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Viernes, 21 de octubre de 2016

MI MUNDO > TODAS LAS VIDAS DE ALEJANDRA

Siempreviva

Este miércoles se realiza en el Malba un ciclo de conferencias en las que escritorxs y críticxs debatirán sobre la figura múltiple y mágica de Alejandra Pizarnik: la niña eterna, la desfachatada, la enamorada tímida y desaliñada, la solitaria, la mítica y maldita, la que hacía poesía con su cuerpo.

 Por Noy

Es verdad, soy una llorona medieval, afirmaba Alejandra porque su amigo Manuel Mujica Laínez se lo había dicho, como siempre en ese semi-tono entre sarcástico y revelador que sólo pocos logran alcanzar. Para conjurarlo, enseguida escribió aquel poema dedicado a Janis Joplin que comienza diciendo: “A cantar dulce y a morirse luego. No. A ladrar....”. Aunque en verdad nada llorona ya que si hubieran lágrimas sólo serían posibles para sí misma: “un naufragio en mis propias aguas”.

Pocos tiempo después, ella terminó presentándome al propio Manucho en Edelweiss cuando, excepcionalmente, aceptó su invitación para conversar un poco, ya que Alejandra ya no bebía alcohol y apenas comía casi obligada por su propia madre. Sólo anfetaminas, también mucho café, para seguir volando y conectarse directamente con sus venerados surrealistas: Tristán Tzara, Milosz, Renée Char y el indomable Antonin Artaud, a la cabeza.

Llegamos al restaurante y en uno de los apartados donde Manucho la esperaba acompañado por dos etéreos y supuestos sobrinos, al verla llegar, improvisó una cuarteta de trovador genial, encandilado ante su presencia, ¿o debería escribir fosforescencia?: “Como un buzo en su escafandra y un maniático en su tic, me refugio en ti Alejandra, mi Casandra Chic”.

Hasta que al fin logró partir en medio de la noche tan venerada. Quizás sea la única en que la palabra suicidio se asemeja a un pacto con el amor, más allá de todo. Alianza indestructible que al fin se hiciera real y desde donde siempre seguiría viviendo en cada uno de todos sus poemas, aunque: “Volveré... aun muerta volveré. Si es que alguna vez, al fin, llama el amor”, advierte esperanzada. Elvira Orphée, la escritora que ella tanto admiraba por bella y excepcional, había estado visitándola justo el día anterior y, después de todo, me comentó que jamás hubiera sospechado lo que esa misma noche sucedería porque en realidad la había visto tan feliz, como siempre brillante, leyéndole trechos de un libro futuro. Celebrando. Elvira también cuenta que al día siguiente su mucama la despertó demasiado temprano porque alguien la estaba llamando con urgencia. Era su pariente política, ya que Elvira en ese tiempo estaba casada con el pintor Miguel Ocampo, sobrino de Silvina Ocampo, que esperaba la atendiera para sollozar informándole, que Alejandra al fin había partido. Se la oía desesperada por su propia culpa ya que no la había atendido el día anterior cuando llamara advirtiendo que sería la última vez.

¿Se dicen adioses los amores imposibles? Siendo las dos tan sublimes en sus poéticas, al menos una melodía excepcional sin mencionar la innecesaria, impronunciable e incluso obvia palabra “Adiós”.

Sylvette lloraba y Alejandra ya había perdido la sombra. Por suerte a causa del amor, no como esa metáfora del poema publicado en La Nación muy pocos días antes, que terminaba diciendo: “La que no supo morirse de amor y por eso nada aprendió: Ella está triste porque no está”.

Aunque Alejandra permanece siempre presente en su cuerpo de piel de papel para fascinarnos. Como tampoco debajo de la tierra porque las veces que intentamos ir con amigos, entre ellos Mariana Enríquez, a visitar su tumba, siempre resultó imposible, custodiada por falsos azares de tormentas terribles y otros obstáculos falsamente imprevistos.

Así logré comprender que Alejandra sólo quería seguir de pie junto a cada poema como cuando aclara: “Dije yo, pero me refería al alba luminosa”. Morir, al fin, le causaba placer, como ella misma había preanunciado. Por eso la vemos de cuerpo tan presente, renaciendo en cada uno de sus poemas: “No te mueras mi amor, nada te sobrevendrá, ya no existen violadores de tumba”. Fácilmente logramos convocarla, con el mantra que es su propio nombre. Porque además, para que no haya dudas: “Alejandra, Alejandra, debajo de mí está Alejandra”. Ese “mí” muy excepcionalmente como ahora, se vuelve multitudes donde todos logramos ingresar a su “transcurrir de fiesta delirante”, que no es sólo la vida, sino también su reverso, la propia amada muerte; siempre acechante, como asegurando un eterno goce posterior en el sueño sin límites del poema total.

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