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Viernes, 14 de octubre de 2016

La fiesta tatuada

 Por Marta Dillon

Eso mismo que espanta es lo que nos enamora. “Pero, ¿son todas lesbianas?”, me pregunta alguien con ingenuidad cuando recito las pintadas en las paredes que dejó la marcha de cierre del ENM a su paso: “Lesbianizate”, “Hacete torta, la vida es corta”, “Yo como concha”, “resignifiquemos la humedad” –de las mejores–; entre muchas otras. Y no, no somos cerca de 100 mil lesbianas aunque la marcha entera se apropie de esas consignas porque alguna potencia radical, evidentemente, le encuentra a ese desprecio a las normas heterosexuales que desde muy niñas se imponen como obligatorias. Lesbianizarse no es sólo hacerse lesbiana, es más bien una declaración política frente a esa imposición de tener un hombre en tu destino, de que el amor sea por siempre y hasta la muerte, de que no tener pareja sea una discapacidad y etcétera, etcétera, etcétera. Lesbianizarse es una propuesta que también se canta con estas líneas: “Es mi cuerpo, yo decidiré; es mi concha, la compartiré; porque yo soy libre, Bergoglio botón; al orgasmo eterno sin dios ni patrón”. Altas aspiraciones se yerguen en la canción, igual que cuando decimos: “No soy amiga de tu mamá, somos lesbianas, no paramos de garchar” y que no siempre es posible cumplir pero nadie puede negar que son hermosas metas las que nos proponemos cuando estamos de fiesta. Y si la marcha fue una fiesta hasta la represión, antes que esa hubo otra, que sí era de lesbianas y que podría resumir con unas palabras que robo del afiche de una agrupación política, Desde el fuego: “Creemos en las posibilidades radicales del placer”. Empezó temprano con una marcha, siguió con un festival que tomó la plaza frente a la Catedral donde un día después lloverían las balas de goma. ¿Cuántas éramos haciendo pogo frente a las Kumbia Queer o perreando con Chocolate Remix? ¿mil, dos mil? Llenábamos casi toda la plaza y si no se compartieron entonces las conchas sí se compartieron los besos y los tragos y el humo. La fiesta recién empezaba y la propuesta era trasladarla a un lugar cerrado, pero ni siquiera un tercio de las que estábamos ahí podríamos entrar. Hubo que cortar la calle en una coreografía que no estaba acordada pero que resultó perfecta, aunque la policía local amenazó con llamar a la Gendarmería y a la Federal que, al parecer, en algún lado estaban esperando para afilar sus uñas. “Que vengan”, dijeron los diferentes grupos de lesbianas de todas las edades, de todas las regiones del país, desde las anarcas a las vainillas, de las chongos a las femme, madres o bdsm y ahí detengo la enumeración porque sería imposible agotarla. No se pensaban mover porque la fiesta estaba en ocupar el espacio público, disfrutando de la noche y el chape, bailando con la música de tambores y megáfonos, reconociéndose las que se habían visto únicamente en las fotos porno que se comparten en el Tortazo, un grupo de Facebook, donde las tortilleras de todo el país vienen resignificando la humedad desde hace un año. Adentro, en el boliche, unas 300 habían entrado y rotaban con las que quedaban afuera. Era poco el aire pero el calor era amable para estar desnudas. No había mucho más que poner el cuerpo, pero eso era mucho; ponerlo como quien roba con el dedo la crema de una torta de cumpleaños para adelantar su sabor. Una probadita. La postal de una isla de Lesbos utópica, con corte de calle y pasarela. Una sensación efímera de comunidad que ahí mismo estaba existiendo. Ese mundo otro que no conocemos pero que a veces ofrece su mapa para lanzarse a la aventura de encontrarlo.

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