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Viernes, 22 de julio de 2016

Preferiría no hacerlo

Gritar soy lo que soy a los cuatro vientos se asume como un paso necesario y liberador en el horizonte de las vidas de las personas lgbti. Preferir no salir del closet despierta sospechas: ¿Lo hace por temor? ¿Por cobardía? ¿Por falta de solidaridad? Para algunas mujeres, sobre todo mujeres mayores, la salida obligatoria significa forzar un blanqueo que hasta consideran limitante. Analizando los motivos y las paradojas de quienes eligen una invisibilidad táctica, como estrategia consciente.

 Por Andrea Lacombe

Di tu verdad y rómpete, arengaba Nietzsche a través de Zaratustra. Decir la verdad, salir del closet. Contarle a todo el mundo quien soy o, mejor dicho, quienes pueden ser lxs sujetxs en lxs que deposite la mirada, la lujuria y el deseo. Esta salida del closet se configura como un horizonte a ser alcanzado por quienes formamos parte del colectivo Lgbti. Sin embargo, esa expresión política de deseo genera también algunos interrogantes cuando una antropóloga, como la que suscribe, se enfrenta en el trabajo de campo con situaciones en las que la visibilidad no es necesariamente aquel bien tan preciado. ¿Qué significa exhibir para lxs otrxs los modos particulares de vivenciar una sexualidad disidente? ¿Cuáles son las implicancias de este acto? ¿Frente a quién hacerlo? ¿La visibilidad aparece en el horizonte como una gestión de los sujetos frente a la necesidad de resguardarse a sí mismos y a sus parejas o como un mandato político y social? ¿Qué papel juega en esta gestión de la intimidad el casamiento?

Entendidxs y malos entendidos

Situacionalmente, la invisibilidad diseña, en diferentes escenarios, diferentes capas de sentido para las personas que la vivencian y para aquellas con las que conviven, pero también para las que optan por hacer pública su orientación sexual. Haciendo trabajo de campo etnográfico en São Paulo, Rio de Janeiro y Buenos Aires con lesbianas de mediana edad, pude ver que la elección por la visibilidad está matizada en diferentes niveles, relacionados a los grados de intimidad que existen entre estas mujeres. Las autodenominaciones utilizadas a la hora de referirse a la orientación sexual dan un poco de luz a este respecto. “Antes teníamos todo un código para que los otros [personas heterosexuales] no entendieran y no nos molestaran”, me explica una jubilada porteña. “Better era una palabra usada para hablar de gente del ambiente y Paqui para referirnos a los otros, los héteros. Paqui por paquidermo, ¡porque eran unos pesados! y better porque éramos mejores que ellos.” Una jubilada paulista, a su vez, prefiere la palabra entendida que usa desde que llegó a San Pablo a los 17 años y comenzó a frecuentar establecimientos nocturnos orientados al público lgbti. Entendida, cuyo correlato en Argentina puede ser la expresión gente del ambiente, significa conocer algunas cosas que otras personas no conocen y, por lo tanto pertenecer a un círculo diferente donde sentirse contenida y resguardada de la héteronorma que, con su mirada, relega al lesbianismo a una posición estigmatizada.

El closet de cristal

El closet gay, argumenta la filósofa norteamericana Eve Kosofsky Sedgwick, no es sólo una característica más de la vida de las personas gays. Para muchas de estas mujeres el resguardo de su orientación sexual, lo que en la jerga se denomina “permanecer en el closet”, es también una característica fundamental de su vida social. Los lucros económicos y burocráticos que el casamiento puede traerles, por ejemplo, son cuidadosamente evaluados con respecto al hecho de tener que dar cuenta de años de relación oculta frente a sus familias. Vivir en el closet y, en un cierto momento, salir de él nunca son cuestiones puramente herméticas, explica Sedgwick. El juego de visibilidades e invisibilidades se esboza como una trama de capas superpuestas en las que siempre existe la opacidad y la transparencia, simultáneamente; ese closet de vidrio de lo no dicho, pero vivenciado, que confronta las nociones de privacidad y publicidad del fuero íntimo de los sujetos y sus relaciones.

Etica de la reserva

En la vida cotidiana, la salida del closet no necesariamente aparece como un valor. En muchos casos la invisibilidad supone una estrategia consciente y optativa (contrariamente a la obligatoria), un modo de agencia en la que los niveles de constitución identitaria se relacionan con nociones de moral específicas en consonancia con una ética de la reserva y de la invisibilidad, como explica Antônio Paiva, una recusa de evidencias plenas mediante la rarefacción de los regímenes de visibilidad de la relación y el uso de estrategias de restricción de la expresividad que garantizan un margen de reserva/distancia psicológica, que protegen las relaciones de una visibilidad ostensiva y que imponen un régimen de enunciabilidad bastante variable, conforme las situaciones y los agentes interesados. Cuando le pregunto a una entrevistada de la ciudad de Río de Janeiro si su familia de origen sabe que ella mantiene relaciones sexo-afectivas con otras mujeres me contesta con una frase que tal vez ayude a resumir esta ética de la reserva: “Ellos fingen que no saben y yo finjo que les creo”. Esta mujer de unos 60 años que pasó por varias y largas relaciones de pareja con otras mujeres, nunca explicitó el vínculo afectivo con su familia ni con sus colegas de trabajo, lo que no quita que tenga una sociabilidad fluida en círculos y ambientes lésbicos de la ciudad. Sin embargo, y como pone de relieve Maria Luiza Heilborn, este modo de pensar el closet ha suscitado una viva discusión por parte de los actores comprometidos con el movimiento de afirmación homosexual. La afirmativa de que la declaración explícita de la orientación homoerótica no es considerada necesaria y, sobre todo, es entendida como limitadora de las potencialidades de los individuos, despierta sospechas frecuentemente atribuidas al miedo del estigma, a la cobardía frente a las convenciones sociales, a una estrategia calculista del anonimato, o incluso a la falta de solidaridad entre 'iguales', explica esta antropóloga brasileña.

“Yo siempre estuve a favor del matrimonio, relata Sandra, trabajadora del área de la salud en Buenos Aires. Luchaba, me peleaba y discutía que si un hombre puede casarse con una mujer, por qué no pueden hacerlo dos hombres o dos mujeres, por qué no tienen ese permiso, sabiendo que cuando una falta [muere] la otra persona tiene derecho a los mismos beneficios por haber estado juntos. En mi caso yo no tengo a nadie, pero si tuviera una compañera, pensaría en el asunto, pero me da un poco de arrepentimiento también… haría un casamiento en casa y que nadie se enterara, ¿entendés? No sé por qué soy tan paranoica, yo nunca quise hablar de esto ni con un psicólogo, me mandaría traer un cura, o lo que sea que me fuera a casar, a mi casa y que nadie sepa, sólo los amigos.”

Las palabras de esta mujer de unos 55 años muestran cómo la visibilidad puede ser considerada –contrariamente a los atributos que los “actores comprometidos” le otorgan– como una publicitación de actos del dominio de lo íntimo y, por lo tanto, de la esfera de lo privado, dependiendo de las trayectorias familiares y de la edad en donde nociones como discreción, recato o intimidad adquieren ribetes diferenciados, sinónimos de cuidado y contención.

En este sentido, y así como las estrategias utilizadas para dar cuenta de relaciones de difícil denominación desafían representaciones y prácticas que escapan a las estructuras tradicionales de familia, el acceso al matrimonio para personas del mismo sexo pone en tela de juicio los artilugios adoptados para mantener los bienes de la pareja sin tener que explicitar la orientación sexual o formalizar la unión, pero también se vislumbra como una posibilidad de dar cabida a otro tipo de nociones de familia, pensadas horizontalmente, donde la amistad sustituye las conexiones biogenéticas o las relaciones culturales en tanto relaciones de parentesco.

El casamiento puede ser utilizado como una estrategia que le otorga otro sentido al parentesco, rediseñado en función de otro tipo de lazos igualmente duraderos como las amistades. El caso de dos amigas de unos 50 años de edad y habitantes del cono-urbano bonaerense, que ya fueron pareja, pero elegirían casarse para heredar la una a la otra, en lugar de dejar sus posesiones a los parientes que “no entendieron nunca nuestro vínculo”, deja al descubierto los usos de esta herramienta legal para plasmar de algún modo una relación que escapa a las categorías en las que socialmente serían inscriptas. Casarse significa hacer visible una unión y ese no es necesariamente el deseo de muchas de estas mujeres que prefieren continuar con arreglos previos y mantener el sigilo y la discreción sobre sus relaciones sexo-afectivas con otra mujer. Sin embargo, también puede ser una salida para darle forma a relaciones que son pensadas por quienes las vivencian como “de familia”. Entender estas estrategias supone, a su vez, considerar los modos como edad y generación operan en la conformación de las moralidades y las redes de sociabilidad. La relación entre las familias de origen, muchas veces atravesadas por el anonimato de la relaciones de conyugalidad homosexual o truncadas por la explicitación de una orientación sexual disidente, debe ser enmarcada en un contexto histórico donde la represión política y moral de las décadas de 1970 y parte de 1980 y el lugar de la mujer en tanto reproductora y ama de casa forman un entramado social en el que las amistades se transforman en comunidades de destino que cumplen el rol de relaciones de solidaridad, contención y familiaridad.

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Linda Wevill
 
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