iba al teatro infantil Labardén de Buenos Aires, que había sido fundado en 1913. Alfonsina, además de haber sido su directora, había escrito una obra de teatro. A Amelia le había tocado hacer de niño. En un momento debía cerrar una carta con una estampilla que debía mojar en su boca. Resulta que la niña se tragó la estampilla y, presa del llanto, quiso retirarse de la escena. Parece que de las bambalinas salió Alfonsina, le dio un chirlo y le ordenó que se deje de jorobar y vuelva a escena: “¡Usted va a ser una actriz!”, decía Amelia que le dijo, con dulce tono admonitorio.

Se dice que era una mujer apasionada, de fogoso carácter, propensa a la seducción de varones con alta independencia de la edad (la suya y la de ellos). Hasta que su salud se lo permitió iba al gimnasio y cuando los periodistas mersas le festejaban lo extraordinario de su rutina en términos de la salud corporal que se procuraría una viejita desexualizada, ella, con esa especie de media sonrisa fija que se le instaló durante la vejez, respondía con serenidad que iba –sobre todo- porque le agradaba ver a los muchachos de músculos macizos y venas prominentes entrenar al lado suyo. Una rutina que seguro la preservaba en alguna medida de la vejez que tanto le dolía y que la acercaba al imaginario gay.

La atormentaba la edad. Y existen anécdotas al respecto que seguirán haciendo de ella una leyenda. Por ejemplo, parece que se sintió molesta cuando Mecha Ortiz (nacida en 1900) publicó su libro de memorias en 1982 porque la nombraba todo el tiempo. “Mecha me perjudicó mucho. Hizo pensar a los lectores que éramos contemporáneas, lo cual no es cierto.Todo el mundo sabe que yo podría ser la hija menor de cualquiera de ustedes”. Estas palabras –cuenta Kado Kostzer- se las dijo a Iris Marga (nacida en 1901) que estaba escribiendo su autobiografía: “me parece muy bien, pero ni se te ocurra mencionarme. Para vos yo no existo.”

Sorprendentemente, en 2007, la conocí. Yo había ido al teatro Lola Membrives a ver un espectáculo (aburrido) basado en las canciones de una cantante italiana. En un momento, entra ella. Ya muy chiquita, con más de 90 años, caminando más lenta pero casi con la misma gracia de siempre. La acompañaban dos señores grandes que parecían salidos del libro Los últimos homosexuales. En el teatro también estaban Eduardo Bergara Leumann con su compañero y Duilio Marzio. Todos se habían sentado en las plateas de la izquierda. Cuando terminó el espectáculo me vi obligado a realizar un acto de justicia. El público saludaba solamente a Bergara y a Duilio.Con estupor, me di cuenta de que no reconocía a Amelia que permanecía sentada, con la cabeza gacha, como inerte. “¡Qué barbaridad!”, decía para mis adentros. “¡A dónde hemos llegado!”. Lo cierto es que crucé raudamente la sala y le tomé la mano. Le dije: “si Usted supiera el honor que es para mí saludarla ¡a Usted, Amelia, que es una gloria del cine argentino!”. Ella, sin soltarme, levantó la cabeza. Creo que no vio nada, pero con los ojos más lindos del mundo me dijo: “gracias, querido.”

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