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Viernes, 29 de julio de 2016

Las naranjas se pasean

¿De qué va la cuarta temporada de la serie Orange is the new black? ¿Por qué no habría que dejarse llevar por la calma de los primeros capítulos? El pasado de las mujeres que están en prisión aporta algunas hipótesis sobre los destinos marcados.

 Por Magdalena de Santo

El suplemento SOY ha seguido con la misma emoción de muchas cada temporada de Orange is the New Black, una de los caballitos de batalla de Netflix. La cuarta temporada está en la pantalla chica desde el 17 de Junio, ergo, ya pasó el suficiente tiempo para spoilear un poquito y analizar esta producción de imágenes que, como dice la pantera negra Angela Davis, “Tiene aspectos que con frecuencia no aparecen en las representaciones de la gente en estas circunstancias opresivas. Cierto sentido de alegría, cierto sentido de placer, cierto sentido de humanidad.”

La temporada anterior había terminado con la promesa de en un oasis de mujeres, en esa playita donde todas parecían lograr una armonía demasiado ficticia. En esta temporada las cosas vuelven a tornarse conflictivas y nos recuerda que aunque hay placer y hermandad, la prisión es la prisión. Aunque la serie está calificada como comedia -nominada como tal en los premios Emmy, Globo de Oro, y más- la primera mitad de la temporada más que un honor al género mantiene un registro excesivamente paródico. No pasa casi nada. Sin embargo, del episodio 5 en adelante la cosa se pone adictiva, eso que en general esperamos de las series.

Ese escondite creado por la delirante Lolly Whitehill (Lori Petty) parece condensar la propuesta de la canción de Regina Spektor en la presentación de la serie “Usted tiene tiempo”. Temporalidad, intersecciones del poder y locura -esa invención del siglo XVIII- son las nuevas profundidades en los que bucea la guionista archifeminista Kohan.

Si bien el flashbacks como procedimiento narrativo ya se venía utilizando esta vez las elipsis toman un valor central para la tracción del relato y el interés por los personajes menos protagónicos. ¿Harán alguna otra serie con el pasado de alguna de ellas? El intento de explicar de manera causal cómo y por qué cada reclusa llega a Litchfield, da muestras que las razones del encierro no es tanto por la gravedad de los delitos cometidos sino que ya está todo más o menos guionado en la vida social.

Los destinos escritos en base a la lotería natural, identidad sexual, capacidades mentales, posición laboral fama o dinero, o la relativa elección de mantener complicidad con los CEO de la Litchfield más privatizada, parecen ser la recurrencia obsesiva de la trama. Lo interesante es que se hace con perspectiva interseccional. Nadie se reduce a una única posición de poder, sino que todos están entrampados en un sin fin de juego de cruces de privilegios. Por ejemplo, una de las nuevas naranjas es una famosa chef Judy Rey (Blair Brown), inspirada en la mediática norteamericana Martha Stewart. Ella no sólo cuenta con una habitación con soda, acolchados blandos y tríos lujuriosos para disfrutar, sino que sabe lavar su racismo seduciendo con promesas y carisma a las afroamericanas al mismo tiempo que socava la construcción de ideales budistas de su compañera rubia.

A pesar de la cantidad de intersecciones existen críticas que sostienen que el silencio y soledad al que se confina a Sophia Burset (personaje trans interpretado por Laverne Cox) mantiene un sesgo transfóbico. También que la poca tridimensionalidad de la musulmana Alison Abdullah (Amanda Stephen) es islamofóbico, y que en toda la serie hay una recurrente caricaturización de las dominicanas en general.

Lo cierto es que la batalla racial se complejiza. El grupo neo nazi dejan a la burguesa blanca bienintencionada de Piper en un lugar demasiado incómodo para sus valores clase medieros. Así, las latinas toman venganza: no se puede vivir sin marcas el liderazgo despótico del privilegio blanco. Sin embargo, todas están explotadas a mayor trabajo, hacinamiento y violencia desde la llegada de la nueva administración. Y aunque intenten una tregua entre grupos raciales a base de organización terminan por improvisar una protesta pacífica. El hartazgo produce la movilización instantánea. Una escena contundente que se cobra la vida de uno de los personajes favoritos, buenos y dulces que muere de la bota más joven e ingenua de los security. Victima y victimario no son malos. El enemigo interno es Piscatella, de panza, bigote y funesto palo; un hombre gay que de marica no tiene nada. Es un macho hecho y derecho que desprecia a todo menos a los suyos.

Temblar las estructuras que nos ubican en el loop de error y castigo puede que sea un deseo díscolo, mucho más que el desborde de unos ojos locos.

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