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Viernes, 6 de febrero de 2009

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Entre algodones

 Por Claudio Zeiger

En la soledad de los campos de algodón

Bernard-Marie Koltès


A mediados de los años ‘90 se estrenó en Buenos Aires En la soledad de los campos de algodón, una puesta austera para una obra muy perturbadora. Dirigida por Alfredo Alcón y con actuaciones de Leonardo Sbaraglia y Horacio Roca, puso en circulación aquí la figura de Bernard-Marie Koltès. Para entonces, el dramaturgo francés ya había muerto a causa del sida en 1989. Asomábamos así a una de las leyendas del malditismo, si se atempera el sentido de la palabra. Pero Koltès cultivó el lado oscuro de la ciudad y el deseo, la nocturnidad como bloque duro de sentido, donde puede emerger una verdad, la verdad del deseo, la chispa producto de un cruce de caminos contingentes. Hombres y mujeres perdidos en la noche. Koltès mismo fue un hombre errante, solía escribir sus obras de viaje, lejos de Francia, en Nueva York, en México o Guatemala.

Estrenada en 1987 en Francia por el director de teatro y cine Patrice Chéreau, En la soledad de los campos de algodón es un texto emblema, la perfección de una idea llevada a escena con un soporte estrictamente escénico, si bien Koltès venía de cultivar múltiples lecturas literarias que incluyeron una interesante apertura latinoamericana (García Márquez, Vargas Llosa, Puig). Según contaría Chéreau, la obra había surgido de una experiencia real de Koltès en el West End de Nueva York, más exactamente en una vieja dársena abandonada donde un hombre le salió al cruce y le dijo: “Tengo todo lo que quieres”. “Hachís, heroína, coca, éxtasis, crack”. A lo que Koltès habría contestado: “Pero yo no quiero nada”.

En la obra, el dealer insiste: “Tengo lo necesario para satisfacer el deseo que pase delante de mí”. Nunca se expone la mercadería, que quizás sea el propio cuerpo. Como sea, se vuelve oscuro fetiche. El cliente, por su parte, expresa que su deseo sería quemante, imposible incluso de ser puesto en palabras. O quizá sea tan secreto que hasta él mismo lo ignora. En un momento el dealer le dice que si no se anima a expresárselo, lo diga como si se lo dijera a un árbol, a una pared en la cárcel o en la soledad de un campo de algodón por donde uno se pasea de noche, desnudo. La transacción se vuelve un contrapunto que no se resuelve pero que va tensando la cuerda del duelo verbal, y quizás ahí, en la palabra, resida alguna forma de convergencia. Sometida a diversas interpretaciones, la obra puede considerarse como una formidable puesta en escena del deseo en estado puro. Deseo de quien da o quien recibe, confundidos hasta volverse uno solo y su doble.

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