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Viernes, 21 de octubre de 2016

La guerra chanta

El miércoles pasado hubo un paro de mujeres contra la violencia machista y la precarización de las vidas de las mujeres y otras feminidades. Ese es el contexto en el que el Papa pide que no haya enseñanza con perspectiva de género en las escuelas. ¿De qué se podrían avivar los y las fieles si se educan en lo que ya es un modo de ver el mundo? Hace medio siglo el feminismo y otras brujerías fueron perseguidos bajo el rótulo de “ideología de género”, hoy, con poca imaginación y pocas luces, la cruzada continúa.

 Por Alejandro Modarelli

Para los escépticos, los cínicos y los reaccionarios, la Historia, con sus idas y sus vueltas, es la progresión de Lo Mismo. La Iglesia, ahora en la voz y rostro de Francisco, ha entablado desde hace tiempo una nueva guerra santa, y como en todo melodrama mitológico, la lucha es entre el Bien y el Mal. El Bien: la verdad revelada al clero por el Altísimo, que le ha permitido a aquel, curiosamente, seguir siendo voz del fundamento en un Occidente secularizado. Y el Mal: lo que devela la transitoriedad y contingencia de esa misma revelación. La guerra no le fue declarada en esta etapa a alguna herejía tumorosa y tumultuosa nacida del mismo cuerpo eclesiástico, o a algún otro monoteísmo rival, como el Islam. Por el contrario, la guerra santa es contra un concepto que se escapó de su dominio: el concepto género, que a través de su cosmovisión pondría en cuestión la evidencia natural de los sexos -dos y solo dos- y su diferencia programática que es también cromática, sin opción de recambio de azul por rosa en el mostrador del Dios. Como creación inapelable de éste y por tanto como destino biológico y social. Pero, sobre todo, se combate contra una supuesta ideología que derivaría de la expansión en la cultura de la perspectiva de género, la maléfica “ideología del género”.

El género como ideología perversa

Pocos fieles entienden de qué se trata, salvo que sería obra de Satán para destruir la creación de Dios, encarnado en las feministas, las tortas, las maricas y lxs trans e intersex. Sobre todo en esos esperpentos activistas menos proclives a una tregua con el patriarcado que, aún en decadencia, continúa imponiendo regulaciones. Compañeras: la Iglesia sólo nos pide docilidad, para negociar fifty-fifty algunos derechos nuevos.

La pelea agonística de la Iglesia contra lo que denominó “una revolución antropológica” encuentra en los países musulmanes (antiguos objetivos en las cruzadas) unos aliados perfectos. Practican así un obsceno gang bang en los foros internacionales sobre derechos civiles y reproductivos, como en 1995 en Pekín. Tanto familiarizarse con el discurso de género, la pastoral modernizó su lenguaje, y hasta el curiosísimo Monseñor Aguer (que me enseñó el término petting) conoce al dedillo, más que muchas locas profanas, el catálogo de abominables identidades de género y de sus representantes teóricos en los medios académicos. Alcanza con echar una ojeada al órgano de difusión católica Aciprensa para entender de qué va la cosa.

“La ideología del género es la última rebelión de la creatura contra su condición de creatura”, pronunció la Emérita Benedicto ante la curia romana en 2012. Y antes, Juan Pablo II. Por la masividad de la comunicación, se cree que toda esta parafernalia reaccionaria nació en estas últimas décadas. Pero no. El primer gran susto se lo llevó el conservadurismo a partir de los 50, cuando con John Money y Robert Stoller se empezó a hablar de género e identidad de género, hurtándole a la biología pura y dura la potestad exclusiva de definirnos. Pero, no obstante, sustituyó denominaciones sin por eso resignar del todo las consecuencias patologizantes. (De hecho, yo prefiero que me llamen perverso antes que parafílico). Ese momento originario y lenguaraz de las ciencias sociales fue recreando a través del tiempo todo tipo de derivas y disputas, y no hablo solo entre los que desesperan por el orden natural -una obviedad- sino también dentro del propio feminismo y los rebeldes contra la heterosexualidad hegemónica. Una vertiente se adocenó en la mera obtención de la equidad legal, como un maná provisto por el estado liberal, y otra, en cambio, recibió bautismo bajo el nombre de feminismo de género. Este último es el que la Iglesia considera su Cruella Devil, a la que atribuye la creación de la “ideología de género”. Al haber abrevado para sus propios fines del concepto marxista de la lucha de clases, el feminismo de género habría habilitado los prolegómenos de una “revolución antropológica” contra el orden patriarcal, y con ese loco salto, ese salto de locas como el que se vio en el Encuentro Nacional de Mujeres en Rosario, pondría en peligro la supervivencia de la especie y hasta del planeta. Como antes el comunismo ateo. Miren por dónde encuentra la Historia contada por los nuevos padres de la Iglesia su propio ocaso.

Cuando el Papa advierte en estos días contra la enseñanza con perspectiva de género en las escuelas, certifica que esa pedagogía producirá en el futuro, cuando la infancia crezca, un cataclismo ecológico. El terror a los dobles miméticos cubrirá la tierra como en una guerra devastadora, y nadie será desde entonces uno e indivisible, porque si el sexo biológico es un destino, ese destino será también negociable; ese destino será trans. Su estallido será equivalente a la partición del átomo; sus efectos los de una bomba contra la creación y el consecuente llanto iracundo de Dios. Menuda alegoría milenarista, el fin de los tiempos provendrá para el pesimismo religioso de un sucedáneo de la guerra atómica: la reproducción asistida o programada y la partenogénesis identitaria. Los eventos de la biología y la psiquis adquirirán así nueva vida, del mismo modo que ISIS, que simula afiliarse a una tradición pero en realidad destruye su hilo institucional.

Pero el activismo sabe que cada guerra santa que entabla la Iglesia contra el desarrollo autónomo del individuo es una oportunidad de cohesión para los movimientos libertarios. Francisco, con sus invectivas para erradicar del concepto naturaleza la infinita variedad de seres no asimilados a su prédica sobre cuerpo y sexualidad, nos convoca sin buscarlo a volver al punto de partida: nuestra experiencia en común de la humillación. Punto de partida de una sexualidad irregular, la nuestra, la que nos une en el origen, sobre la cual se abrirá después un abanico de elecciones políticas e ideológicas a veces irreconciliables, muchas surgidas en la pertenencia a una determinada clase social o en las expectativas de pertenecer a la única clase perenne, la burguesía, esa que explica el universo fantasmático capitalista convirtiéndolo en puro éxtasis: el acceso a los cruceros matrimoniales, la mercadotecnia gay, los peluqueros de mascotas en el barrio madrileño de Chueca, el rechazo a las marchas del orgullo choriahumadas en Buenos Aires, el horror por el mal gusto de las maricas, travas y tortas del conurbano.

La paz no sea contigo

Cada arremetida de la doctrina vaticana nos hace, por eso, regresar a ese momento edénico donde las distancias de clase, de raza y hasta de olores, en el movimiento lgtbi, se suspenden por un instante, porque lo único que nos golpea no son ya las internas políticas, teóricas, estéticas y morales, sino la visita del enemigo de siempre. En ese sentido, Francisco nos saca a la fuerza del mundo extático y del combate profano. A mí me fascina cada vez que me desayuno con sus panes envenenados. Pienso que mientras me atraganto con su prédica, se están a la vez atragantando millones de mis pares, muchos enfrentados en la vida corriente por discusiones punitivas sobre la corrección de enunciados epistemológicos, si lo cis o si lo trans, cuyo campo de acción, para los que no frecuentamos la academia, suelen ser los muros del Facebook. Ese debate pertenece a la crítica de nuestras propias condiciones e insuficiencias teóricas, y está bien que suceda si no es al precio de la destrucción. En cambio, el atragantamiento visceral y global por los ataques del papa nos conduce a un momento realmente hermoso, la comunión lgtbi en la furia, justo esa que nos hace verdaderamente fuertes.

El capitalismo tardío -ese mismo que en tiempos de la Guerra Fría contó con la ayuda exitosa de Juan Pablo II- trae consigo, como paradoja, un proceso desubjetivador. En el sentido de múltiples y mutables subjetividades y ofertas para cubrir los deseos calculados para cada una de ellas en planillas de Excel. Trajo, en simultáneo, el ocaso de toda fe que no sea en el mercado, enemigo de la auténtica singularidad. La Historia es el barco de un ángel caprichoso, que mientras empuja las velas va haciendo desaparecer el mar que lo precede. Francisco trata de sujetarlo y sujetarnos, mientas navega en el capitalismo tardío, pero ya no hay un sujeto único que pueda ser traducido a su lenguaje para hacerse oír en el mundo moderno, por más que la clase política que lo administra haga como que sí. En esa guerra contra sus demonios nos incorpora como hijos e hijas del Maligno. Aunque nos acaricia, nos seduce (“¿quién soy yo para juzgarlos?”), con el objeto de arrancarnos de los dominios infernales y enjaularnos en los suyos. Pero, por suerte, lo único que consigue es afirmarnos como sujetos insumisos en estos tiempos de descreimiento hasta en nuestro propio horizonte de lucha. Bendito seas, Francisco.

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